Wednesday, February 9, 2011

El sociólogo de la filosofía en el valle de Josafat: comentarios al libro de Gabriel Plata


El estudio de la filosofía española parece estar de moda. Aunque la Historia de la Filosofía española no deja de seguir siendo una cenicienta en el canon nacional de las disciplinas filosóficas, su importancia crece de día en día. No siempre son los filósofos los que contribuyen más a este florecimiento; desde la sociología, la historia del pensamiento político, la historia cultural o la historia de las ideas se vienen multiplicando los trabajos que, centrados en el estudio del campo intelectual, ayudan a esclarecer un pasado reciente todavía poco conocido. Sin afán de exhaustividad, menciono algunos de los ejemplos de esa excelente cosecha: El ensayo español del siglo XX, editado por Jordi Gracia y Domingo Ródenas (Barcelona, Crítica, 2008); Panorama de la filosofía española del siglo XX (Granada, Comares, 2008), de Armando Savignano; Los intelectuales y la transición política. Un estudio del campo de las revistas políticas en España (Madrid, CIS, 2008), de Juan Pecourt; Ocho filósofos españoles contemporáneos, editado por José Luis Caballero Bono (Madrid, Diálogo Filosófico, 2008); Rafael Calvo Serer y el grupo Arbor, de Onésimo Díaz Hernández (Valencia, Universidad de Valencia, 2008); Una historia de la filosofía del derecho española del siglo XX, de Benjamín Rivaya (Madrid, Iustel, 2010); De la institución a la Constitución, de Elías Díaz (Madrid, Trotta, 2009); La destrucción de una esperanza. Manuel Sacristán y la primavera de Praga, de Salvador López Arnal (Madrid, Akal, 2010); Cultura sin libertad. La sociedad de estudios y publicaciones (1947-1980), de Gonzalo Anes y Antonio Gómez Mendoza (Valencia, Pre-textos, 2009); Historia social de la filosofía catalana. La lógica (1900-1980), de Xavier Serra (Barcelona, Afers, 2010). A este elenco hay que añadir el nutrido trabajo colectivo coordinado por Manuel Garrido, Nelson Orringer, Luis M. Valdés y Margarita M. Valdés, El legado filosófico español e hispanoamericano del siglo XX, Madrid, Cátedra 2009). En los anaqueles de esta biblioteca ocupa un lugar irreemplazable la Revista de Hispanismo Filosófico, dirigida por José Luis Mora, indispensable para estar al día de lo que se cuece sobre este ámbito de estudio. Desde Cádiz hemos aportado nuestro granito de arena a este aluvión con Filosofía y Sociología en Jesús Ibáñez. genealogía de un pensador crítico, de José Luis Moreno Pestaña (Madrid, Siglo XXI, 2008) y La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica (1963-1990), Madrid, Abada, 2009, de Francisco Vázquez.
En medio de esta vorágine acaba de ver la luz un libro que debe tenerse en cuenta; se trata del volumen titulado De la revolución a la sociedad de consumo. Ocho intelectuales en el tardofranquismo y la democracia, de Gabriel Plata Parga (Madrid, UNED, 2010). De este autor se conocía La razón romántica. La cultura política del progresismo español a través de 'Triunfo' (1962-1975) (Madrid, Biblioteca Nueva, 1999), un trabajo muy bien informado y de mucha utilidad para el que quiera conocer los intríngulis de una publicación que fue crucial en la vida intelectual del tardofranquismo y la transición española. El nuevo trabajo de Gabriel Plata, menos delimitado y más ambicioso, deja, a nuestro parecer, mucho que desear. La lectura de la Introducción levanta muchas expectativas; se anuncia un recorrido por la historia intelectual española de los últimos cincuenta años desde la perspectiva de una historia social de las ideas. Se toman como referencia, ocho destacados pensadores, en su mayor parte filósofos de profesión -con las excepciones de Sánchez Ferlosio, el único situado fuera del mundo universitario, el filólogo García Calvo y el jurista Tierno Galván. El autor aclara que su interés no se dirige tanto a la reconstrucción de los sistemas conceptuales como al seguimiento de las distintas trayectorias intelectuales y su implicación en la vida política y en los debates de la opinión pública de la época. Con esto se quieren marcar las distancias respecto a una historia internalista de la filosofía que en el caso de los filósofos profesionales, constituye la marca de la casa. ¡Ya era hora! ¡Por fin una historia social y política del pensamiento español reciente que sabe evitar la camisa de fuerza de los reduccionismos y el reparto maniqueo de buenos y malos !
Cuando el lector se adentra en los distintos capítulos consagrados a la panoplia de los intelectuales seleccionados (Aranguren, Tierno Galván, Gustavo Bueno, Manuel Sacristán, García Calvo, Sánchez Ferlosio, Eugenio Trías y Fernando Savater), la curiosidad va dejando paso a la decepción.
En efecto, aunque Gabriel Plata se refiere en su Introducción al "campo intelectual" y a los "grupos intelectuales", semejantes entidades brillan por su ausencia a lo largo de su relato. Lo que encontramos en cambio es una aproximación idiográfica del tipo "el autor y su obra", multiplicada por ocho. No se considera el pensamiento como un hecho social, un proceso colectivo, por eso las trayectorias no se emplazan en las redes correspondientes de instituciones, y de maestros y discípulos. Tampoco se da cuenta de la posición de cada intelectual retratado situándola en el campo, es decir, en el espacio de diferencias que mantiene respecto al resto de las trayectorias intelectuales. Las trayectorias se presentan una a una, precedidas en cada caso por una nota biográfica -en la que a menudo se ofrecen interesantes datos sobre la procedencia social y otras circunstancias del pensador considerado- que, de modo abstracto queda desgajada de la travesía cronológica por sus obras. Estas aparecen presentadas al modo de una secuencia de fichas de lectura donde se ponen en relación los virajes (a veces verdaderos bandazos) del pensamiento político del intelectual concernido con una coyuntura social, política y cultural invocada de modo impresionista, a la manera de la sociología periodística ("la sociedad chata de 1972, invadida por tipos estadísticos medios, sin aristas, de mayorías silenciosas, había dejado paso en 1986 a un 'estallido de la pluralidad' que había hecho a los españoles más variopintos culturalmentey más libres para expresar sentimientos y opiniones"). A esto se suman algunas ingenuidades epistemológicas, como una confusión entre el objeto de conocimiento y el objeto real, citándose a Veyne pro domo sua ("las tipologías en historia no sirven porque los tipos no tienen existencia real, sino que son subjetivos, acotados por el historiador, la realidad es incierta y fluida y se escapa de las categorías"). O la utilización acrítica de la noción de "generación" ("de 1936", "del medio siglo", "de 1968"), olvidando la fundamental distinción, estipulada por Mannheim, entre localización generacional, unidad generacional y complejo generacional.
Pero lo más grave de este proyecto fallido no está en estas menudencias en la descripción y el análisis. El autor quiere ejercer también de Juez. Los intelectuales van desfilando cual gentiles en el Valle de Josafat, donde nuestro autor separa a los réprobos, los tibios y los bienaventurados. Los decretos del tribunal no se sustentan, y eso es un mérito del libro, en el escrutinio de un pasado más o menos puro o contaminado (aquí los antiguos falangistas vergonzantes, allá los revolucionarios antidemócratas, etc.) sino en la asunción de un principio filosófico que sobrevuela por encima de las contingencias históricas. La piedra de toque pasa por determinar si el intelectual en cuestión entiende su quehacer como un ejercicio constante de crítica desfundamentadora, sin considerar ningún valor como estable y permanente, o si admite una serie de "referencias" y "puntos fijos" (p. 49), esto es, de bienes morales objetivos situados por encima del mero capricho individual y de las preferencias de la tribu de turno. Los que como Aranguren ponen el énfasis en el inconformismo como norma acaban alentando el individualismo hedonista y consumista que pretendían recusar. Aquellos que, al modo de Gustavo Bueno, reconocen unos fundamentos estables -aunque sea desde el materialismo académico, pueden ser rescatados del fuego. En un cierto purgatorio estarían intelectuales como Sacristán, cuyos errores lo convierten en un personaje hoy fosilizado ("además, la democracia liberal ha cobrado una renovada legitimidad, y los riesgos totalitarios inherentes a la tradición marxista han sido ampliamente reconocidos. En este sentido, Sacristán resulta una figura lejana") pero salvable gracias a su carisma y ejemplo moral. A medida que uno se acerca al "balance" que Gabriel Plata, al final de cada capítulo, emite sobre los pensadores considerados, el lector se ve invadido por la inquietud; ¿se salvará mi maestro o quedará confinado en el infierno de los heresiarcas? Los principios que respaldan al tribunal forman parte de un poso católico y conservador. Pero esto es lo de menos; la historia-veredicto es siempre la misma (ya la denunció Lucien Febvre hace más de ochenta años, por no mencionar las lecciones de Max Weber sobre los juicios de valor en ciencias sociales), hágase desde los diez mandamientos o desde la preceptiva marxista-leninista. Se pueden tener convicciones católicas y liberal-conservadoras y escribir excelentes textos históricos. Gabriel Plata se ha formado en una escuela -la de Gonzalo Redondo, de la Universidad de Navarra- que ha dado excelentes frutos. Un ejemplo es el libro de Onésimo Díaz sobre el grupo Arbor y Calvo Serer. Se podría discutir su intento de "recuperar" la supuesta modernización e internacionalización intelectual alentada desde este equipo, pero los supuestos ideológicos no empañan un excelente trabajo de análisis y descripción. Lo mismo puede decirse de los magníficos trabajos de González Cuevas. Al concluir la lectura sólo queda la desilusión; una nueva lectura maniquea pero de nuevo cuño, una lectura que podría calificarse de "termidoriana". Apagadas por fin las pesadillas de la revolución, alimentadas por tanto intelectual desorientado, vuelve la gente de orden a restablecer la sensatez democrática, los valores perennes y las bondades de la competitividad, como Dios manda.

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