Wednesday, December 17, 2008

Artículo de Francisco Vázquez en "La Voz" del 17 de diciembre

LO VISIBLE Y LO INVISIBLE DEL PLAN BOLONIA

Para tomar la medida de lo que supone el remodelamiento de la Universidad europea a partir del plan diseñado en Bolonia (1999), sirve de poco echar mano de conceptos que se utilizan como banderas (“mercantilización”, “privatización”). Tampoco vale el recurso a las viejas divisiones heredadas de la filosofía política decimonónica (privado vs. público, libertad vs. coacción, individuo vs. Estado). Es necesario contar con una cartografía fina que permita situar este cambio en el marco más general donde cobra sentido.
El plan de Bolonia no está por llegar. Estamos en él desde hace tiempo. Forma parte de una verdadera revolución en la forma de conducir los servicios públicos, una transformación iniciada hace más de veinte años y que rige hoy en la mayoría de los países del mundo occidental, con independencia del color político de los partidos gobernantes.
El problema es que el mencionado plan se puso en marcha en un escenario marcado por la apoteosis de la globalización neoliberal. Como todo el mundo sabe, esta situación ha cambiado y sería una ceguera no levantar acta de los efectos que este cambio supone para el porvenir de la política universitaria.
El nuevo modo de gobernar los servicios públicos, lo que a comienzos de los 90 se conoció como “perestroika norteamericana”, es lo que el plan Bolonia lleva a sus últimas consecuencias en el ámbito de la educación superior. Esos servicios dejaban de ser agencias estatales encargadas de atender las necesidades de los ciudadanos. Había que transformar esas viejas instituciones welfaristas en organismos descentralizados y autónomos, que compitieran entre sí para satisfacer la demanda de potenciales consumidores. Se trataba de regir los servicios públicos implantando una suerte de mercado artificial donde el ciudadano dependiente de la protección estatal era reemplazado por el consumidor autorresponsable, empresario de sí mismo y embarcado en la infinita búsqueda de una vida de “calidad”.
El desafío consistía en gobernar apoyándose en la propia libertad de acción de los gobernados. En el caso de las universidades, los Estados tienden a delegar toda la responsabilidad en los propios agentes –centros, departamentos, órganos centrales de gobierno, personal- que compiten entre sí y a escala continental por hacerse con nichos de consumidores (estudiantes) y obtener recursos para su proyección docente e investigadora.
La supervisión del conjunto no se ajusta ya al añejo e inservible modelo de la inspección estatal. Se impone una estrategia de autorresponsabilidad continua donde prima la producción masiva de evidencias –a poder ser numéricas: acreditaciones, auditorías, autoevaluaciones, ponderaciones de la calidad docente e investigadora, etc.. Por encima de todo, este mercado se regula a través de la propia competencia entre sus agentes.
Sería del todo falaz negar las ventajas de este diseño. El viejo feudalismo de los expertos –como los “jeques” de las antiguas “áreas de conocimiento” o los viejos mandarines de cátedra- queda mermado en una fórmula que impone la transparencia contable de los resultados, la externalización de las evaluaciones y el control por los consumidores. Por otro lado, la preocupación por captar clientela ha conducido a un saludable debate –inédito en la Universidad española- acerca de los métodos de enseñanza. En este mismo orden benéfico hay que emplazar la futura homologación de las titulaciones a escala europea.
Sin embargo estos logros no deben hacer olvidar los costes del nuevo programa. Se fomenta –en una institución pública- una cultura de la competencia y del individualismo consumista e insolidario; obligadas a valerse por sí mismas, las Universidades corren el peligro de someterse a los intereses particulares de sus espónsores; la lucha desenfrenada por la clientela puede llevar a la exclusión o a la trivialización de ciertas enseñanzas (se ha dicho, por ejemplo, que la profesión de historiador se transformará en la de gestor cultural o del patrimonio), dando pie al imperio del didactismo y al vaciamiento de los contenidos.
Lo más inquietante tal vez sea la tendencia –ilustrada por lo sucedido en la administración española y anticipado por la andaluza- a separar la Universidad del ámbito de la educación. La primera ha dejado de pertenecer a la “mano izquierda” del Estado –la mano que cuida y educa. Ha sido desplazada hacia la mano derecha –el mundo aguerrido de la competitividad empresarial, la innovación tecnológica y la creación de plusvalías. Curiosamente, la política universitaria de una administración que se jacta de luchar contra la dominación masculina, afecta negativamente a dos sectores donde prevalecen las mujeres: las enseñanzas humanísticas y el sistema educativo. Es como si las universidades, a la postre, no debieran rendir un servicio público sino transformarse en productoras de un conocimiento inmediatamente convertible en capital.

Francisco Vázquez G.

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