Publicado en Revista Contrastes. Etica, ciudadanía y democracia. Ed Contrastes. 2007
Juan Carlos Mougán Rivero
Universidad de Cádiz.
Las virtudes públicas han pasado a ocupar un plano preferente dentro de las preocupaciones sociales y políticas. Las sociedades democráticas y liberales necesitan, hoy más que nunca, del desarrollo de disposiciones ciudadanas que hagan efectivos los valores que inspiran el marco jurídico y normativo democrático. También en el ámbito de la reflexión ética y filosófica española el debate sobre la posibilidad de una defensa política de la promoción de las virtudes públicas, así como sobre su contenido, naturaleza y alcance, ha merecido una creciente relevancia a partir de la publicación pionera en este campo de V. Camps (1990). En el presente trabajo se trata de poner de manifiesto que la defensa y promoción de las virtudes públicas es, además de una necesidad forjada por razones de coyuntura social o política, consecuencia de una transformación filosófica que interpreta la razón como “razón práctica” o “de la práctica”. La despedida de una interpretación teórica y metafísica de la razón, una tendencia que recorre la mayor parte de la filosofía contemporánea, encuentra en el pragmatismo americano uno de sus modos de expresión más elaborados. Apoyándonos en la inspiración filosófica que representan autores como Dewey y Mead, se trata de mostrar que la ausencia de principios racionales y fundacionales desde los que juzgar las prácticas permite una renovada defensa del papel de la virtud en teoría moral y de las virtudes cívicas en filosofía política. La comprensión de la razón como razón práctica conduce tanto en el ámbito de la teoría ética como en el de la filosofía política a la necesidad de enfatizar la relevancia de la virtud cívica y de su promoción social.
I. El significado de la razón práctica en teoría política.
Los autores pragmatistas clásicos, más allá de los diferencias de planteamiento entre ellos, tomaron como punto de partida el rechazo de la convicción de que existen realidades inmutables, fijas, inmunes al devenir de la experiencia humana, o en su traducción epistemológica de que podamos conocer verdades permanentes, inconmovibles. Desde el punto de vista de la razón práctica se traduce en la crítica a la idea de que hay fundamentos últimos que dan dirección y sentido a la acción humana. Tal y como Dewey y, tras él, Rorty interpretaron, el fundacionalismo es uno de los grandes enemigos de una adecuada manera de enfrentarse a la acción humana y a la superación de los obstáculos que en ésta se nos plantean. Mundo antiguo y mundo moderno coincidieron en la pretensión de buscar certezas a salvo de la contingencia de nuestra experiencia. Mientras el mundo antiguo creyó encontrarlas en realidades externas e independientes del ser humano, el mundo moderno hizo lo mismo partiendo de una interpretación subjetivista de la razón. Las principales líneas de pensamiento ético y político moderno, utilitarismo, marxismo y contractualismo habrían compartido en lo esencial este proyecto ilustrado inspirado en la existencia de certezas fundacionales .
En el ámbito de la teoría política esta crítica se concreta en la afirmación rortyana de que la democracia no necesita de fundamentos filosóficos (Rorty, 1991, 17) . La cuestión no es encontrar un principio sea éste la libertad, la igualdad, la utilidad o la felicidad que justifica y da razón de ser a la democracia. Los pragmatistas concedieron la primacía a la acción lo que implicaba no supeditar la misma a causas o principios antecedentes. Rechazar el fundacionalismo y pensar que la democracia es incompatible con la existencia de principios absolutos exige pensar la democracia como proceso. Así, para Dewey , la democracia es por encima de cualquier otra consideración, el proceso por el cual hacemos frente a los problemas de manera colectiva e inteligente . Es el medio a través del cual una colectividad se hace cargo de la experiencia y la modifica. Así, y reconociendo la inspiración deweyana, Young señala que "un modo útil de concebir a la democracia es como un proceso en el que un gran colectivo discute problemas que ellos encaran juntos, e intentan llegar pacíficamente a soluciones en cuya resolución cada uno cooperará" (Young, 2000, p 28). Frente a la interpretación de la democracia como un procedimiento o unos valores sustantivos, el concepto de proceso da una idea del dinamismo que ha de caracterizarla. Esto no significa que en democracia los procedimientos sean irrelevantes o que se carezca de compromiso con valores. Pero unos y otros, a juicio de Dewey, están más relacionados con el modo por el que encaminamos la experiencia que con la adscripción a unos principios o unos procedimientos determinados. Al subrayar que la democracia no es tanto un conjunto de estructuras políticas cuanto la manera en que una comunidad toma decisiones acerca de su propio futuro, lo que interpreta el pragmatismo es que tanto medios como fines deben ser objeto de discusión y análisis. Una sociedad donde se da por establecido lo que políticamente queremos, o la manera de conseguirlo, es una sociedad poco democrática. En este sentido la categoría básica desde la que comprender la visión de Dewey acerca de la democracia, y que le permite alejarse de las perspectivas que hacen del individuo, o del acuerdo, un punto de partida absoluto, es la de "colaboración" . A diferencia de la mayor parte de las teorías políticas, sean estas liberales, procedimentales o deliberativas, que habrían coincidido en la necesidad de que exista un consenso racional, fáctico o hipotético, que sirva de punto de partida a la convivencia democrática, Dewey mantuvo que la convivencia democrática no arranca desde el acuerdo en las ideas o valores. El acuerdo no es un dato previo a la democracia sino que ha de venir desde el compromiso de hacer frente colectivamente a las dificultades que se presentan en la acción, y de la resolución exitosa de las mismas . La comprensión de la democracia como proceso de cooperación, y no como la realización de una idea, vincula el desarrollo y la profundización de la democracia con la adquisición por parte de los ciudadanos de determinados hábitos. Por tanto, son las virtudes que hacen posible la cooperación social las que definirán y caracterizarán la democracia.
II. Virtudes cívicas y cooperación social.
La interpretación de la democracia desde una teoría de la acción permite superar el antagonismo entre interés individual y bien común que ha caracterizado a una parte importante de la filosofía política. Frente a la interpretación de que la sociedad es producto del intercambio entre individuos que buscan satisfacer sus intereses en un medio competitivo se encuentra la perspectiva alternativa, la de quienes entienden que la sociedad es producto de la adquisición de una cultura compartida de manera que socialización e internalización garantizan el acuerdo entre individuos en el mantenimiento del orden social. A la hora de elucidar esta visión alternativa sobre la base de una comprensión de la naturaleza humana es la obra de Mead la que constituye el punto de referencia de una filosofía de la acción.
Para Mead la conciencia individual se constituye como una fase de un proceso dinámico que es de raíz social e interactivo. Así, no podemos explicar los actos humanos a partir de un espíritu que existe con anterioridad al proceso de interacción social. No existe individuo ni conciencia de sí sino como consecuencia de la internalización de la reacción que nuestro gesto provoca en el otro. De este modo, no hay una identidad previa al proceso por el que empezamos a cooperar con el otro sino que, por el contrario, si tenemos conciencia e identidad es debido al establecimiento de una acción que es cooperativa. La precedencia de la actividad cooperativa sobre la constitución de la conciencia, del lenguaje y de la comunicación establece las bases de una interpretación de la naturaleza del ser humano en la que la sociedad ya no puede ser interpretada como un orden instrumental para la satisfacción de las necesidades de una subjetividad constituida de manera solipsistica. Al distinguir entre el yo y el “mi”, este último resultado de la internalización de las actitudes de las otros en relación con mi persona, y subrayar que el yo es sólo posible como reacción ante el mi, Mead hace conciliable una doble consideración. De un lado la identidad sólo es posible como una consecuencia de los procesos de cooperación social y, de otro, esta identidad no queda determinada por referencia a dicho proceso pues el “yo” se caracteriza por su posibilidad de resistencia e innovación que hacen imprevisible su reacción (Mead, 1990, pp 201–206). La creatividad y la innovación sólo adquieren sentido en el seno de la interacción social en la que se desenvuelve .
Lo significativo, desde el punto de vista del significado ético y político de la cooperación, es que Mead ha puesto las bases de una argumentación antropológica en la que la relación entre individuo y cooperación se plantea de manera contrapuesta a cómo había sido comprendida en la tradición liberal e individualista de pensamiento. Para esta, la cuestión es cómo lograr que individuos autointeresados cooperen entre sí pues, de alguna manera, la cooperación supone luchar contra la “naturaleza torcida de la humanidad”. Mead, por el contrario, entiende la actitud cooperativa como previa a la constitución de la subjetividad, por lo que el problema de la teoría social y política no está en explicar cómo la cooperación es posible sino las formas que harán posible la extensión y universalización de los mecanismos cooperativos partiendo de la base que estos son necesarios y convenientes para la construcción de la comunicación humana.
De otro lado, el marco de una teoría antropológica que entiende que el ser humano se constituye en la acción intersubjetiva permite entender la cooperación social como una virtud cívica. Los supuestos racionalistas y empiristas impidieron dar a estas tradiciones la adecuada importancia a los fenómenos de cooperación social. El enfoque empirista, que arranca del interés individual, resulta incapaz de dar cuenta de los múltiples fenómenos de cooperación que aparecen en la vida social, más aún en ámbitos como el de la familia, las comunidades religiosas o el de algunas asociaciones, y el recurso a mecanismos inverificables que armonizan la prosecución de intereses individuales se aviene mal con el espíritu empírico. Tampoco resulta satisfactoria la hipótesis racionalista que quiere derivar la cooperación y la solidaridad de una racionalidad que se sobrepone a los impulsos de la naturaleza humana . Tanto Mead como Dewey han puesto de manifiesto la necesidad de deshacerse de la imagen dualista de la naturaleza humana y rechazan la idea de que deseos y emociones son la causa del comportamiento antisocial y egoísta. Ambos entienden que las emociones se establecen sobre la interacción social que constituye la individualidad. La vergüenza, la ira, la culpa, etc., son consecuencia de ese envolvimiento originario del individuo con los demás a través de la acción. Por eso la vida emocional y desiderativa es tan colectiva como lo es nuestra razón. Vida racional y emotiva son no son fruto espontáneo de la naturaleza humana sino fruto de la interacción social.
En definitiva, la tesis de Mead es que el individuo sólo puede constituir su identidad en la medida en que adopta la actitud del otro generalizado en el marco de actividades que son cooperativas lo que permite pensar la cooperación social como base de la virtud cívica. En el marco de la teoría de Mead la cooperación social es, a la vez, una necesidad individual y una conveniencia política.
III. El significado político de los hábitos
Pensar la virtud pública sobre la base de la cooperación social exige también resituar la tradicional distinción entre lo público y lo privado. Así, en The Public and Its Problems Dewey hizo de la redefinición de la distinción público - privado uno de los ejes de su reformulación de la política. Al considerar que "la línea que separa lo público de lo privado hace referencia a la extensión y alcance de las consecuencias de actos que son tan importantes como para necesitar control sea por inhibición o por promoción" (Dewey, LW 2:245), Dewey denuncia a aquellos que han pretendido cercenar el significado de la democracia restringiéndolo al ámbito de un poder político previamente delimitado. El significado de la democracia no se refiere exclusivamente a la organización y selección del poder político, ni tampoco a una redistribución económica de los bienes, sino que se extiende a todos aquellos ámbitos en que los seres humanos interactuamos. Tener en cuenta los intereses de los otros, conformar los propios intereses en función de los demás, apelar a la experiencia y a las consecuencias de las acciones como criterio de decisión son condiciones para formarse un juicio abierto cualquiera que sea el ámbito donde los seres humanos necesitamos coordinar nuestras acciones. En este sentido, la política se extiende por la mayor parte de las actividades humanas y la democracia parece no tener límites. La familia, el ocio, las actividades profesionales y empresariales, las asociaciones civiles, deben ser analizadas por el "ethos democrático". Si la mayoría de las asociaciones, instituciones y prácticas colectivas están todavía basadas en la exclusión, desinformación y falta de oportunidades, carece de sentido hablar de democracia.
Por tanto, la democracia no hace relación sólo a la conformación de un conjunto de ideas sino a la constitución misma de la subjetividad humana. Dewey sostuvo con claridad que la democracia era antes que nada una cuestión referida a un modo de vida, y no simplemente un sistema de gobierno o de organización institucional. "La democracia es un modo personal de vida individual, lo que significa posesión y uso de continuo de ciertas actitudes, que forman el carácter y determinan deseos y propósitos en todas las relaciones de la vida" (Dewey, LW 14: 226) . La interpretación que Dewey hace del sujeto no arranca de sus ideas . Lo primario a la hora de constituir la identidad no son las ideas, sino algo previo que las sostiene y que Dewey concreta en la idea de hábito. Por ello, podemos decir que para Dewey la democracia es sobre todo una cuestión de hábitos . Las ideas sólo son reales en tanto que encarnadas en hábitos que canalizan y constituyen la actividad humana. Sólo se puede tener ideas democráticas si se vive democráticamente . La democracia, por tanto, abarca las distintas esferas de la actividad humana e implica la constitución de su subjetividad. En el marco de una filosofía que concede primacía a la acción, la democracia significa una manera de obrar, una práctica vital que se extiende sobre las distintas esferas de acción. Dewey fue extraordinariamente claro al respecto: la lucha por la igualdad carece de significado si no la incorporamos en nuestra vida diaria, si no forma parte de nuestras actitudes, si todavía seguimos tratando a los diferentes, los que se hallan en posiciones más débiles, o a los desfavorecidos por la fortuna o la naturaleza, con desprecio y desdén.
IV. Individualismo liberal y virtudes cívicas
Esta vinculación entre orden social y político y conformación de la subjetividad implica una reubicación del concepto de virtud cívica en el marco de la teoría política, para el que el marco teórico de la tradición liberal, que buscó reducir su alcance, resulta insuficiente. Como diversos autores han sostenido , la tradición liberal se basaba en supuestos metafísicos que permitían un cierto optimismo histórico a partir de la neutralidad estatal en materia de virtudes morales. Estos supuestos, bien una concepción racionalista de la razón, bien una concepción esencialista del individuo, bien un optimismo metafísico, social y/o histórico en la forma de una mano invisible o similares, resultan hoy inasumibles. Anulados todos esos supuestos, las posiciones liberales tienen que reformularse para incorporar en su interior el discurso de las virtudes cívicas. Una parte significativa de la teoría liberal ha continuado la tradición lockeana que mantiene la formación de la virtud en el ámbito de la privacidad y entiende que el ejercicio de la ciudadanía exige simplemente la no interferencia con los demás . Otros autores han optado por reducir las virtudes cívicas adoptando la forma del minimalismo cívico, esto es, una ética cívica de mínimos que permiten la coexistencia de las éticas privadas o de máximos, como singularmente ha puesto de manifiesto Rawls, o en el caso de España A.Cortina. En cualquiera de los casos, las posiciones liberales descansan en última instancia en el concepto de autonomía individual y, al entender esta desde una perspectiva básicamente negativa, representan un camino insuficiente para una teoría de la virtud cívica a la altura de nuestro tiempo.
La revitalización del concepto de virtud cívica requiere entender que liberalismo y perfeccionismo están indisolublemente asociados. Una sociedad liberal es, desde esta perspectiva, aquella en la que se fomenta el desarrollo de la individualidad en un sentido amplio y complejo, que atienda a las posibilidades creativas, intelectuales y artísticas del ser humano. Y ello requiere del cuidado y del cultivo social, de la extensión y de la promoción de la ciencia y de la inteligencia humana. Disolver la separación entre interno y externo y pensar que el individuo constituye su identidad en el orden de lo social, hace que la interpretación pragmatista de la individualidad se convierta en la defensa de un orden social favorecedor de las condiciones que hacen posible el despliegue de su inteligencia, de su creatividad, de sus aptitudes morales e intelectuales.
Esto es lo defendido por Raz en The Morality of Freedom. En esta obra, Raz desarrolla una explicación no negativa del concepto de autonomía. El despliegue de la individualidad exige de un medio social que contenga opciones moralmente valiosas. Reinterpretando el principio del daño de Mill, Raz llega a la conclusión de que privar a alguien de las opciones que hacen posible el desarrollo de una vida autónoma de autorrealización es una forma de dañarle. La autonomía es lo opuesto a una vida de elecciones coaccionadas o de una vida sin elecciones. Evidentemente la vida autónoma exige un cierto grado de autoconciencia, puesto que para elegir uno deber ser consciente de las opciones ante las que se encuentra. Así, Raz señala las condiciones que hacen posible la autonomía. “Las condiciones de la autonomía son complejas y consisten en tres distintos componentes: habilidades mentales apropiadas, un adecuado nivel de opciones e independencia.” (Raz, 1986, 372).
Se pone, así, de manifiesto la intrínseca relación que une autonomía moral y creación de valores. La autonomía moral supone una relación activa del agente con los valores. El individuo con autonomía moral lleva una vida activa y creativa pues no limita la misma a la realización de unos valores que ha recibido. Antes al contrario, el agente moral autónomo hace de su vida un compromiso en la realización y transformación de sí mismo y del mundo. “Habiendo asumido ciertos objetivos y compromisos nosotros creamos nuevos modos de triunfar y de fracasar… así uno da progresivamente forma a su vida, determina lo que cuenta como una vida exitosa y lo que sería una vida fracasada. Uno crea valores, los genera a través de desarrollar compromisos y propósitos, razones que trascienden las razones que uno tenía para emprender compromisos y propósitos. De ese modo, la vida de una persona es suya propia. Es una creación normativa, una creación de nuevos valores y razones.” (Raz, 1986, 387). Se trata de la creación de la vida de uno mismo a través de la modulación de valores, de dar razones en un sentido u otro. Raz explícitamente menciona que no se trata de la idea de autocreación en un sentido arbitrario del término y como partiendo de un vacío absoluto. Por el contrario, entiende que hay valores previos los cuales son tasados y transformados en el propio proceso de desarrollo del proyecto de una persona. Lo que Raz subraya es que la creatividad moral del individuo es posible si tiene ante sí un adecuado rango de opciones de las que el agente debe ser consciente, y que debe estar al abrigo de la coerción y de la manipulación por otros. De otro modo, la creatividad y la autonomía moral exigen de un medio que los favorezca. De ahí deriva Raz el compromiso perfeccionista de que el estado y las instituciones políticas deben poner las condiciones que favorezcan el desarrollo de una vida moralmente valiosa.
De esta manera podemos también entender la posición de Dewey que hace del “crecimiento” el objetivo de la moralidad y de las instituciones sociales y políticas. “Crecimiento” significa la adopción de hábitos que suponen e incrementan el control y el dominio del sujeto, ampliando su capacidad para ofrecer respuestas variadas y eficaces al medio en el que se desenvuelve. "Los hábitos activos suponen pensamiento, invención e iniciativa para aplicar las capacidades a las nuevas aspiraciones. Se oponen a la rutina que marca una detención del crecimiento. Ya que el crecimiento es la característica de la vida, la educación constituye una misma cosa con el crecimiento; no tiene un fin más allá de ella misma" . La idea de que la meta es el crecimiento nos permite separar la nueva manera de entender el perfeccionismo frente a las posiciones antiguas, pues la aspiración al desarrollo y perfeccionamiento de las capacidades humanas no está vinculada al despliegue de una tendencia intrínseca naturalmente inscrita en el ser humano. Por el contrario, toda la preocupación de Dewey en educación es que se entienda que esta no es un medio hacia la consecución de algo, no es un proceso con un final ya establecido . La educación y el crecimiento no pueden tener más objetivo que sí mismo. Si consideramos que hay algo implícito, el crecimiento se vuelve transitorio, un instrumento para hacer explícito lo que ya está latente. La profundidad del planteamiento educativo de Dewey es haber señalado que la educación es consustancial al desarrollo y constitución del despliegue del individuo y de su libertad, y abre las puertas a una consideración de la virtud en la que ésta, alejada tanto de los presupuestos antiguos como modernos, no tiene sentido instrumental sino final. Así Dewey establece una clara relación entre liberalismo, el orden social que da la primacía a la libertad individual, y la educación y la virtud cívica, el proceso por el que los seres humanos crecen y mejoran.
V. Virtudes cívicas y tradición republicana
La defensa de la importancia de la virtud cívica para el orden político se ha desarrollado, básicamente, en el marco de la teorización republicana. Si bien es cierto que el objetivo de las virtudes es capacitar al individuo para el perfeccionamiento de sus capacidades y posibilidades, para el despliegue de un modo de vida autónomo, los republicanos habrían visto, correctamente a nuestro entender, que la autonomía es un constructo social. Por decirlo de otra manera, que existan ciudadanos reflexivos, críticos y autónomos sólo es posible como un proceso de ingeniería social, como un proyecto de construcción –cada vez más complejo- de organización social y política. Si bien el republicanismo nos ofrece el marco teórico apropiado al considerar las virtudes cívicas como centrales para el buen funcionamiento del orden político su perspectiva exige ser reformulada a la luz de las nuevas circunstancias para las que la tradición pragmatista resulta apropiada.
Así, la tradición republicana se asentaba sobre una concepción antropológica que o bien partía de una absorción de lo individual en lo público colectivo (lo que aprovechaban las teoría liberales para destacar el papel iliberal de las concepciones republicanas al anular el aspecto de la vida privada), o bien tenían como punto de partida (en esto, como las teorías liberales) una separación entre vida pública y privada, entre lo ético y lo político que resultan hoy inadecuadas para una teorización posmoderna acerca de la virtud. Los intentos de circunscribir la ciudadanía al ámbito relativo a los procesos de reproducción del poder político institucional están hoy rebasados por otras exigencias sociales y morales. Las cambiantes naturalezas de las relaciones sociales, culturales y económicas crean relaciones de interdependencia mucho más fuertes y, en consecuencia, exigentes, de manera que las formas en que las acciones de unos afectan a las de otros se han multiplicado y se han tornado extraordinariamente más sutiles. Tal y como señalamos antes, la separación entre lo público y lo privado exige ser redefinida y sus contornos desdibujados. Conducir un vehículo privado, arrojar a la basura en la propia vivienda el periódico, el consumo inadecuado de medicamentos, el uso de preservativos para según qué relaciones sexuales, la división de las tareas domésticas, y un largo etcétera (no derrochar agua, tener interés por la cultura, una actitud inclusiva frente a los otros) se han convertido en problemas presentes en la agenda política. Así pues, la restricción del ámbito de la virtud cívica al espacio de la representación política ha resultado claramente superada.
Por tanto, las virtudes cívicas deben a la concepción republicana entender que la ciudadanía ha de ser activa pero, al mismo tiempo, una reactualización del concepto de ciudadanía y virtud cívica implica sobrepasar el marco tradicional del republicanismo demasiado ligado a la unidad jurídica política.
Siguiendo la inspiración del pragmatismo podríamos decir que las teorías de la ciudadanía han sido deudoras de una concepción dualista al considerar al ser humano, de un lado, como escindido entre razón y pasión (véanse las metáforas hobbesianas en el origen de la teoría política moderna) y, de otro, considerándolo un ser independiente del medio natural. La llamada de atención de Turner sobre la corporalidad, así como de los ataques filosóficos al dualismo reinsertando al ser humano en el medio natural con el que se encuentra en una relación de interacción constituyente pone las nuevas bases del concepto de ciudadanía. Los problemas del sida, la gripe aviar, los ataques terroristas, el calentamiento global, así como los problemas en estado aún incipiente que suscitan la ciencia biomédica proporcionan un nuevo marco de definición del concepto de ciudadanía. En este sentido, la rehabilitación de Turner de su teoría de la corporalidad supone situar la reflexión sobre la virtud cívica en un nuevo campo conceptual; el de la vulnerabilidad del cuerpo y el dolor humano (no sólo el sufrimiento –este, cultural). Por su parte, si atendemos propiamente a la tradición pragmatista, su argumentación en defensa de una virtud cosmopolita se encuentra en que el pragmatismo caracterizó al ser humano como situado prácticamente en el mundo. No hay un ser humano que se enfrenta a un mundo ya constituido, sino que uno y otro se constituyen recíprocamente de manera que en el mundo no hay cosas propiamente dichas sino bajo las formas de facilidades, dificultades, etc., en función de nuestros proyectos. Lo que se acentúa es el extraordinario alcance y significatividad de afirmar la precariedad, falibilidad y fragmentariedad de la experiencia humana en relación con la defensa de la virtud cívica. De la misma manera que la virtud se hace humana cuando se deshace el fundamento divino y teológico de la virtud, podemos decir que ésta se hace cívica desde el momento que hemos perdido todo acceso a la trascendencia y a la verdad entendida en términos fijos, permanentes y absolutos. Cuando todas las formas de conocimiento dependen de las comunidades en las que se forjan, cuando la veracidad de un enunciado depende de los criterios que sirven para sostenerlos, y estos a su vez dependen de las personas entonces adquiere la máxima importancia la formación de las disposiciones humanas que nos habilitan para su logro. Como señala Turner “la inseguridad ontológica (fragilidad, vulnerabilidad y precariedad) crea interdependencia e interconectividad” (Turner, 2000, p 15)
Ahora bien, en la medida que los contenidos de la virtud cívica no están basados exclusivamente en el mantenimiento de la estructuras jurídico políticas sino en la propugnación de un orden moral con pretensiones cosmopolitas se produce la paradójica situación de que el gobierno aparece como garante, circunscrito en su territorio, de un orden moral que no lo está, defendiendo una ciudadanía cosmopolita.
VI. Virtudes cívicas y bienes morales.
El pragmatismo, al reinterpretar la teoría ética desde el punto de vista de la razón práctica, proporciona un nuevo tipo de argumentación en defensa de la relevancia moral de la virtud. Desde esta perspectiva lo que se rechaza es la pretensión de las teorías tradicionales de encontrar un principio único con el que dar cuenta de la vida moral. Como Dewey (LW 5: 280) señalara, de una u otra forma, el defecto de las distintas teorías morales reside en su exceso de teoricismo, la pretensión de encontrar un punto de vista unitario con el que establecer criterios y juzgar lo que está bien o mal, lo correcto y lo incorrecto, con independencia de las contingencias de la práctica y del devenir de las circunstancias. La propuesta de Dewey será subrayar que no necesitamos una razón que establezca reglas, principios y normas sino una inteligencia más atenta y abierta a los distintos elementos que conforman la realidad de la moral y a las demandas que plantea cada situación. Esta interpretación permite poner en primer plano de la teoría ética el papel de las virtudes.
En relación con los bienes morales la perspectiva de la racionalidad práctica significa afirmar la dependencia que los valores tienen de las prácticas desde las que emergen. Esto es una manera de decir que la razón no puede señalar la existencia de bienes objetivos, como si fueran propiedades del mundo, con independencia de las prácticas. Lo que se mantiene es que los bienes son abiertos por las prácticas. Se configuran desde, y a partir de, prácticas que son siempre sociales. Ello no es consecuencia de un nuevo teleologismo que supone que hay una tendencia en la naturaleza humana o en la realidad que conduce hacia la realización del bien sino de subrayar el carácter ineliminablemente evaluativo de la situación en la que nos encontramos los seres humanos. Las acciones, lo mismo que los juicios, tienen en los aspectos significativos de la interacción humana siempre una dimensión evaluativa y normativa. En The Practice of Value, Raz señala que una vez uno se introduce en una práctica hay una cierta precomprensión de cuáles son sus estándares de excelencia, si bien estos son lo suficientemente ambiguos y poco claros para necesitar siempre de interpretación. Ahora bien, el subrayar la emergencia de los valores y bienes desde la experiencia suele presentar la objeción de que estamos ante una forma de relativismo moral puesto que, en buena medida, toda práctica es social y cultural. Pero la recusación de relativismo malinterpreta la posición de Raz. Los valores necesitan condiciones sociales para su aparición pero, una vez aparecen, exceden el ámbito de significado en el que aparecen. Así, señala Raz: “Una vez un valor viene a la existencia se relaciona con cualquier cosa sin restricción. Pero su existencia tiene precondiciones sociales.” (Raz, 2005, p 22).
Tomemos como ejemplo la belleza de la puesta de sol propuesta por Raz. La tesis de Raz es que son necesarias ciertas condiciones que permiten considerar la puesta de sol como bella. La belleza de la puesta de sol es socialmente dependiente. No es dificil imaginar situaciones en las que la estimación de la belleza de la puesta de sol sea prácticamente imposible. De la misma manera es posible pensar en situaciones en que se aprecie una amplitud de matices en el significado de la puesta de sol dependiendo de nuestro concepto del significado de la naturaleza, o de la educación de nuestra educación visual -juego de los colores-, etc. Lo que se pretende indicar es que subrayar la dependencia de los bienes y valores respecto de las prácticas sociales no significa una propuesta subjetivista. La belleza de la puesta de sol no depende del sujeto, o, si se quiere, no puede interpretarse como puesta por el sujeto, pero eso no significa que no haya condiciones de su aprecio y de la extensión de su significado. En todo caso lo relevante, y lo que conecta la perspectiva de Raz con la del pragmatismo, es la consideración de que el problema de la teoría no radica en si la belleza de la puesta de sol es subjetiva o objetiva sino que, experimentada como bella, la tarea consiste en indagar no las condiciones por la cuales la puesta de sol es bella sino el cultivo y cuidado que haga más satisfactoria la puesta de sol. “Deberíamos estar preocupados no con las condiciones de existencia de los valores, sino con las condiciones de acceso a los valores” (Raz, 2005, p 30) Por tanto, la pregunta no es acerca de cómo es que hay valores y de donde surgen, sino qué hace posible su reproducción y ampliación. Así, desde el punto de vista de la racionalidad práctica el problema respecto de los valores y los bienes no es el de su existencia sino el escrutinio mediante el que podamos determinar cuáles de los bienes son verdaderamente dignos de ser perseguidos.
Lo que interesa, en este punto, es poner de manifiesto el significado moral de la afirmación del carácter precognitivo y situado de la experiencia humana y de la tesis de la inmediatez cualitativa. De entrada, tal y como Putnam (2002) ha subrayado, supone rechazar la dicotomía hecho – valor. El ser humano vive en un universo que, puesto que es intrínsecamente cualitativo, es también intrínsecamente valorativo. La experiencia humana es, de suyo, una experiencia estética y moral. Es la inserción del organismo en el medio lo que hace que la discusión sobre la objetividad de los valores adquiera un nuevo significado. Lo que tiene sentido es preguntarse cuáles son las condiciones que nos permiten apreciar los valores y ampliar su extensión y significado. Lo que se niega es que sean puestos por la razón. Lo que se afirma es que la razón tiene un papel en su aseguramiento y la ampliación de su significado.
La discusión sobre la objetividad de los mismos depende ahora de su adecuación a las prácticas. De este modo la presencia del factor subjetivo u objetivo se torna un problema de instrumentalidad para la resolución de los problemas y no una distinción de las cosas en sí mismas. Por ello, el problema moral es el cultivo de las condiciones tanto externas como internas que incrementan el valor y el significado de los bienes. Siguiendo con la analogía de la puesta de sol, entre las condiciones externas estarían, desde luego, cuestiones ecológicas de cuidado del medio y, entre las subjetivas, el desarrollo de la sensibilidad estética y una más amplia comprensión de los conceptos de naturaleza, belleza, etc., que permiten incrementar su goce.
Lo que se trata de mostrar aquí es que los valores tienen una dimensión de objetividad que no es reducible subjetivamente. La negación de la existencia de bienes independientes de la experiencia humana, el hecho de que los encontremos en ella, abre las puertas a un nuevo tipo de objetividad para el que lo central es el desarrollo de la sensibilidad y la capacidad del agente para descubrir en un contexto siempre renovado y cambiante los valores más dignos de ser perseguidos. El origen de los valores es contingente, contextual y cultural, pero, al mismo tiempo, una adecuada sensibilidad permite apreciar la objetividad de los valores más allá de las circunstancias del contexto. La discusión sobre la objetividad de los valores concluye en la necesidad del cultivo de las disposiciones individuales y de las condiciones sociales que lo permiten. Lo que la estimación de los bienes requiere es promover las virtudes públicas y las condiciones sociales que la posibilitan.
VII. Normas y virtudes.
El rechazo del carácter teórico de la razón, y la defensa de un entendimiento práctico de la misma, queda puesto de manifiesto en la tesis pragmática de que la teoría ética no tiene que ver con el hallazgo del conjunto de mandatos que determinan lo correcto. Dado que lo que importa es el punto de vista del actor, y no el del discurso, la cuestión es la especificación del bien o de lo correcto en una situación acción concreta. Fiel a su rechazo a los externalismos, el pragmatismo puede entenderse como un esfuerzo por subrayar que los únicos recursos son los que se ofrecen en el interior de la experiencia. ¿Cuál es entonces el origen de las normas y de los deberes? Para los pragmatistas la norma arranca de la experiencia de la constitución social del yo. Tal y como señalamos a propósito de la antropología de Mead, a través de la interacción el sujeto se constituye a sí mismo en la medida en que se relaciona con el otro adoptando su punto de vista. Es la capacidad de adopción de roles lo que permite nuestro conocimiento del mundo y la constitución de nuestra identidad. Así, Joas señala: “Lo correcto debe surgir porque representa los requerimientos antropológicos universales de la coordinación de la acción social, y estos son inevitables porque están inevitablemente embebidos en la acción en contextos sociales.” (Joas, 2000, 172). En concreto, Joas señala que Mead demuestra cómo “la capacidad de emplear símbolos significantes refiere a cada participante en la comunicación más allá de su inmediatez comunitaria a un mundo virtual de significados ideales” (Joas, 2000,170) En todo caso, es a través de la interacción social que el sujeto aprende a adoptar el punto de vista universalista que constituye el núcleo de la norma.
También aquí, como ocurría con los bienes morales, el punto de partida es algo previo a la razón en el seno de la cual emerge y adquiere sentido. Los bienes son precognitivos, y los lazos sociales surgen como consecuencia del juego de la interacción con el otro que es previo al ejercicio de la reflexión. Es desde la práctica situada de la interacción de la que surgen normas y deberes. Normas y bienes, lo correcto y lo bueno se encuentran en tensión cuando nos encontramos en una situación que calificamos como moral. La tarea de la inteligencia es la mediación de las mismas y la búsqueda de la complementariedad. Las normas tienen el efecto de ampliar la concepción de lo bueno para hacerla válida para los demás, y hacer llevar a cada individuo que algo sólo puede ser bueno si tiene en consideración a los demás. En cada acción – situación las orientaciones irreducibles hacia lo bueno encuentra la autoridad examinadora de lo correcto (Joas, 2000). La complementariedad significa que los bienes permiten que las normas no sean abstractas y arbitrarias mientras que éstas últimas hacen que los bienes no sean algo privado y estrecho. Desde luego el potencial universal de lo normativo no tendría nada que examinar si el agente no estuviera ya orientado a las varias concepciones de lo bueno.
Ahora bien, el hecho de que el deber y la norma no sean contrarios a la situación de partida del ser humano no supone que sean frutos espontáneos de la condición humana. Por el contrario, el razonamiento acorde con los principios que orientan la acción humana exige del cuidado y cultivo de las habilidades del juicio que nos capacitan para la adopción de la perspectiva universalista. En relación con las normas de lo que se trata es del rechazo de la razón deductiva de que es posible encontrar un paradigma de la razón de acuerdo con la cual una vez obtenida determinadas premisas, la regla moral, el comportamiento moral no sería para la razón sino un problema de aplicación. Y esto es lo que se demuestra ser falso pues la dinamicidad de las prácticas no se deja atrapar por el modelo de una razón teórica o una razón deductiva. La tarea de la inteligencia no es la aplicación de un principio, de una regla o una prescripción. Requiere de una tarea creativa del agente para la que las buenas disposiciones son singularmente relevantes. Reconocer el carácter abierto de la acción humana y la capacidad racional de reconstrucción de la realidad implica subrayar la importancia de las disposiciones, y por ello de la virtud, en la tarea de mejora de las situaciones y de perfeccionamiento de lo humano. McDowell ha expresado con claridad la tesis de la relevancia del concepto de virtud para una comprensión no teórica de la moralidad. “Si la cuestión ¿cómo debería uno vivir?, pudiera tener una respuesta directa en términos universales, el concepto de virtud tendría solo un lugar secundario en la filosofía moral. Pero la tesis de la incodificabilidad lo excluye.” (MacDowell, 2003, p 139).
No basta, por tanto, con la apelación a los grandes principios. Podemos saber que la libertad individual o la honestidad son importantes y que de ellas derivamos normas morales, pero su significado no está claro cuando en determinadas circunstancias elementos contrarios confluyen. Cabe remitirse en este punto a la interpretación aristotélica, en la que la norma final proviene de la guía que proporciona el hombre prudente. Pero en el contexto de la filosofía contemporánea la racionalidad prudencial ha sido sustituida por una razón pública, social y experimental. Lo que determina es el debate social reflexivo que mira los principios, se atiene a los hechos y los evalúa en función de sus consecuencias. En este sentido, Dewey señala “El acuerdo universal sobre los principios abstractos incluso si existiera sería valioso solo como preparatorio a la tarea cooperativa de investigar y planificar conscientemente, como preparación en otras palabras, para la reflexión consciente y sistemática.” (Dewey, LW 7: 178)
En conclusión, lo que pone de manifiesto un entendimiento práctico de la norma es su dependencia del desarrollo de las capacidades y disposiciones individuales para adoptar la perspectiva de los otros en un contexto o situación determinado. Y esta capacidad sólo puede ser desarrollada mediante las experiencias correspondientes. El juicio moral es el que atiende a las normas, toma en consideración los hechos relevantes y los evalúa en función de las consecuencias mediante la argumentación pública y abierta. El resultado de la discusión sobre la norma desemboca por tanto en la propuesta de promover experiencias que sean educativas y que desarrollen la capacidad reflexiva y de adoptar la perspectiva del otro.
VIII. El significado pragmático de la virtud
Así pues, la convicción que ha guiado el presente trabajo es que la pérdida de trascendencia, la ausencia de garantía y de certezas, el rechazo a la existencia de fines y bienes absolutos y a las perspectivas esencialistas y teleológicas sobre la naturaleza humana proporcionan un nuevo tipo de argumentación en defensa de las virtudes cívicas. La contingencia de los valores, el hecho de que se hagan posible a través de las prácticas humanas, que su aprecio dependa del desarrollo de una sensibilidad apropiada, que su ser deseable requiera del desarrollo de la capacidad racional humana construida a través de los mecanismos comunicativos de la interacción social dan un nuevo peso a la virtud en el seno de la teoría moral y permite una reinterpretación de la misma a la luz del nuevo papel que se asigna a la racionalidad vista desde el punto de vista de la acción.
La ética pragmatista es una ética contextual que se centra en la situación del agente en una situación que es siempre indeterminada. Puesto que, finalmente, la tarea moral no es una tarea de mera aplicación sino una tarea creativa de un actor situado frente a una situación siempre abierta, es fundamental el desarrollo de aquellas disposiciones que permiten enfrentar mejor las situaciones. Hay que decir la verdad, pero hacerlo supone hacer daño a alguien que está en una situación dificil, y quizás podríamos aplazar contárselo, o incluso quizás no hacerlo. La decisión no es si hay que ser honrado sino qué significa ello en determinadas circunstancias. Lo dificil, como señalaba Aristóteles, es serlo en el caso. En ello, la virtud es determinante no sólo porque permite las condiciones de acceso a la acción que es correcta, la que atiende a los bienes mayores y son compatibles con las exigencias normativas y universalistas, sino, y en esto radica su relevancia, porque permite el tipo de percepción que hace más hábil y certera la decisión. La disposición y hábitos del agente no es sólo una condición externa de posibilidad del ver y entender moral sino un elemento integral en la percepción y el razonamiento moral. Lo que se ha querido defender es que la relevancia de la condición práctica de inteligencia humana desemboca en la propuesta de una ética en la que la virtud juega un papel central. Una teoría ética que hace del actor moral y de sus disposiciones el eje de su propuesta moral se convierte, en el seno de la interpretación pragmatista, en una teoría de la transformación de las condiciones sociales que contribuyen a la conformación de la virtud.
En todo caso, es importante por último advertir que el hecho de haber destacado el papel de la virtud en la teoría moral y política no implica negar el papel que bienes y normas tienen desde el punto de vista de la racionalidad práctica. El problema para una teoría de la acción inteligente no es el de elegir entre el bien o el mal, no es el de aplicación de una norma o de realización de un bien ya conocido sino el de la mediación entre los requerimientos del deber, de nuestras inclinaciones y de las demandas sociales en cada situación concreta que es siempre nueva e incierta. Sin la referencia a bienes objetivos y normas universalizables las virtudes quedarían en el estadio de la moralidad convencional.
La interpretación de la razón desde una filosofía de la acción conduce a la conclusión de que de lo que se trata es de poner las condiciones sociales que facilitan las habilidades del razonamiento por el que prestamos atención a los otros y tenemos en cuanta sus demandas y exigencias y que promueven el desarrollo de las disposiciones y hábitos que incrementan la sensibilidad hacia el bien. La apelación a las condiciones sociales que promueven la virtud se traduce en una llamada de atención sobre la necesidad de modificar las políticas e instituciones públicas para contribuir a la educación moral de la ciudadanía. El test de una democracia se mide por la manera en que las instituciones contribuyen al desarrollo de las virtudes cívicas. Y es que, como ya señalara Dewey, “la democracia tiene muchos significados, pero si tiene un significado moral se encuentra en resolver que el supremo test de todas las instituciones políticas y los compromisos industriales será la contribución que hagan al pleno desarrollo de cada miembro de la sociedad”. (Dewey, MW 12:186)
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“No hemos terminado de repetir a Spinoza: la negación de toda trascendencia. Todo está aquí. Con esto tenemos bastante para sufrir como para gozar. Los otros mundos no son sino modos de ser del único mundo que es el nuestro”. Mariano Peñalver, "Ni Impaciente ni Absoluto o cómo disentir de lo único", Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2004, p. 202
Thursday, June 19, 2008
“John Dewey and the Necessity of a Democratic Civic Education”.
Carlos Mougan. "John Dewey and the Necessity of a Democratic Civic Education". Publicado en John Ryder and Gert-Rüdiger Wertmarshaus (eds) Education for a Democratic Society. The Central European Pragmatist Forum. Ed. Rodopi. Amsterdam. 2006
The education of citizenship has never been an issue so problematic as it is today. Past ages a less controversial topic due to social and political conditions along with cultural and philosophical entailments. So, in the Ancient World there was a social agreement about the meaning of a "good life" and, as a consequence, the promotion of virtues among citizens was an undisputed necessity. Furthermore, for Aristotle the acquisition of some virtues for citizenship was the measure of a good government. Conversely, in the Modern World the new presence of liberalism split the issues of the good life and political questions, so that the building of a people with civic virtues is no longer a public task. In the first modern treatise of civic education, Some Thoughts Concerning Education by Locke, the acquisition of virtues of "gentleman" is a private task and the responsibility for civic education lies exclusively on the family. The attempts of the Modern World to find a common political frame where every one has their own conception of life, the absence of a transcendent point of reference that provides certainty about the meaning of the good life, and the difficulties to agree on some core of values given the diversity of beliefs, drive in this sense of pushing back the possibility of a theory of educational citizenship. The main liberal authors are not dismissive of the importance of virtue within citizenship. They deem that it is not the role of political theory to form a virtuous citizenship, because it breaks or weakens the moral neutrality of political power that is the main guarantee of respect for the rights of individual freedom. In the Ancient Era because of his theoretical excess, and in the Modern Era because of moral restrictions of the main ways of liberalism, both agree in refusing the necessity to provide arguments for an education of democratic citizenship.
At the same time, the transformation of the political theory and the changing social and political conditions converge in the increasing importance of citizenship's meaning. On the one hand, the political theory understands citizenship not only as a right but also as an active commitment with society. The problem with citizenship is not only questions about how to get for every one the same legal status (as typically characterized by Marshall) and how many rights -even the social rights- that state guarantees to us, but the development of a set of virtues which we need for the maintenance of good political order. So, as Kymlicka and Norman noticed, and many philosophers with them, "the promotion of responsible citizenship is an urgent aim of public policy" (1).
On the other hand, the analysis of sociological authors such as Giddens, Lasch and Beck, corroborates this understanding of the individuals within a postmodern society. In Beck's interpretation the advances of our society do not decrease the risks (2). On the contrary the absence of certainty and security is a core characteristic of postmodern society. The solution for Beck is the development of new cosmopolitan consciousness that entails a new interpretation of responsibility, state and justice. In the same sense, Giddens thinks that doubt is not a scientific requirement but a fact provided by scientific development (3). So modernity leaves in the hands of individuals the great questions about the meaning of life. The trends to abandon oneself to routine and to live as everybody else does are strong and as a result critical thought is lost or fleeting. The solution, again, is to provide the citizenship with the capacities for thinking, deciding and sharing responsibilities. Moreover the relevance of a democratic civic education today is shown because every ethical purpose, whatever it may be, calls for the necessity of a citizenship with some specific virtues. Speaking about genetic manipulation, ecology, euthanasia, or any ethical subject calls for an active citizenship that is responsible and aware.
So, the necessity of an education for a democratic citizenship is a convergent demand of advanced societies. Consequently we also need a theory that makes clear its nature, contents, and boundaries. We can define the theory for a democratic civic education as the theory which contains all the theoretical aspects that converge in underlying relevance and importance to promote the civic virtues and values through the public policies. This theory depends on a definite ethical conception of democracy. In this sense the Dewey's philosophy is especially suitable because his way of understanding democracy supplies the grounding for the development of a theory of education citizenship. The following ideas show some requirements of this theory and the adequacy of a deweyan and pragmatic perspective.
1. The private and the public.
The arguments for a democratic civic education encourage us to push back the boundaries of the traditional and liberal distinction between the private and the public. Concern for the moral education of citizenship set up bridges between moral and political areas, that are refused by some considering that it denies the core of liberalism. From a liberal perspective, good and justice, morals and politics are differentiated. So, attempts to get inside the moral from the political or judge the political from ways of understanding good life would reject the most important achievement of modernity, that is, individual freedom. The rationale for a democratic civic education entails to take care of responsibility for the building of individual's virtues, and as a consequence the choice of a pattern of citizenship, the promotion of a way of understanding what it is a good life not compatible with the neutrality of political power. We can distinguish two strategies defending taking away the political from the moral.
Firstly, from the moral side, maintaining that this division is a result of an engagement with a fundamental liberal virtue: individual responsibility (4). The political promotion of virtues confuses social ordered behavior with moral conduct. This makes virtues impossible because it removes individual responsibility for the choice of right way of living or doing. Public policy has to set up conditions that make possible the good life, that is, the capacity of self-determination. But it should not promote a specific version of the good life because to do so would reduce individual freedom and responsibility.
The argument is not suitable because it seems that we are as much better as worse are the environment. Certainly, honesty, loyalty and solidarity, are worthier when grown in opposite circumstances, but we can not agree that they increase in adverse contexts. But, setting this aside, the most relevant consideration for my purpose is to indicate that this line of argument does not notice the relationships between the conditions of the moral and its contents. The self determination ability is more than a condition of morality an important part of an ideal of human perfection that springs up from the capacity of thinking and doing by one's self. We only need to take in considerations how this idea may be different from other ideals of human flourishing like religious foundationalisms or how critical we can be of a society ruled by the values of the open market and consumerism. In this sense, what many liberal authors have forgotten is the social condition of morality. So, in Dewey's perspective we form our values from the goods socially found. Because virtues do not exist before human interplay and there is not any principle that can teach us from outside the good way, we have to accept that the best choice is using our intelligence to evaluate the best goods socially accepted. We can not determine good or bad without depending on social meanings. If we accept that self determination is a politically valuable ideal then we should admit that it has to be socially constructed and, as a consequence, politically promoted. In Dewey`s perspective self determination means to increase the capacity for moral growth and society has to provide the means for the development of individual abilities. The policies committed with individual values can not be morally neutral.
From another point of view the claims to keep apart liberalism from its moral implications have been argued from a perspective exclusively political. The main reference is undoubtedly Rawls, who has defended a more compelling way the idea of a liberalism free from moral charges. In spite of his ideal that the state it has to be morally neutral, especially with regards to religious beliefs, he had to admit in his book Political Liberalism "that justice as fairness includes a notion of certain political virtues" (5). So, Rawls is not so far away from the necessity to educate citizenship in some virtues, and his attempts to reduce the moral meaning of his position are rationally inconsistent. As J. Gray shows, the position of Rawls is only understandable based on protections of the idea of moral autonomy (6). For example, it is clear from his argument against the right of the religious minorities to be scholarly exempt. Rawls defends that the state has the duty to impose the knowledge of the constitutional and civil rights because everyone has to realize the freedom of consciousness and the possibility to refuse communitarian beliefs. The issue is that the state has a commitment with the idea that the beliefs of individuals are their own choice and not a social imposition. But if this is true, the possibility of a political order without moral commitment is getting impossible and a political order based on moral autonomy appears to be the true meaning of the work of Rawls.
The necessity of a democratic civic education requires a political conception that understands democracy as more than an institutional order; this means attitudes, habits, beliefs, and a disposition to collaborate with others. In this sense, Dewey supports that democracy is a way of life, an attitude characterized by openness, sensibility, flexibility and a certain disposition to face the problems of life in collaboration (7). An expanded meaning of democracy that pushes back the traditional boundaries between the moral and the political is a requirement for the developing theory of democratic civic education and Dewey's philosophy focuses on a moral conception of democracy which supplies important resources.
2. Democracy as a way of individual life
To remark on the relevance of a theory of education for democratic citizenship claims to understand that democracy is not restricted merely to the selecting and making of public policy but that it affects all aspects of individual life. Education for a democratic citizenship needs to start with the idea that individuals are, to a good measure, a social construction. It means to refuse as much of the hypothesis of human being as intrinsically good -the noble savage- as, especially, the supposition that human nature is driven by selfishness or self-interest. The education for a democratic citizenship requires considerate that if citizens are passive, socially apathetic, or economically oriented it is not due to natural mechanism but social and educational conditions. So it has be opposed to the traditional liberal idea of an "invisible hand" that fixes socially the worst drives of individuals as it is expressed in the famous mandevillean sentence: “private vices, public virtues”. Education for a democratic citizenship implies to accept that if individuals are well educated, in suitable circumstances and in a favorable environment they will be responsible, concerned for others and social-minded. So it supposes that virtues, as Aristotle said, are not in nature but at the same time are not against her.
In this sense, Dewey stressed that if democracy is a process through which individuals cooperate in the solution of collective problems then this process has effects on the individuals. Democracy understood as a way of life means aside from institutions the building of subjectivity, the acquisition of ideas, attitudes and individuals habits. So, we can say that democracy for Dewey is basically a question of habits, and habits are in an important way a social construction. The ideas are only real if they are incorporated in habits which drive human activity (8). So, for Dewey, we can only have democratic ideas if we live democratically (9). Dewey makes clear that democracy is superficial if we do not incorporate in our attitudes of daily life habits of considering other points of view, to modify our interests considering others, to refuse the privileges and the exclusivity and to use our intelligence as a main way to get cooperatively the solution of our problems.
Because Dewey understands philosophy as a theory of action, he thinks that democracy is not a theory about power but a vital practice, a style of doing. It includes not only beliefs and thoughts, but also desires, feelings and attitudes. So, democracy can not be interpreted as a requirement of subordination of wishes to our reason. Democracy refers to rationality as much as to our emotional life. The political world starts there where the deeds of everyone affects others (10). Our emotional life is collective and affects others to the same degree that our ideas do. Passions, desires and interests, include a socio political dimension. So, we can judge from a normative perspective ideas and emotions. Selfishness is antidemocratic not due to an analysis of ideas but it indicates an attitude that separates, isolates individuals and makes impossible collaboration and cooperation. For the same reason, the perspective of Dewey may be useful to argue for political concern about increasing artistic, cultural and intellectual sensibility. Music, literature, and the other forms of art are singularly important for the democratic construction of self. The esthetical experience gives to individuals a greater sensitivity, more flexible ways of thinking, of understanding other points of view and to see the questions from new perspectives. The democratic process which gives an externalized voice to everyone within society requires intrinsically the ability to put oneself in the place of the others; this in turn depends on an internal attitude. Dewey´s perspective rejects to consider that individuals can have a political self separated from the rest of our identity. This incorporation of the esthetical dimension in his concept of democracy turns more remarkably the position of Dewey towards a theory concerned with the educational citizenship.
These considerations imply the breaking of the traditional liberal walls that isolate the private from public considerations. Dewey argues against the claims to keep apart democracy from areas classically considered private. Estimating that democracy affects the constitution of all aspects of individuality Dewey’s conception of democracy stands in opposition to the defenders not only of the aggregative model of democracy but also of deliberative currents (11). The meaning of democracy spreads out to all the areas where there is interplay of human beings. But to say that democracy exists wherever we find human interaction does not imply the total politicization of individuals or to consider that democracy is the only or main human good. Democracy is the best way to get to human ends, the final goods.
3. Education for a democratic citizenship and the ideal of self-realization
Education for a democratic citizenship is committed with the liberal ideal of self-realization. So, it is important to stress that a theory for a democratic citizenship has a liberal rationale. It means that it has to be considered that virtues can not be politically imposed and are an individual decision. The democratic state is neither morally neutral nor morally impositive. A political liberal order implies that the institutional arrangements aim to facilitate the development of individual capacities. In this sense the theory of Dewey allows to overcome the dualism that splits individual interest and common good. To understand democracy from the point of view of a theory of action makes possible the coincidence between collective and individual interest. The private interest is socially reasonable because individuals are participating with others in the same enterprise. The coincidence of interests is not something mysterious that comes from outside. Our actions are interconnected from the beginning and the democratic process means to be aware of this connection and to transform it for the individuals benefit.
Moreover, Dewey bound democracy with the idea of growth. Democracy is liberal because its goal is the development and the growth of individuality (12). But, as we noticed, the individual does not have a previous structure which organizes the development in conformity with some rules. Dewey stressed the open character and the malleability of humanity. Because individuality is always in a process of self making, democracy is this kind of process that pretends to increase the potentials of individuals. Democracy and education are two faces of the same process of growth. Growth means that there is not an end, that we can not find a point which is the finishing line. Growth indicates a process without end, continuity and openness. So, Dewey underlines that democracy has a character essentially transformative. Democracy, and education for a democratic citizenship, do not have to be interpreted as a way of accommodating the differences, to fix them allowing to everyone to stand in the same position. If we interpreted democracy in this way, then we should think that there are values which can not be discussed or transformed. It entails an absolutist interpretation of values which Dewey denies (13). A full meaning of education within democracy requires that values that need to be taught spring up from the process of cooperation and may be constantly submitted to a public and critical process. Nothing can be a priori excluded from the democratic process and civic virtues do not have another ground that social test. The opposite is to understand values as absolute realities instead of results of previous circumstances.
In brief, the liberal commitment of a democratic theory which makes the education of citizens the core of its position requires more than negative freedom. The liberal requisite is to set up the right conditions that make possible the growth of individuals. The true plurality is not to maintain the actual differences, but the differences which are a product of an unconstrained experience, not guided by routine, prejudices or authoritarianism. In this line of arguments, Dewey thought that democracy is certainly the social organization according with a metaphysical conception of reality as difference, but not with the blind acceptance of previous state of affairs. To make absolute what is different is an antidemocratic perspective because it deepens separation and the absence of collaboration.
4. Democracy and knowledge.
A theory of education for a democratic citizenship supposes a strong entailment between democracy and knowledge. In this sense, this kind of theory is necessarily post-enlightenment. The Modern Age trusted to get an enlightened public opinion because they believed that scientific advance implied the social distribution of information. Underlying this idea was the conviction that knowledge had some moral qualities, intrinsically good. The building of a virtuous citizenship was considered a by-product of the scientific development. But contemporary reflection on values has destroyed bonds between knowledge and good and consequently the bases for the idea of a virtuous citizenship. Update, this idea requires the open promotion of moral habits and virtues and appears as a characteristic challenge for societies technologically advanced.
So, the core of the new relationships between democracy and knowledge springs up from the Dewey's critic to rationalism and intellectualism of modern philosophy. The contingency, fallibleness, and finiteness of the human learning impose a new interpretation of knowledge and truth. Knowledge is seen right now as an element of the action, and consequently acquires the same characters of cooperative enterprise as democracy. Seen from a theory of action, one and another appear to hold the same inherent structure, sustained by the same attitudes: those that are necessary in a collaboration process. Only where there is free exchange of ideas, attention to the experience, removing prejudice, and external authority, may intelligence and wisdom advance themselves. Democracy and science are intertwined, they reinforce each other. The issue is misunderstood when we think that as the idea of transforming citizens into scientists. Dewey´s proposal is that own attitudes of scientific research spread among individuals. In this way intelligence would be the guide of social life and, consequently, democracy becomes incompatible with absolutism or fundamentalism. In democracy, as in science, the guarantee of truth is not the agreement for itself but the fact of openness of arguments and a disposition to modify ideas in contrast with experience. Finally, science and democracy need the public test of consequences, the attention to facts and to evaluate from them. Democratic and scientific attitude require public reply.
Besides, the spread of intelligence to human coexistence discloses the intrinsic relation of democracy and education. The link between democracy and education is a strong point in Dewey's philosophy. Democracy exists only if it is educative and, by the same token, education exists only if it is democratic (14). Clearly, Dewey understood education has a wider meaning than scholarship (15). Education is essentially communication and every social life is communicative. Rules and laws, altogether with mass media, propaganda, leisure, etc., are educative because they contribute to form habits, and in this way, beliefs, feelings and thoughts. Education is to show how questing for solutions should be a cooperative enterprise. So, we can judge institutions and social organizations democratically, to the extent that helps increase perspectives, empower our capacities and enhance our interests. Understood as growth, the most part of our life is educative because communicates to others and this contributes to form their habits. As it is educationally well known, we can not transmit habits by theory or by words. To build habits demands more of deeds and examples than of words. Furthermore, we can judge the democratic level of a country depending how much their citizens have habits of cooperation, solidarity and see the other citizens as collaboratives and not as competitors.
In brief, the link between democracy and education claims to reject the liberal idea that political order does not need, or demands very few, civic virtues in its citizens. Democracy for Dewey means that individuals acquire personal habits and attitudes. The moral meaning that Dewey sets out for democracy provides the basis for a theory of education for a democratic citizenship.
NOTAS:
1. Kymlicka, W. y Norman W.: "Return of the Citizen: A Survey of recent Work on Citizenship Theory". Ethics, 104, 325 - 381. 1994.
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3. Giddens, A. Modernity and Self-identify. (Basil Blackwell. 1991)
4. As for example Den Uyl, Douglas. "Liberalism and virtue" in Public Morality, Civic Virtue and the problem of modern liberalism. (Boxx, W. y Quinlivan G.M. Eds. Eerdmans Publishing Company. 2000).
5. Rawls, J.. Political Liberalism. (Columbia University Press. 1993) p. 200
6. Gray, J. Liberty and Human Nature in the liberal tradition. (The British Library. 1979)
7. Dewey, J “Creative Democracy: The task Before Us”. LW 14: 224 – 230.
8. Dewey, J. “The Place of Habit in Conduct”, HNC, MW 14:13 – 60. Dewey spells out in The Public and its Problems (PP), LW 2:335-339 the political and democratic meaning of habits.
9. Dewey, J. PP, LW 2:368
10. Dewey, J. PP, LW 2:328
11. J. Shook, “Deliberative Democracy and Moral Pluralism: Dewey vs. Rawls and Habermas” in Deconstruction and Reconstruction, The Central European Pragmatist Forum, Volume Two. (Rodopi Editions, 2004). Pp 31 – 43.
12. Dewey, J. MW 12:186
13. Shook, ibid, p. 34, and Hickman, L. "Dewey's Pragmatic Technology and Community of Life" in Rosenthal. Classical American Pragmatism. (Illinois, University of Illinois Press. 1999) P. 32
14. Dewey, J. LW 13:294
15. Dewey, J. “Education as a Necessity of Life” in Democracy and Education, MW 9: 4- 7
Hacia una teoría de la educación para una ciudadanía democrática
HACIA UNA TEORÍA DE LA EDUCACIÓN PARA UNA CIUDADANÍA DEMOCRÁTICA.
Por Carlos Mougán
1. ¿Por qué una teoría de la educación para una ciudadanía democrática?
La educación de la ciudadanía adquiere hoy una significación y una relevancia desconocida hasta ahora. Y no es que en el pasado no se haya planteado esta cuestión. Se trata de que las circunstancias sociales, culturales e históricas y los supuestos éticos, políticos y filosóficos de las épocas anteriores hicieron de éste un asunto relativamente poco controvertido. Así, por ejemplo, en la antigüedad, y en la medida en que la teoría política tenía como objetivo la promoción de la virtud y que existía un cierto acuerdo sobre aquello en lo que consistía la vida buena, la necesidad de formación de una ciudadanía virtuosa aparecía como indiscutible. Para Aristóteles y, aun con las limitaciones impuestas por una concepción restringida y jerárquica del ser humano y de la ciudadanía, la adquisición de virtudes por el ciudadano constituía la verdadera medida del buen gobierno. Más allá de los matices y de las diferencias que podamos encontrar entre unas posiciones filosóficas y otras, formar a los ciudadanos en la virtud era un punto de encuentro entre las distintas teorías éticas y políticas de la antigüedad. En la modernidad, la separación de las cuestiones de vida buena de las cuestiones políticas, consecuencia de la entrada en escena del individualismo liberal, supone el cuestionamiento de la idea de que la formación de una ciudadanía virtuosa es una tarea pública o política. El referente más claro de la nueva perspectiva es el de Locke. En lo que resulta ser el primer tratado moderno sobre la educación del ciudadano, Pensamientos sobre la educación, la formación en las virtudes del "gentleman" son un asunto privado responsabilidad de la familia. Las aspiraciones a la construcción de un marco político que diera cabida a la diversidad de visiones comprehensivas de la realidad, la ausencia de un marco teórico sobre fundamentos trascendentes que proporcionara la certeza acerca del significado de la vida buena y la dificultad de conjugar en la práctica la diversidad de convicciones conformando un núcleo común de valores sustantivos empujan en la dirección de negar la posibilidad misma de una teoría de la educación de la ciudadanía. Bajo la perspectiva del liberalismo no es tanto que no se considerara necesario que la ciudadanía adquiriera determinadas virtudes sino que se entendía que la adquisición de las mismas no dependía, ni debía depender, del desarrollo de una teoría política que exigiera la formación de una ciudadanía virtuosa pues supondría debilitar la neutralidad moral del poder político que constituye la garantía del respeto a las libertades individuales. Sea, en la antigüedad, por su demasía teórica, sea, en el sentido inverso, por las pretensiones morales autorrestrictivas de determinadas formas de liberalismo, ambas perspectivas niegan la posibilidad de desarrollar una "teoría de la educación para una ciudadanía democrática", en adelante TECD, que las nuevas condiciones sociales y políticas y una revisión de los supuestos teóricos y prácticos de la modernidad exigen hoy.
En el ámbito de la teoría política los análisis sobre el concepto de ciudadanía parecen converger de manera creciente en la necesidad de incorporar como un dato central de sus propuestas que ser ciudadano exige la adquisición de un conjunto de virtudes, la identificación con un conjunto de valores sin los que el mantenimiento de un orden social liberal y democrático se hace insostenible. La tesis supone una revisión profunda del concepto de ciudadanía tal y como lo entendió la tradición liberal, para el que la ciudadanía consistía en la posesión de un estatus legal que convertía al individuo en miembro de una comunidad política. Más aún, una parte significativa de la tradición liberal consideró que se podría asegurar una democracia liberal sin la necesidad de que los individuos fueran especialmente virtuosos . La revisión del concepto de ciudadanía que se viene realizando desde la última década del siglo XX desplaza la cuestión indicando que no se trata sólo de la extensión de los derechos civiles, a los políticos y sociales cómo la tradición política ha acordado. En su análisis del concepto de ciudadanía Kymlicka y Norman muestran cómo el marco teórico de la ciudadanía que ha servido como referente hasta ahora, el propuesto por Marshall , necesita ser ampliado. Si para Marshall la cuestión es cómo conseguir que cada individuo sea tratado como un miembro igual de la sociedad, lo que requería el incremento del número de derechos amparado por del modelo del estado del bienestar, hoy este enfoque exige ser complementado por el ejercicio de responsabilidades y virtudes ciudadanas. La ciudadanía ya no es sólo un estatus, un derecho que se ejerce de manera pasiva sino un compromiso activo con la sociedad sin el que el orden liberal termina por convertirse en un orden impositivo. La exigencia del desarrollo de una serie de virtudes necesarias para el buen mantenimiento de la sociedad ha pasado a ser una reclamación común a las distintas corrientes de pensamiento político. También en el seno de la teoría liberal, cuyos argumentos analizaremos más tarde, si bien la legitimación, contenido y alcance de la promoción de virtudes cívicas es objeto de fuertes discrepancias . En todo caso, la necesidad de aclarar el contenido y los límites de una teoría que aborde la formación y consecución de virtudes ciudadanas, de una teoría de la educación de una ciudadanía democrática es, en opinión de estos autores, un "urgente objetivo de política pública" .
La exigencia de una TECD viene avalada no sólo por los derroteros del discurso y la práctica política. La interpretación del proceso de modernización por parte de la teoría sociológica también apunta a nuestro entender en esta dirección. Así, por ejemplo, Beck ha puesto de manifiesto que la distribución de responsabilidades, la ampliación de las mismas, es un rasgo central de nuestra época. Los individuos se ven obligados a dar cuenta de numerosos problemas que no son causados por su acción directa sino por su inacción. El tema es que la ciudadanía implica que los individuos en las sociedades tardomodernas tenemos que hacernos responsable no sólo de lo que hacemos sino también de todo aquello que nos podría suceder y respecto de lo que no tomamos medidas preventivas. Lo importante para nuestro tema del análisis de Beck es que enfatiza que el avance en los conocimientos no solventará nuestros problemas, puesto que no se trata de que no conozcamos todavía, sino que somos incapaces de conocer como consecuencia justamente del desarrollo del saber experto. No podemos entender el conocimiento como algo que puede y/o debe quedar en manos de los expertos pues, a juicio de Beck, la eliminación del riesgo y la incertidumbre no son solucionables con más conocimiento. Esto significa que la toma de decisiones por expertos no supondrá científicamente la eliminación de los riesgos. Es característico de la modernidad reflexiva que nadie podrá venir a indicarnos cuál es la solución correcta. La alternativa a la que apunta Beck pasa por forjar un nuevo un nuevo tipo de conciencia ciudadana cosmopolita global, que se vincula en torno a la toma de conciencia del riesgo. De ahí la importancia que concede a la opinión pública. Puesto que la nuestra es una sociedad de “irresponsabilidad organizada”, el tipo de problema que se plantea sólo puede ser respondido desde la mentalidad de una “ciudadanía mundial autoconsciente” que supone una nueva forma de interpretar la responsabilidad, el estado, la justicia, etc..
También Giddens abunda en esta dirección cuando señala que la duda metódica ha dejado de ser un elemento preliminar de la investigación científica para convertirse en elemento consustancial a la misma, provocada por el mismo desarrollo científico y técnico. Pero Giddens va más allá indicando que la modernidad ha significado a su entender el secuestro de importante ámbitos de la experiencia humana. La ampliación de posibilidades y de desarrollo y construcción del yo supone que vuelven a aparecer como decisivas las preguntas ontológicas y morales fundamentales que habrían sido postergadas por la modernidad . El propio proceso de la modernidad acaba por dejar en manos de los individuos las cuestiones decisivas para su propio desarrollo. Ahora bien, en el contexto de incertidumbre predomina la tendencia a entregarse a la rutina y a favor de ciertos estilos de vida preestablecidos. Lo que hay, entonces, es una renuncia al ejercicio del pensamiento crítico. Las tesis de Giddens sobre la modernidad confirman la importancia de una TECD, puesto que pone de manifiesto la necesidad de una formación que nos permita encarar la compleja trama de decisiones que afectan al proceso de constitución y desarrollo del yo, de la exigencia de la toma de conciencia por parte del ciudadano, de su capacidad para deliberar, decidir y tomar responsabilidades. La TECD es una teoría postmoderna en la medida en que los relatos y los factores externos que han conformado en la sociedades tradicionales y modernas la identidad personal se han desvanecido .
En el ámbito de las teorías éticas, la TECD tiene que mostrar la racionalidad de una propuesta de valores y la defensa de un conjunto de virtudes sobre la base de argumentos públicos, intersubjetivos y no trascendentes. Se enmarca, pues, en el esfuerzo por la recuperación del lenguaje moral, del lenguaje que hace posible el discurso racional acerca de la virtud. Ahora bien, una teoría centrada en torno a la virtud en su dimensión cívica tiene que partir de supuestos diferentes de aquellos en los que se asentaban las teorías sobre la virtud en el pasado. De un lado, la teoría clásica de la virtud, singularmente la aristotélica, pese a contener elementos irrenunciables para todo teorizar acerca de la virtud, en especial en su referencia al carácter contextual de la virtud y a la naturaleza de ésta como hábito, modo de ser, etc., no puede resultar hoy válido al no reconocer el elemento individual y temporal de la autorrealización moral. Lo individual pues el modo de pensar antiguo al anteponer lo social a lo individual supeditaba éste a lo primero, lo que resultaba alienador respecto de las posibilidades del individuo y su singularidad. De la temporalidad porque no reconoce el carácter efímero y contingente, también en su vertiente social, de los valores morales y de su realización. De otro lado, la teoría clásica del individualismo liberal tampoco resulta adecuada hoy, pues la virtud no requiere ya de fundamentos trascendentes o intemporales, tampoco los basados en la naturaleza o racionalidad humana. El individualismo liberal también habría permanecido incapaz de reconocer el carácter contingente, histórico y social de la virtud. Al intentar restringir el alcance moral del discurso político o bien ha privatizado la moral o la ha reducido a un minimalismo incapaz de sostener un discurso moral significativo acerca de la virtud cívica.
Desde hace algún tiempo la teoría ética se ha venido esforzando por encontrar un espacio para las virtudes cívicas. En el caso español las referencias más conocidas son las de autores como V. Camps, S. Giner, A. Cortina, A. Valcarcel, E. Guisán, R. Carracedo, etc., que desde distintas posiciones han argumentado a favor de la necesidad de una educación ciudadana. La perspectiva que aquí se defiende parte de considerar que la moral y las virtudes cívicas se generan a través del proceso democrático . El punto de vista adoptado es pragmático al reconocer la prioridad de la democracia y sus valores de manera que la argumentación ética no busca los fundamentos trascendentes en los que apoyarse para una justificación de los mismos sino que, reconociendo el carácter de construcción histórica y social que la democracia y los derechos humanos tienen, analiza los problemas a los que hacen frente aportando las razones y los argumentos más pertinentes al caso. Como al aludir a las disputas del liberalismo con el ecologismo, el feminismo, etc.., pondremos de manifiesto, la TECD es pragmática puesto que permite la defensa de determinadas virtudes con independencia de los argumentos últimos que en defensa de las mismas se puede esgrimir. La conveniencia de tales virtudes se basa, en consecuencia, en argumentos de orden político y social.
El discurso contemporáneo de la virtud emerge del reconocimiento de que rasgos como pluralismo, contingencia, fragilidad y falibilidad no son un obstáculo para el discurso moral, sino la fuente que los articula sobre una renovada concepción del mundo y de la realidad. Esta conceptualización moral implica considerar que las virtudes son, en cualquier caso, aprendidas, y por ello reaprendidas cada vez por cada generación y por los individuos que la componen. Son frágiles, pues nada ni nadie puede asegurarnos su perdurabilidad y permanencia en el tiempo y contingentes, pues su significado se va modificando con la aparición de nuevos problemas (aún si guardan viejos nombre las virtudes cambian de significado con el transcurrir de los tiempos). Son contextuales puesto que su significado debe ser redefinido en función de las circunstancias, y falibles pues nacen no de la convicción de estar en posesión de la verdad y de la certeza moral, sino de la posibilidad de la discrepancia y del error. Pese a ello, guardan una densidad de significado que es producto de un doble aspecto. Como todo discurso moral nace de la negatividad, del aprendizaje humano del dolor, del mal que puede ser evitado. Pero, además, aunque nazca como rechazo apunta en una dirección de transformación de la sociedad y del mundo. Tolerancia, responsabilidad, lealtad, austeridad son formas en las que queremos que se transforme la convivencia humana y son, cada una a su manera, formas de realización de los valores de libertad e igualdad.
La importancia de la TECD se muestra en que no hay propuesta ética que no pase, hoy en día, por descansar en la necesidad de que el ciudadano desarrolle determinadas virtudes. Sea que estemos tratando de la democracia, el consumo, la manipulación genética, el comercio justo o la ecología, todas ellas exigen un cuidadano activo que toma parte en las decisiones, que se hace consecuente de la consecuencia de sus acciones y que elige en función de argumentos que tienen en cuenta a los demás.
En otro sentido la TECD es también, y necesariamente, una teoría postilustrada. La época moderna confió en la formación de una opinión pública ilustrada, confianza que se encontraba amparada en que el avance científico permitiría la distribución social de los conocimientos. Las virtudes ciudadanas, suponía el liberalismo de corte ilustrado, vendrían de la mano de la propagación de los conocimientos. A dicha formación del público ilustrado, le subyacía una concepción optimista del conocimiento a la que se atribuía cualidades intrínsecamente morales. La formación de las virtudes morales del pueblo debían ser producto del desarrollo científico. Puesto que la reflexión contemporánea ha puesto en cuestión la vinculación entre conocimiento y bien, las bases sobre las que se asentaba la formación de un público ilustrado y cívico se han vuelto insostenibles. La necesidad de la formación de un público virtuoso exige, entonces, la promoción explícita de hábitos y virtudes morales, y la formación moral de la ciudadanía aparece como un reto que es característico de las sociedades tecnológicamente avanzadas.
En resumen, la TECD parte de la convicción de que no hay solución para los problemas sociales, políticos y morales que no pase por una nueva forma de conciencia ciudadana que implique pensar de manera distinta la relación del individuo con la sociedad, el estado y el poder. La raíz de una TECD es la convicción de que la educación es el principal medio para la consecución de una ciudadanía virtuosa. El terreno de una TECD queda así enmarcado entre dos posibilidades que niegan su sentido. De un lado, la TECD rechaza la tentación prohibicionista, al considerar que para evitar que la gente adopte determinadas actitudes no hace falta más que prohibirlas. Sobre esto quien nos enseña es J.S. Mill. Al estimar básico el ejercicio de la libertad, la TECD hace suyo los principios liberales expuestos por Mill considerando que es preferible cualquier decisión con la condición de que haya sido realizada voluntaria y autónomamente. De otro lado, la TECD tiene que rechazar la tentativa abstencionista, esto es, la idea de que al no entrometernos en las actividades de los individuos estamos protegiendo su libertad. Sobre ello, el autor de referencia es Durkheim al señalar que el individuo necesita de un orden moral y social sin el que se encuentra perdido.
La cuestión a dilucidar es, ahora, cuáles son los apoyos éticos y políticos, los argumentos filosóficos que apoyan la TECD y los contenidos y los límites que ha de tener tal teoría.
2. Justificación filosófica de la teoría: algunos requisitos básicos.
Al hacer del centro de sus preocupaciones la educación moral de la ciudadanía la TECD establece puentes entro lo político y lo moral que son rechazados por algunos al considerar que ataca al núcleo mismo del liberalismo. Según la visión usual el proceso moderno ha sido un proceso de escisión de las distintas esferas que aparecían confundidas en el mundo antiguo. Así, en el caso que nos ocupa, se trataría de que el bien y la justicia, o si se quiere la moral y la política, pertenecen a ámbitos distintos. Los intentos de penetrar en el ámbito de la moral desde la política, o de juzgar la política desde la realización de formas de vida buena, se entiende que niega la gran conquista de la modernidad y el santo y seña del liberalismo, esto es, la libertad individual. Defender la necesidad de una TECD significa ocuparse de la formación de las virtudes del individuo, lo que supone la elección de un modelo de ciudadano y, con ello, la promoción de un modo de entender el bien incompatible con la neutralidad de los poderes públicos.
La defensa de esta separación y autorrestricción moral de lo político ha seguido diversas estrategias. Así, de un lado, se realiza justamente en nombre de la preocupación por la formación de las virtudes y de la moral. Den Uyl sostiene , por ejemplo, que la posición liberal exige la completa separación de lo político frente a lo moral, lo que, a su entender, es producto no solamente del compromiso político con la libertad, sino también consecuencia de la convicción de que es la teoría máximamente consistente con una robusta convicción moral, aquella que hace de la responsabilidad individual el punto de partida de la virtud. Desde su perspectiva, las políticas destinadas a promover la virtud confunden la conducta socialmente ordenada con la conducta virtuosa. Lo moral es más y de otra índole que lo social, y la política agota su misión en la protección de las condiciones que hacen posible la virtud, esto es, la capacidad de autodeterminación. Su tesis, en definitiva, será que la promoción política de la virtud arruina su posibilidad misma al reducir la responsabilidad del individuo en la elección del modo de vida correcto. El argumento no parece muy plausible pues hace depender a la acción moral de un componente externo, ajeno a ella. Por la misma pendiente de acentuar el mérito de la acción individual en ausencia de condicionamientos externos que la favorezcan se podrá acabar en la idea de que cuanto peor mejor, es decir, cuantas más dificultades se pongan a la moralidad más brillará la misma. Es posible que la honestidad, la lealtad o el interés por los demás sean virtudes más meritorias en personas que han crecido en un medio hostil a las mismas, pero parece difícil aceptar que prosperan más y mejor si no se encuentran empujadas por las circunstancias con el argumento de que es, entonces, cuando son verdaderamente queridas o elegidas libremente. Por lo demás, lo que Den Uyl no señala son las relaciones entre las condiciones metanormativos propias, según él, del liberalismo, que no nos señalan ideal alguno de perfección humana, y los principios normativos que aspiran al ideal de perfección humana. Pues, sin dejar de reconocer que la moral tiene un componente individual que no puede ser absorbido ni invadido socialmente, no resulta menos obvio que la moralidad está, de un lado, condicionado socialmente y, de otro, tiene consecuencias para la conformación política de las sociedades. Así, aunque señala, correctamente a nuestro entender, que lo propio de la política es proteger la capacidad de autodeterminación de los individuos no ve que la defensa de dicha capacidad está vinculada, se quiera o no, con un compromiso moral. La autodirectividad es, más que una condición de la moralidad, una parte del ideal de perfeccionamiento humano, pues si aquella consiste en la capacidad que tienen los individuos de decidir acerca de las formas de pensar y obrar de uno mismo, teniendo como base una información relevante sobre el medio que nos pone en condición de optar entre distintas posibilidades, se habrá de concluir que ello excluye muchos ideales de perfeccionamiento humano, véase, los fundamentalismos religiosos, pero también la entrega incondicional a una sociedad regida por los valores del consumo y del mercado. Querer una sociedad de individuos que sean capaces de distanciarse del imperativo social, y piensen, elijan y actúen de un modo propio, supone, quiérase o no, señalar un horizonte moral como guía de las actuaciones políticas.
Desde otro ángulo, las pretensiones de deslindar el liberalismo de sus implicaciones morales, y la consiguiente recusación de una TECD por traspasar el horizonte del mismo, ha sido realizada desde una perspectiva estrictamente política. Sin duda, el autor de referencia es necesariamente Rawls, quien ha defendido de manera más convincente la necesidad de un liberalismo exclusivamente político. Ahora bien, ha sido él mismo quien ha apuntado la necesidad que tienen las instituciones liberales, para su sostenimiento, de un conjunto de virtudes sin las cuales no puede sobrevivir. De este modo señala:
"Así, la justicia como equidad incluye una noción de determinadas virtudes políticas -las virtudes de la cooperación social equitativa, por ejemplo: las virtudes de civilidad, de tolerancia, de razonabilidad y del sentido de la equidad. Lo crucial aquí es que la admisión de esas virtudes por parte de una concepción política no desemboca en el estado perfeccionista de una doctrina comprehensiva" .
La admisión de la existencia de virtudes cívicas en la ciudadanía acerca a Rawls a posiciones republicanas, pues, presupone y exige la existencia de una "moral cívica". Rawls entiende que esta moral cívica, por un lado, existe y es producto de la experiencia común y del pasado que se ha venido sedimentando en el seno de la ciudadanía y, por otro, entiende que ha de ser fomentada desde las instituciones y la educación pública pues son una condición del orden liberal. Aún cuando, a su entender, como señala en el texto, ello no supone romper su principio de imparcialidad moral y de la neutralidad del estado, el reproche de indoctrinación y de ruptura del principio de neutralidad del estado se desprende lógicamente desde aquella afirmación. Tanto desde la posición de aquellos que quieren defender un liberalismo fuertemente antiperfeccionista y quieren distanciarse de la posición de Rawls, como desde la de aquellos que consideran que el liberalismo está más comprometido moralmente y desean situar a Rawls en sus filas, se han esforzado en señalar la incoherencia entre la promoción de las virtudes ciudadanas y la pretensión de situarse a igual distancia del ideal de autonomía moral ilustrado y del fundamentalismo religioso.
No sólo se trata de mostrar que la posición de Rawls es implausible sin la asunción un punto de partida moral que se sustancia en la necesidad de promover determinadas virtudes cívicas, sino que, además, dicha promoción de las virtudes sólo es sostenible si se entiende que Rawls está protegiendo el principio de autonomía . Así, por ejemplo, las imposiciones que se pueden imponer en materia educativa a los miembros de las sectas religiosas y que incluyen "cosas tales como el conocimiento de sus derechos constitucionales y civiles" se justifica con el objetivo de que lleguen "a saber que existe en su sociedad la libertad de conciencia, y que la apostasía no es un crimen legalmente perseguible" . Se trata de garantizar, por tanto, que los miembros de los grupos minoritarios tengan asegurado el derecho de salida, un punto acerca del que la mayor parte de los liberales se muestran de acuerdo. Pero el reconocimiento del derecho de salida tiene implicaciones normativas que van más allá de la aceptación de la diversidad de concepciones existentes. En el caso de Rawls la defensa de la libertad de conciencia está asociada a la idea de que los individuos pueden y deben tener la posibilidad de revisar sus propias concepciones del bien, lo que a su vez no es posible sin el ejercicio de la razón. Es decir, para Rawls, la sociedad debe garantizar a los individuos que sean cuales sean los valores, objetivos o modos de vida que persigan estos han de hacer sido examinados racionalmente. Así lo ha demostrado en un artículo dedicado a este punto M. Toscano quien señala: "No se trata solamente de que nuestras creencias sean verdaderas, nuestros fines buenos o nuestras acciones sean correctas, sino de que lleguemos a saber por qué lo son, pues sólo de esa forma serán nuestras propias creencias o nuestros propios fines" . Si esta interpretación es correcta la autonomía moral permanece como el verdadero trasfondo de la obra de Rawls. La deuda milliana de Rawls resulta entonces inevitable y la propuesta de separar su liberalismo político de implicaciones morales comprehensivas inviable.
Más satisfactorias para una TECD que las propuestas de Rawls lo son la de aquellos autores liberales que han entendido que el núcleo del liberalismo es la defensa de un conjunto de valores que conformarían dicha tradición. Así, por ejemplo, es el caso de Galston, quien sostiene que la característica más definitoria del liberalismo es que permite la más amplia oportunidad posible para que los individuos definan y conduzcan su vida como más conveniente les parezca. Pero para sostener y defender la diversidad es necesario circunscribirla. No se puede atender a la diversidad sin atender, al mismo tiempo, a sus precondiciones institucionales; según la expresión latina "non pluribus sed unum". Aunque comprometido con la libertad, el estado liberal necesita de las virtudes que la hacen posible, y estas virtudes no son connaturales al ser humano sino que necesitan ser cultivadas. Así, Galston concluye que "en una extensión difícil de medir pero imposible de ignorar, la viabilidad de la sociedad liberal depende de su capacidad para engendrar una ciudadanía virtuosa."
Ahora bien, en la medida en que acentúa que el propósito del liberalismo es la diversidad, la defensa de las virtudes cívicas que hace Galston , y en su misma línea otros autores como Macedo, Larmore, Flathman etc., resulta manifiestamente insuficiente. Al reconocer la necesidad que el orden social tiene de la existencia de un conjunto de virtudes cívicas, el liberalismo propositivo marca el terreno por donde debe transcurrir la TECD, pero al subordinar el valor de la autonomía se torna incapaz de argumentar en favor de la promoción de algunas de las virtudes cívicas que son centrales para una TECD. En este sentido, es probablemente J. Raz el autor más sugerente en este terreno, puesto que actualiza la línea de pensamiento marcada por Mill en la que se apunta al ideal de una sociedad conformada por individuos caracterizados por la capacidad reflexiva. La tesis que se defiende es que la autonomía no es un ideal moral avasallador que pone en cuestión la pluralidad de una sociedad liberal, sino la condición sin la cual no puede haber ejercicio mismo de la libertad. Resulta inadmisible hablar de libertad sin al mismo tiempo garantizar que la elección es producto de una decisión del individuo en condiciones de una, al menos relativa, ausencia de coerción, conocimiento de la situación y posibilidades alternativas . Y la existencia de dichos conocimientos y de dichas posibilidades alternativas tiene que ser establecidas socialmente. Para que podamos decir de un individuo que es dueño de sus actos, más allá de su propia declaración, tendremos que buscar un contexto social objetivo que lo haga plausible. Sirva, como ejemplo de lo que se quiere decir, que, al abordar problemas como el de la igualdad de género es manifiesto que la cuestión no es qué opina el sujeto supuestamente oprimido, pues los temas de disonancias cognitivas, preferencias adaptativas, etc., puede llevar a muy diversos estados de opinión, sino cuál es su opinión una vez que se dan determinadas circunstancias entre las que destaca el conocimiento de lo alternativo y la posibilidad real de optar por caminos contrapuestos. En este sentido, la defensa de una TECD ha de servir para proporcionar los conocimientos y las actitudes necesarias para garantizar que la sociedad no actúa de manera impositiva o adoctrinadora. Una parte importante de los contenidos de la TECD suponen valores y conocimientos alternativos a los que una sociedad regida por el mecanismo de mercado y del beneficio económico transmite. La TECD tiene que ser una teoría liberal que pretende que los ciudadanos sean adiestrados en el ejercicio de la razón y en la capacidad de reflexión individual, pero ha de transitar por un terreno que se encuentre tan distanciado de la política del "laissez faire" moral del liberalismo que se proclama neutral y defensor del abstencionismo moral del estado, como de las políticas impositivas del bien ancladas en las pretensiones comunitaristas de una educación centrada en un conjunto de valores heredados por la tradición.
Sin duda, la tradición de pensamiento que más ha acentuado la importancia de la formación de una ciudadanía virtuosa ha sido la republicana. En este sentido los autores de inspiración son Aristóteles y Maquiavelo quienes habrían señalado la necesidad que las leyes tienen de buenas costumbres. La importancia de disponer de una ciudadanía virtuosa, esto es, de un público que se comporte con buenas costumbres es un lugar común de la tradición republicana. De este modo, podemos decir que la idea de virtud cívica ha sido sostenida históricamente por aquellos que han entendido que la libertad de los individuos sólo es sostenible si viven bajo una república que ellos mismos gobiernan . La libertad no es exclusivamente en la tradición republicana una cuestión referida a los derechos individuales y a la ausencia de interferencia, sino también al cumplimiento de deberes públicos y al desarrollo de virtudes cívicas. Más aún, Pettit señala que, una parte importante de la tradición republicana, ha hecho del eje de la misma no el concepto de libertad, sino el de la necesidad de la virtud ciudadana, de la adquisición de un conjunto de buenos hábitos o, en expresión del mismo Pettit, de civilidad . En todo caso, sea ese el núcleo o no del republicanismo, es la misma concepción de la libertad como no dominación la que exige la formación en los valores cívicos. La concordancia entre normas cívicas y leyes positivas se convierte en una exigencia puesto que "cuando las leyes imperan desconectadas de las normas cívicas, la gente tiende a respetar la ley y desistir de interferencias arbitrarias en la vida de otros sólo cuando los costes, jurídicos y de otros tipos, de interferencia desbordan a los beneficios. La gente respetará las leyes con reluctancia, tal vez con resentimento, no poseída de un sentido de lo que exige la civilidad. Pero eso significa que la observancia de la ley llegará a ser tan contingente de las circunstancias, y tan poco voluntaria, que la ley quedará prácticamente inerme en punto a establecer el estatus no-dominado de las personas."
Lo que la TECD desea recatar del republicanismo es la necesidad de la extensión de las virtudes cívicas para el mantenimiento de una sociedad libre. La tesis básica es que sin la "virtu" el régimen político degenera y la libertad de los ciudadanos termina por verse socavada. En este sentido, la TECD es necesariamente una teoría que sobrepasa el marco de una concepción meramente negativa de la libertad, puesto que la necesidad de que los ciudadanos sean virtuosos descansa sobre la idea de que a lo largo de sus vidas los cursos de acción dependan de uno mismo y no de otros. En la concepción de virtud que aquí se quiere sostener, una concepción de raigambre liberal, la virtud del ciudadano ha de consistir en el desarrollo de aquellas capacidades que le hacen más dueño de sí mismo. De ahí que resulte relevante la idea republicana de que la libertad, y con ella la virtud, implique no caer en una situación de evitable dependencia de la benevolencia de otros. Las virtudes a las que hace referencia la TECD son cívicas porque están fundadas en la defensa de un determinado orden social y sus valores, pero esta defensa no es impositiva porque es un orden social destinado a la promoción del desarrollo de posibilidades individuales. Considerar que la promoción de la autonomía y de la virtud cívica no sólo son contrapuestas sino que van estrechamente vinculadas es la propuesta central de R. Dagger. Así lo ha puesto de manifiesto al defender la idea de una educación liberal republicana: "una educación liberal republicana intentará capacitar a la gente a gobernar sus deseos y pasiones de modo que puedan vivir como individuos autónomos en comunidad con otros individuos autónomos" . Una parte importante de la legitimidad de una TECD pasa por adoptar una posición que supere la dicotomía entre educación liberal (destinada a formar a los individuos en la autonomía) y educación cívica (destinada a hacer buenos ciudadanos).
Ahora bien, la TECD no tiene que asumir que la necesidad de la propagación de la virtud cívica sea una fuente de legitimación de la imposición legislativa de la virtud. La TECD tiene que compartir la idea de que el estado debe intervenir para posibilitar, mediante prácticas educativas, el desarrollo de la virtud cívica. Pero ha de marcarse, aun reconociendo la dificultad que en ocasiones puede existir para señalar los límites, la diferencia entre la promoción legal de la virtud y su imposición coactiva. Esta distinción resulta básica para la legitimación liberal de la TECD. Es esencial, para poder considerar que la TECD es una teoría liberal, el considerar que la virtud ha de ser abrazada voluntariamente y no impuesta coercitivamente. En este intento de conjugar la dimensión cívica y liberal de la educación del ciudadano, el autor de referencia ha de ser J. Dewey. Frente a la tradición que descansa en el poder coercitivo de la ley, Dewey confía en el poder formativo de la educación. El de Dewey es un compromiso liberal que entiende el liberalismo vinculado con el desarrollo del conocimiento y de la inteligencia. Por ello, para Dewey, el liberalismo no es posible sin la extensión del pensamiento y la reflexión entre los ciudadanos, y ello no sólo como una cuestión referida a la adquisición de determinados conocimientos, sino también de la incorporación de hábitos propios de la ciencia, del método de la inteligencia en definitiva. Esto es, que lo que Dewey y el republicanismo afirman, y la TECD exige, es que el desarrollo de las capacidades individuales, las tareas de perfeccionamiento individual no sólo son compatibles sino que implican la consecución de un orden social más justo. El liberalismo sólo habría vinculado autoperfeccionamiento individual con la justicia social por la vía negativa (dejar el espacio para), pero la TECD exige una, al menos relativa, relación entre perfeccionamiento individual y orden social. No se trata de la defensa de un nuevo ideario de emancipación colectivo que implique la subordinación del individuo al colectivo, de la que la historia nos ha dado suficientes lecciones para no abrazar de nuevo, sino de reconocer la dependencia del yo de las relaciones sociales e interpersonales en medio de las que se desenvuelve. Por ello el desarrollo del individuo, objetivo de una TECD, pasa necesariamente por la participación en un proceso de construcción democrático y colectivo. La aportación de Dewey es central para una TECD en cuanto que su filosofía habría servido para poner de manifiesto que, puesto que la inteligencia es necesariamente social, y que no hay verdad previa o establecida, el crecimiento del yo implica participar en la toma de decisiones colectivas, democráticamente forjadas a través de procesos vitales compartidos. El interés de la TECD en la obra de Dewey es que acentúa que debemos ser individuos activos, comprometidos con de la democracia, con la profundización en sus valores y virtudes precisamente para permitir el crecimiento y la libertad individual .
Por otro lado, el ideal de una ciudadanía activa también resulta fructífera para la TECD, bajo la perspectiva apuntada por Pocock, al mostrar cómo el pensamiento florentino resucita el ideal de la vida activa frente a la contemplativa . Ambos ideales estaban en la filosofía griega, pero mientras que el medievo se decanta por el contemplativo los florentinos rescatan el modo de vida consagrado a las preocupaciones cívicas y a la participación política. Lo interesante del análisis de Pocock es que muestra los supuestos epistemológicos que, a su entender, sostienen la idea de república y que constituyen, al mismo tiempo, parte del sustrato sobre el que estimamos ha de asentarse una TECD. Esto es, entiende Pocock que la idea de república emerge cuando se entiende que los problemas del gobierno no dependen de las leyes de la naturaleza, con la que tradicionalmente se había visto asociada. Así, la república no está asociada con lo eterno e imperecedero sino con lo particular y lo contingente, por tanto, en el terreno de lo frágil e imprevisible. En la contraposición entre retórica y filosofía, es la tradición retórica la que se ha preocupado por la dimensión cívica y la consecución de la virtud, frente a la búsqueda del saber y de la verdad permanente que parece haber caracterizado a la tradición filosófica. Con independencia del juicio acerca de la proximidad de la tradición retórica y la liberal se puede apuntar que, en la medida en que aceptemos dicha dicotomía, la elaboración de una TECD se inscribe claramente en la línea de las preocupaciones retóricas. Ésta pretendía la consecución de buenos ciudadanos, por lo que era de primordial importancia identificar las virtudes que se asociaban con la buena conducta y con el desarrollo del individuo en la búsqueda de la excelencia. Por el contrario, la búsqueda filosófica de la verdad habría estado asociada a una ética del individualismo que habría entendido la libertad como una emancipación de las normas y estructuras a priori. Se trata del ideal racionalista que desemboca en la Ilustración y que, en su búsqueda de la verdad imperecedera menospreció la preocupación por la virtudes sociales. Esto explica el desapego de una parte importante de la tradición filosófica por los problemas relacionados con la educación ciudadana. Ahora bien, el renacer de una comprensión filosófica que arranca de una concepción contingentista de la verdad, y que hace suya una visión de la naturaleza humana y de la realidad que parte de la temporalidad, la particularidad y el historicismo, tiene que suponer también una reconsideración del papel y la importancia que para nuestras sociedades tiene la conformación de una ciudadana activa. Como Pocock señala, en la contraposición entre lo universal y lo particular, la contemplación y la acción, el ideal del "vivere civile" se sitúa en los últimos. "La base filosófica del vivere civile radicaba en la concepción de que era en la acción, en la producción de obras y de toda clase de actos, donde la vida de un hombre alcanzaba los valores universales que le eran permanentes" .
La interpretación de Pocock nos permite ver cómo una teoría acerca de la formación de una ciudadanía virtuosa exige ver la acción como categoría constituyente del ser humano y la sociedad. Así, se entiende que el ser humano se conforma a sí mismo en el curso de su actividad y se rechaza, por tanto, cualquier clase de apriorismo esencialista desde que juzgar su acción. La TECD se apoya en la idea de que si la ciudadanía es indolente y pasiva eso no se debe a ninguna deficiencia congénita de la naturaleza que le impulsa a buscar y tener en cuenta únicamente su único beneficio. Naturalmente desdeña la posición propia del liberalismo que a su individualismo metodológico quiere acompañarlo de un individualismo antropológico y moral, que le hace desconfiar de cualquier mecanismo social que no sea el del móvil egoísta. El presupuesto ético de la mano invisible, defendida por A. Smith, o el famoso lema mandevilleano "vicios privados, públicas virtudes", implica la inadecuación e ilegitimidad de una educación para la ciudadanía dirigida con propósitos virtuosos. Por el contrario, la TECD descansa en una cierta convicción acerca de que si las circunstancias son adecuadas, los individuos son educados y se produce un ambiente favorable, las personas tenderán a actuar responsablemente, preocupándose de la suerte de los demás y de la colectividad. Se trata de hacer valer la tesis de Dewey según la cual la ciudadanía puede ser educada, lo que significa que no hay una dotación congénita que impida la adquisición de determinadas virtudes. La TECD sostiene que la virtud no nace espontáneamente y, por tanto, que ningún orden espontáneo generará individuos virtuosos. Pero también entiende que los seres humanos no son individuos hobbesianos refractarios al bien. Así, por ejemplo, descansa sobre el supuesto de que la sensibilidad hacia otros seres vivos no es un fruto espontáneo de nuestra condición natural sino una cualidad susceptible de ser conseguida si se da el conjunto de factores sociales y educativos que así lo propician. La TECD exige, como un supuesto lógico, que el ser humano es naturalmente moldeable y rechaza el determinismo en cualquiera de sus manifestaciones, sea una hipótesis metafísica, un esencialismo genético u otra suerte de predestinación natural. En conformidad con la filosofía de Dewey la TECD aboga por dar una extraordinaria importancia a los hábitos para configurar la personalidad humana. Como Dewey pusiera de manifiesto carece de sentido hablar de impulsos previos de la naturaleza que determinan su comportamiento. Más bien cabe hablar de hábitos que dan significado y dirección a esos estímulos . Así pues, si es necesaria la existencia de un compromiso moral de los individuos con la sociedad tal y como supone la TECD, este ha de ser promovido, pues resulta obvio que ni la naturaleza humana ni el orden espontáneo de una sociedad liberal lo genera.
En este mismo sentido, la TECD debe estar atenta a los excesos teóricos que puedan darse de la mano del rechazo de la tesis de la mano invisible, la idea de que la persecución egoísta del bien individual deparará el florecimiento de la virtud, en la dirección contraria. Esto es, lo que Pettit denomina la mano intangible , es decir, considerar que la voluntad ciudadana se encuentra conformada exclusivamente por hábitos, costumbres, normas cívicas, etc., y de las que por tanto surgirá el buen orden social democrático. Afirmar esto supondría constituir la virtud cívica en un principio irrebasable que minusvalora los mecanismos representativos y las instituciones como espacios de realización de la voluntad democrática. El exceso de confianza en la mano intangible conduce a un voluntarismo vacío más propio de las creencias religiosas que de una teoría ética y política como la que debe constituir la TECD. En este sentido, la TECD no es una teoría que pueda prescindir o haga competencia a los discursos teóricos acerca de los problemas relativos a la representación, institucionalización, partidos políticos, etc., sino que se presenta como un complemento indispensable para cualquier elaboración de una teoría democrática. Indispensable sí, pero de ningún modo suficiente. El discurso cívico y el institucional, o si se prefiere, los hábitos y las leyes, son ambos ingredientes esenciales del discurso y de la práctica democrática. La promoción de los valores comunes, de los conocimientos, de las prácticas y hábitos virtuosos exige, además de ser bien contemplado socialmente, el reconocimiento legal e institucional que le corresponde. La TECD se juega una parte importante de su bondad teórica en hallar el equilibrio entre lo ético y lo político jurídico. Tanto la ausencia de mecanismos institucionales, como la excesiva regulación legal supone rechazar el espacio de la TECD.
3. Contenidos de una TECD.
Podemos definir la teoría para la educación de una ciudadanía democrática (TECD) como aquella que recoge todos los aspectos teóricos que confluyen en realzar la necesidad e importancia de fomentar los valores y virtudes cívicas propios de una concepción política y moral de la democracia a través de las agencias públicas susceptibles de ser influenciadas por la actividad legislativa y/o política. Puesto que TECD es una teoría liberal, que parte de aceptar la prioridad de los valores políticos, está comprometida con los valores nucleares de dicha tradición: libertad e igualdad. Sus contenidos han de ser legitimado en referencia a una comprensión política de dichos valores siendo, por ello, producto de una determinada concepción acerca de la naturaleza de la democracia. Se entenderá que ésta no es sólo un procedimiento sino también una aspiración moral. En tanto que hace de vehículo racional a la aspiración de una sociedad más justa, va en dirección opuesta a la absolutización del neoliberalismo económico que demoniza la acción pública y se manifiesta a favor de la retirada de lo público y del estado de todos los ámbitos. En este sentido, la TECD incorpora valores vinculados al mantenimiento del orden social, lealtad a las normas y principios que regulan la convivencia social pero también virtudes que suponen una instancia crítica respecto a los valores dominantes en el seno de la sociedad. El juego entre socialización e instancia crítica de la lógica social dominante es central para el papel que la TECD debe desarrollar. Se asume, desde esta perspectiva, que los valores constitucionalmente establecidos y fundados en las declaraciones que sobre derechos individuales se han venido proclamando representan un horizonte moral irrenunciable. Un entendimiento adecuado de dichos valores exige de los poderes públicos un compromiso mayor en su promoción de lo que algunos teóricos del liberalismo han querido hasta ahora conceder. Alejado de cualquier pretensión de exhaustividad, y dadas las naturales limitaciones del presente trabajo, se trataría ahora de apuntar algunas ideas en relación con las virtudes que una TECD debe defender.
En primer lugar, debemos destacar la importancia de la obediencia y la lealtad al marco legal e institucional. Más allá de las cuestiones referidas a la eficacia de la ley, es consustancial para la justificación liberal de la ley la adhesión del ciudadano a la norma. La obediencia y lealtad hacia las leyes no pueden estar justificadas como un mero medio de sostenimiento y supervivencia del orden político. Producir conformidad y lealtad al orden constitucional mediante la educación y la persuasión es un signo que ha de distinguir al orden liberal. Pues, como Larmore pone de manifiesto, el liberalismo que está comprometido con el principio del "igual respeto" supone que las personas no deben ser obligadas a adoptar determinadas normas de conducta exclusivamente mediante la coacción. "Así, las características distintivas de las personas es que ellos son capaces de pensar y actuar sobre la base de razones. Si pretendemos producir conformidad a un principio político simplemente por miedo entonces estamos tratando a los individuos como meros medios" . Se trata de que un orden liberal y democrático no puede mantenerse únicamente sobre la coacción y, por ello, no puede desentenderse de que haya una significativa desafección por el sistema político. La importancia política y moral del primado de la legalidad ha sido puesta de manifiesta por Vargas-Machuca resaltando la importancia que tiene para la concreción del principio de la igualdad, para empezar de la igualdad de oportunidades, y las amenazas reales que se ciernen sobre la misma, "la multiplicación de los poderes salvajes y la extensión de la colusión" , que revelan que se trata de una virtud que está lejos de estar extendida en nuestra sociedad. La liberalidad de una organización social no se mide por la capacidad de los individuos de desvincularse de las mismas sino, en su defecto, por la posibilidad de disentir y modificarlas, lo que tiene que conllevar la adhesión racional a la mismas. En un sistema de libertades individuales la lealtad a las normas sólo puede generarse mediante la persuasión y el conocimiento. Los poderes públicos tienen la obligación de poner de manifiesto las razones en las que se apoyan los principios políticos del orden democrático. En este sentido es importante para la TECD la educación política del ciudadano que ha de incluir tanto el conocimiento del orden legal e institucional como el desarrollo de las habilidades y actitudes que les facultan para participar y cooperar con ella.
Por otro lado, la importancia del valor del esfuerzo y del conocimiento es también defendible en términos de una teoría política y moral. Ciertamente que uno pueda conseguir algo con más facilidad puede ser un criterio de eficiencia racional. Ahora bien, la importancia de la adquisición del valor del esfuerzo tiene que ver con la defensa del ideal de autonomía. El sentido del esfuerzo maximiza las opciones de elección individual. Por el contrario la indolencia y la pereza conllevan una limitación de las opciones y las decisiones vitales que cuestionan de manera decisiva el valor de la libertad como autorrealización, esto es, en el sentido de adoptar un modo de vida acorde con una elección propia. Esto no es sino lo que Mill sostenía cuando defendía la conveniencia de que en cualquier discusión de ideas la expresión de puntos de vista divergentes fomenta la libertad, no ya en el sentido negativo del término vinculado con el respeto a la diversidad, sino en cuanto que la ausencia de ideas alternativas nos hace perder de vista las buenas razones que pueden sustentar las convicciones propias . Para Mill la ausencia de ideas, de mecanismos de pensamiento alternativos, no hace sino adormecer nuestro pensamiento y, consecuentemente, guiar nuestra conducta por los prejuicios establecidos, por el dogmatismo y la convicción ciega que niegan la libertad del individuo. Puesto que la TECD entiende las virtudes como una exigencia social de un determinado ordenamiento social y político, también ha de considerar la autonomía del individuo no desde la capacidad de someterse a los dictados de la razón (o cualquier otra instancia similar) sino de crear las condiciones sociales adecuadas que hacen posible la capacidad de elegir un modo de vida propio. Por tanto, una sociedad, y una escuela, que no transmite que el esfuerzo es un bien positivo, intrínsecamente valioso, no es una sociedad que estimula el principio moral de la libertad. No se trata, por tanto, de contraponer virtud y libertad sino que no hay libertad sin virtud como la del esfuerzo. En este sentido, Gutmann ha señalado, oportunamente, que en el ámbito de la educación de la ciudadanía dicha contraposición carece de sentido: "Permitir que los niños definan su propia identidad o definirlas por ellos. Darles libertad o darles virtud. Ninguna de estas alternativas es aceptable: nosotros legítimamente valoramos la educación no sólo para la libertad sino también para la virtud que ofrece a los niños; y la virtud que nosotros valoramos incluye la capacidad para deliberar entre concepciones competitivas del bien" .
Por su parte, la tolerancia suele ser considerada como una de las virtudes básicas de la ciudadanía en un orden liberal. Por un lado, considerar la tolerancia como un valor central de nuestra sociedad se concreta, en relación con la formación de un público democrático, en una organización institucional acorde con dicho valor. Dicha concreción está lejos de ser controvertida, pues la presencia de la religión en la sociedad, y singularmente en la escuela, tanto en lo que hace referencia al curriculo (la inclusión de asignaturas con temática y/o inspiración religiosa) como a la existencia de una amplia red de colegios religiosos concertados, es motivo de fuertes controversias sociales. Pero, también aquí, y como se señaló desde el comienzo del artículo, la concreción de la tolerancia requiere, además de los arreglos institucionales, preguntarnos sobre si el estado debe proponerse como un objetivo la consecución de una ciudadanía tolerante y qué significa en este contexto tolerancia. Pues si bien la tolerancia surgió como una exigencia negativa para evitar el conflicto religioso, y como medio de consecución de la pervivencia de las instituciones políticas, parece que hoy debe replantearse su significado a la luz de las nuevas circunstancias de un contexto crecientemente multicultural, no sólo por referencia a la religión, sino también a otras ideologías, modos de vida, etc.. Admitir incluso que la tolerancia no fue inicialmente sino una argucia del poder , el de los príncipes, para mantenerse en el mismo, no es obstáculo para que hoy podamos considerarlo como una virtud cívica que tiene que modificar el carácter y la constitución de los ciudadanos. La tolerancia, en tanto pensada para la posibilidad de la convivencia política, no exige del ciudadano más que la capacidad para soportar, para aguantar al que es diferente. Pero, a diferencia de tiempos anteriores, lo característico del pensamiento moderno acerca de la tolerancia (¿pero existió tolerancia antes de la modernidad?) es que no es pensada sobre el horizonte de la homogeneidad sino del de la articulación de las diferencias. De otro modo, la tolerancia exige ser pensada desde un nuevo concepto de racionalidad en la que la comprensión de la diferencia es central. Esto supone un modificación del concepto mismo de sujeto humano, de la propia identidad marcada ahora por la apertura hacia la alteridad. La tolerancia deja de ser sólo una forma de organización de lo público para pasar a ser también una forma de pensarnos y entendernos a nosotros mismos y nuestra relación con los otros. Puesto que de una nueva manera de ser y actuar se trata, es por lo que podemos decir que se trata, en expresión de Fetscher, de una "virtud imprescindible para la democracia" .
En este sentido, profundizar en el concepto de tolerancia requiere aclarar su vinculación con el falibilismo. No se trata, como en el caso de la tolerancia negativa, de aceptar las razones del otro en nombre de un conjunto de convicciones que son superiores a sus argumentos y a los míos y que hacen posible la coexistencia de ambos, sino de adoptar un posición respecto de las propias creencias en las que atender a las argumentaciones del otro es consustancial para poder argumentar yo mis propias convicciones. La cuestión es que somos seres sustancialmente falibles, que nuestras creencias son una contingencia histórica que necesitamos continuamente confirmar y revisar en un contexto de intercambio de argumentos y experiencias con los otros. Es a esto a lo que Thiebaut apunta con la expresión "sujeto poscreyente y reflexivo" que supone la comprensión positiva de la tolerancia. "Una vez que en un momento dado se aprende una verdad diferente que pudiera ir a contrapelo de nuestras verdades asentadas, lo que se modifica es no es sólo un particular orden de tales verdades, sino que es nuestra propia noción de verdad la que se modifica y ha de hacerse reflexiva" .
Esta visión acerca de la tolerancia hace que se convierta en una exigencia de la educación ciudadana en el contexto de la democracia. Pues si bien es cierto que la tolerancia no tiene qué significar escepticismo acerca de la verdad o de la naturaleza humana, si que impone un cierto revisionismo. La tolerancia, así entendida, es una virtud sólo compatible con la convicción de que las creencias humanas son falibles, particulares y revisables. Por ello la diferencia ha de ser vista como una oportunidad para el refinamiento de nuestros puntos de vista. La virtud de la tolerancia pone de manifiesto la radical incompatibilidad de la democracia con las posiciones dogmáticas y fundamentalistas, entendida aquí como que las ideas y creencias acerca de cuestiones que hacen relación a la convivencia humana tienen un principio exclusivo incapaz de ser mostrado intersubjetivamente. Es necesario educar en el interés por el desarrollo de formas de vida, expresión y pensamiento diferentes, de nuestra y de otras épocas. La sensibilidad hacia ello ha de ser una de las señas de identidad de una ciudadanía coherente con la democracia.
En el ámbito del desarrollo de las virtudes cívicas asociadas con el valor de la igualdad es importante destacar aquellas implícitas en las políticas destinadas a fomentar la igualdad de sexos más allá del principio formal de la igualdad de oportunidades. La defensa de la coeducación por parte de una TECD manifiesta con especial transparencia el compromiso moral del estado y la inadecuación de la tradicional división entre lo público y lo privado. La intervención en el mundo de la propaganda (invirtiendo en ocasiones para fomentar un determinado tipo de convivencia familiar, como en el caso de la ocupación masculina de las tareas domésticas), la modificación de la realidad legislativa, la creación de instituciones que velen por los intereses de la mujer, el diseño de políticas educativas, etc., muestran que, con independencia del debate acerca de la compatibilidad entre feminismo y liberalismo, se hace necesario revisar una parte del discurso de éste. En todo caso, en el debate sobre el significado de la igualdad en relación con el feminismo, la TECD pone de manifiesto que el principio liberal de la igualdad formal de oportunidades resulta claramente insuficiente pues la educación, y más aún en su vertiente escolar, exige que se eduque para que valores tradicionalmente vinculados a la sensibilidad femenina pasen a ser parte del acervo común. No podemos aquí entrar a dilucidar la cuestión de si una TECD ha de regirse por una ética de los principios o del cuidado, pero si de poner de manifiesto que las virtudes asociadas con la ética del cuidado tienen que ser ya virtudes cívicas. La TECD tiene que resultar una teoría integradora de estas distintas posiciones teóricas para que sea socialmente plausible. Una cierta ética de la compasión y una preocupación por la suerte de los más débiles, ancianos, niños ha de ser procurada por los agentes públicos. La manera en que los ciudadanos y el estado se enfrenta a estos colectivos es uno de los puntos clave para enjuiciar el ordenamiento político. No se trata, una vez más, de una cuestión de moral individual que por tanto habría de ser relegada en una TECD, sino de una exigencia de una moral que quiere hacer realidad el principio de la igualdad en un sentido genuino y democrático del término. Por su parte, I. M. Young ha querido vincular la crítica feminista no sólo con la concreción del valor la igualdad, sino también con el de la libertad entendida como autonomía individual . Su tesis es que el objetivo de la educación no puede ser la autonomía entendida como independencia, pues se puede considerar éste como un valor propio de la sociedad patriarcal. Frente al ideal de independencia la crítica feminista propone la necesidad de incorporar la atención al otro, "las virtudes del cuidado y del sacrificio necesarios para cuidar que los niños lleguen a ser buenos ciudadanos" . Young no duda en considerar que la autonomía sea un rasgo cultural de la ciudadanía liberal, pero pone en cuestión su vinculación con la idea de dependencia. Su tesis es que los individuos peor situados deben poder ser igualmente buenos ciudadanos incluso si desde el punto de vista económico y social son seres dependientes. Por ello, Young justifica apoyo material o social, tratamiento diferenciado que capacite a todos los individuos para el ejercicio de la ciudadanía: la virtud de la autonomía, la capacidad de decidir qué hacer con la propia vida y formular opiniones propias.
La pretensión de hacer coherente y viable el valor de la igualdad exige tomar en consideración también la austeridad como una virtud deseable para una ciudadanía democrática. Como ha sido puesto de manifiesto en numerosos análisis (Informes del Club de Roma, Informe Brundtlan, etc.) el "estilo de vida occidental" no puede ser generalizado para todos los habitantes de la tierra. Semejante violación del principio de igualdad exige una revisión de nuestras aspiraciones y de nuestras pautas de consumo de manera que tiendan a hacer coherente nuestro modo de vida con la idea de crecimiento sostenible. A. Cortina ha sostenido en este sentido la necesidad de una "ética del consumo" que exige hablar de estilos de vida incluyentes e integradores, esto es, prácticas y aspiraciones de consumo que no están basados en la exclusión de otros seres humanos .
Es cierto que esta defensa de la austeridad puede parecer insuficiente a los partidarios más duros de la ética ecológica, en la línea marcada por A. Leopold, A. Naess, P. Singer, etc., que consideran insuficientes los valores de la ética tradicional, o, también, de los defensores de que educación medioambiental, como Bowers que entienden que ésta exige un nuevo paradigma educativo. Sin embargo, considerar el problema de la educación ambiental desde la perspectiva de una TECD tiene la ventaja de que al centrarse en la promoción de las virtudes cívicas hace irrelevante el debate acerca de si lo adecuado es una ética biocéntrica o una ética antropocéntrica ampliada . Pues, sea que se considere que la igualdad se refiere a la que ha de darse entre los seres humanos y otros seres vivos (en cualquiera de sus versiones, sus intereses, necesidades, etc.), sea que se refiera a la que ha de darse entre la nuestra y las futuras generaciones, ambas coinciden en la necesidad de promover la virtud de la austeridad y el respeto a otras formas de vida . Por otro lado, como en el caso anterior, también la austeridad puede ser defendida en relación con el valor de la libertad, pues la idea de que el consumo de bienes produce de por sí la felicidad termina por generar una dependencia del ser humano que hace inviable la adopción de un modo de vida que suponga el desarrollo de las posibilidades de realización individual. La conexión entre la austeridad como virtud y la libertad como valor del orden político ha sido también uno de los lugares comunes de la tradición republicana. En ésta se ha puesto de manifiesto que la aspiración a la riqueza desmedida y el afán de lucro, en la medida en que arroja una mirada sobre los bienes humanos en la que lo individual prima sobre el bien común y el interés colectivo, supone un ideal inmoral que rompe los principios de la cohesión social que ha de vertebrar una sociedad libre.
Por otro lado, la importancia que en la TECD adquieren las virtudes relacionadas con la perspectiva ecológica sirve para poner de manifiesto las insuficiencias del liberalismo en relación con el enfoque que aquí se desarrolla. Y es que, como ya advertimos en relación con la educación, el concepto de educación ciudadana para un desarrollo sostenible pone en cuestión la tradicional distinción entre lo público y lo privado y exige su reformulación. La TECD, en su afán de promoción de determinadas virtudes ciudadanas, supone entrar en el ámbito de lo que se ha solido considerar como actividad privada. Dobson en su análisis de la ciudadanía ecológica también recoge esta dimensión de la formación de la ciudadanía para poner de manifiesto que la ciudadanía ecológica descansa en buena medida en virtudes y actividades que son privadas (la basura, el consumo de agua y electricidad, etc..). A la luz de todo ello, la revisión de la distinción entre lo público y lo privado pone de manifiesto la necesidad de aclarar el papel perfeccionista y de formador moral que compete al estado. La nueva distinción obliga a reordenar el panorama de modo que lo público y la moral pública parecen entrar en territorios antes insospechados. Cada cuál puede tener su religión o convicciones últimas cualesquiera, y eso es un territorio privado, pero se acrecientan las exigencias sobre argumentaciones basadas en principios inasumibles por los demás. Mi sexualidad es privada, pero las exigencias sobre una experiencia sexual basada en el respeto y alejada de los principios de dominación y desigualdad, se hacen cada vez más imperantes. La forma de educar a los hijos es un terreno abierto a convicciones particulares, pero las reclamaciones exigiendo del estado garantías acerca de un mínimo común educativo por parte de los padres son cada vez más ostensibles. Se trata de la “desterritorialización de lo privado”, que hace crecer una conciencia moral que parte de las necesidades lógicas de una convivencia asentada en una profundización en los valores de la libertad y la igualdad. Esta lógica, y esta conciencia moral, ponen de manifiesto la importancia de la TECD.
En todo caso, la reflexión ecológica pone también de manifiesto otra virtud esencial para la TECD y es la de la responsabilidad. Si la ética moderna sirvió para acentuar la idea de que es el sujeto individual el que debe dar cuenta de sus actos en relación con una conciencia moral que exigía tener en cuenta los otros seres humanos, la ética contemporánea al reflexionar sobre el concepto de responsabilidad ha avanzado en apuntar la insuficiencia de una moral basada en el principio de reciprocidad. En conjunción con lo ya apuntado al comienzo de nuestro trabajo, hoy en día el concepto de reponsabilidad exige no sólo dar cuenta de lo que se hace sino de todo aquello acerca de lo que se tiene algún poder o se podría haber evitado (Jonas, Singer, Beck, ). En esta misma línea resulta relevante, para el desarrollo propio de las virtudes que ha de desarrollar la TECD, el concepto de corresponsabilidad. La idea es que los individuos deben sentirse corresponsables de la marcha de los asuntos colectivos. Como las críticas a las posiciones liberales ponen de manifiesto es necesario analizar los conflictos no sólo como problemas entre individuos con derechos que se vulneran, sino también como el fracaso de una colectividad en dotarse de instrumentos (normas, hábitos, actitudes, etc.) para afrontar los problemas de la convivencia social. Desde otra perspectiva, Jonas también ha acentuado la importancia de la formación de una conciencia ciudadana de la responsabilidad pues entiende que la responsabilidad está vinculada con el poder. A mayor poder sobre los demás, mayor responsabilidad. El poder de los seres humanos en la era de la civilización tecnológica (más de unos que de otros) ha crecido exponencialmente y carece de precedentes, por lo que también su responsabilidad adquiere nuevas dimensiones. En todo caso, la superación de la ética de la reciprocidad supone, para la TECD, que el sentido de la responsabilidad es una virtud cívica no derivada de la racionalidad individual sino de hacerse cargo de una realidad que ya es efectiva como consecuencia de la transformación técnica de nuestro mundo; esto es, su interdependencia y globalización. La preocupación por la suerte de los otros, ligar al menos en parte la suerte de uno a la de los demás, no puede ser producto de una elección moral individual, sino signos distintivos de una ciudadanía comprometida con los valores de la democracia.
Por último, la relevancia de la TECD viene en gran medida determinada por la importancia del concepto de ciudadanía y éste es puesto en cuestión por la crisis por la que atraviesa el concepto de nación, al que ha estado históricamente vinculada, en dos direcciones que se refuerzan mutuamente: localismo y globalización. En el ámbito de la educación ciudadana la discusión se ha centrado de este modo en el debate entre patriotismo y cosmopolitismo . En el ámbito más restringido de lo escolar la TECD necesita aclarar la cuestión acerca de si el sistema educativo a través del currículum, tanto formal como informalmente (fiestas, himnos, etc..) debe fomentar los sentimientos de pertenencia. Beiner acierta al reflexionar sobre el concepto de ciudadanía y considerar que la perspectiva ciudadana se encuentra amenazada tanto desde una óptica liberal que pone todo el énfasis en el individuo, y su capacidad para trascender las identidades colectivas, como desde una óptica fuertemente comunitarista que sobrevalora la identidad de grupo. Frente a ambos se trata de subrayar la importancia, para la constitución de la subjetividad individual, de los vínculos cívicos, de la identidad cívica. Así, "lo que es compartido como ciudadanos debe tener el poder de conformar la identidad de manera tal que supere nuestras identidades locales o sea más relevante que éstas" . Esto es, la adhesión al grupo social sólo puede entenderse con el objetivo de conseguir la adhesión a los valores morales democráticos. La defensa de esta suerte, como se ha denominado, de patriotismo constitucional es posible en la medida en que religa a los individuos con los demás miembros del planeta. Esto es, la adhesión que los poderes públicos deben trasmitir tiene que justificarse en relación con una moral que pueda tener pretensiones universalistas. En este sentido, resulta especialmente clarificador la aportación de la reflexión ecológica puesto que, al incorporarlo como una de las virtudes fundamentales en la propuesta de una TECD, reta al concepto de ciudadanía en tanto que vinculado a la nación. La TECD tiene necesariamente que basarse en un concepto de ciudadanía que no puede ser excluyente y que, por tanto, ha de apelar a documentos como las declaraciones de derechos humanos. Más aún, y como Dobson ha puesto de manifiesto, en realidad el concepto de ciudadanía ecológica debe atender a un concepto aún más englobante como es el de ciudadanía de la Tierra. Se apunta, pues, a una concepción cosmopolita de la ciudadanía que ya no estaría centrada en la relación del individuo con el estado . En este sentido el concepto de educación ambiental supone hoy, por parte de los estados, un compromiso con una visión del buen ciudadano que trasciende los límites del propio territorio, y esto sólo es posible hoy desde un compromiso del estado con un perfeccionismo moral basado en los valores de la libertad e igualdad. La educación ciudadana bajo el marco de una TECD exige una "política de la virtud" de carácter no impositivo.