Wednesday, April 3, 2013

Reseña de Pedro Ribas en la revista "Iberoamericana", sobre "Herederos y Pretendientes"


 
 
 
El nº 42 (Año XI, 2011) de la revista Iberoamericana. América Latina- España- Portugal. Ensayos sobre letras, historia y sociedad, editada por los Institutos Iberoamericanos de Berlín y Hamburgo, ha publicado un artículo-recensión de Pedro Ribas, titulado "Filosofía, religión y política en la España contemporánea" (pp. 189-208). En él se reseñan, entre otros trabajos, el libro de nuestro compañero Francisco Vázquez, La Filosofía española. Herederos y Pretendientes. Una lectura sociológica (1963-1990), Madrid, Abada, 2009. Pedro Ribas (Universidad Autónoma de Madrid), es un reconocido estudioso de la obra de Kant (traductor de la edición de Alfaguara de la Crítica de la Razón Pura) y del pensamiento español contemporáneo (Unamuno, recepción del marxismo en España). Debajo reproducimos la parte de su artículo referida a Herederos y Pretendientes:
 
"Otra consideración de la filosofía española, esta vez en la transición, es La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica (1963-1990)[1]. Aquí tenemos un repaso bastante documentado de la “filosofía española”, según el título, aunque propiamente de lo que trata el libro es de la filosofía en España, ya que apenas atiende a los numerosos y destacados filósofos españoles en el exilio. En términos generales, el asunto que se estudia aquí es bastante conocido: tras la victoria de los militares en la guerra civil, la dictadura impuso como filosofía oficial la escolástica y en los años 60 se hizo palpable el desmoronamiento de esa filosofía para dar paso a distintas corrientes que van logrando abrirse camino en foros no oficiales hasta lograr romper el monopolio ejercido por la rancia escolástica. Este proceso es analizado en el libro en términos que muestran, por un lado, que no todos los representantes de la filosofía oficial fueron fieles a la línea nacionalcatólica a la sombra de la cual y para favorecer la cual obtuvieron su cátedra. Algunos pronto redefinieron su orientación  y se volvieron críticos con la filosofía oficial. Esto permitió que a su alrededor surgieran jóvenes cuya discrepancia con tal filosofía tuviera cierto apoyo personal, ya que no institucional, y que aparecieran posibilidades crecientes de expresar esa discrepancia
De esta forma, no sólo se produjo en los años sesenta y siguientes una crítica cada vez más frontal al canon escolástico, sino que los temas de debate en revistas, congresos, seminarios y conferencias eran extraños a ese canon. Uno de los agentes que contribuyó a este proceso es justamente la Iglesia, uno de los puntales básicos del régimen dictatorial, junto a los militares. En el contexto del Concilio Vaticano II la Iglesia experimentó un “aggiornamento” que es muy perceptible en toda su estructura, tanto en las revistas de las poderosas e influyente órdenes religiosas, sobre todo jesuitas y dominicos, como en la propia jerarquía episcopal, dentro de la cual surgieron críticas al apoyo incondicional que la Iglesia prestaba a la dictadura, pero sobre todo aparecieron movimientos católicos de base que rechazaban frontalmente tal apoyo.
Vázquez García analiza el proceso de transición desde la red oficial de los filósofos, en la cual hay disidencias y evolución, pero especialmente desde la red alternativa (los pretendientes). Para ello distingue en la red oficial diferentes focos, como los orteguianos, los “falangistas convertidos al liberalismo” (Aranguren) o al marxismo (Sacristán).
Para efectuar este análisis, Vázquez García propone las herramientas teóricas que va a emplear:”habitus”, “campo”, “redes”, “nódulo”, “capital” (el “capital” es aquí reconocimiento, poder institucional, mediático, etc.). Con tales herramientas el autor emprende una pesquisa que comienza por “el campo filosófico y el espacio real”, capítulo en el que examina el desarrollo de la enseñanza en el periodo estudiado y el entorno social del que proceden los filósofos, entorno que muestra muy claramente la incidencia de lo religioso en su formación: “El ‘pedigree’ religioso de los filósofos españoles que conocieron su ‘acmé’ en la década de los setenta y de los ochenta, parece fuera de duda (…). En casi un tercio de la muestra se advierte el paso por el seminario, es decir, la presencia de una vocación religiosa reconvertida con posterioridad o en coexistencia simultánea con la adopción de una carrera filosófica.” (pp. 51-52) Esta circunstancia es de gran relieve, pues el tipo de educación de los seminarios eclesiásticos permitía sin grandes dificultades insertarse en la formación y titulación que ofrecían las universidades estatales. En este sentido ha sido frecuente el estigmatizar a algún filósofo por su filiación clerical o el referirse a las secciones de Filosofía sacando a relucir el “tufillo a casa de Ejercicios Espirituales para Adultos que despedían un día aquellos centros” (Muguerza, cita de p. 55). El autor ilustra con biografías concretas esta incidencia de lo religioso, aspecto que tiene que ver, naturalmente, con las transformaciones que experimentó el catolicismo español en los años 60, con protestas de curas vascos y catalanes denunciando tortura y opresión y que en los ambientes intelectuales se expresaba con obras como las que publicaba Aranguren ya en los años 50 y con movimientos católicos que apoyaban las huelgas obreras y reclamaban justicia social. Por otro lado, es el momento de la aparición con fuerza del Opus Dei, nuevo catolicismo que defiende el desarrollo económico y que pronto desbanca a los jesuitas como educadores de la burguesía española y se hace con las riendas de los organismos rectores de la industria, de los estudios económicos, así como de importantes puestos en la universidad y el CSIC. Lo cierto es que, como indica el autor en una nota de la página 49, “de las 14 colecciones de filosofía mencionadas en un divulgado panorama de la filosofía española, editado en fecha tan avanzada como 1970, 8 eran publicadas por editoriales vinculadas a la Iglesia católica”. Ésta controlaba, durante los años del nacionalcatolicismo, la educación en todos sus niveles, pero sobre todo en el bachillerato, así como también las sociedades científicas, editoriales y publicaciones periódicas. Por ello es tan relevante en España que una Iglesia con tanta presencia y tantos resortes experimentara la transformación que vivió en el entorno del Concilio Vaticano II.
Fue en el contexto de ese Concilio donde se produjo la renovación del campo filosófico español. Dos redes dominaban ese campo en los años 50: falangistas católicos y orteguianos, por un lado, y jesuitas y acenepistas (de Acción Católica), por otro. Se cursaba la especialidad de Filosofía en las universidades estatales de Madrid y Barcelona y existía el Instituto Luis Vives de Filosofía, insertado en el CSIC, que poseía su órgano oficial, Revista de Filosofía (1942-1969). La Iglesia tenía estudios de filosofía en la Universidad Pontificia de Comillas y en la Universidad Pontificia de Salamanca. Tanto en la universidad estatal como en las pontificias, la filosofía oficial era la escolástica, predominantemente tomista. En ambas redes se producen novedades en los años 60. Con la entrada de nuevos profesores de la red de Falange (París Amador, Sánchez Mazas, Cruz Hernández), se acentúa el aprecio y valoración de Ortega, Unamuno y, en general, de contenidos alejados de la escolástica. De ahí que lo más innovador en filosofía se produzca fuera de las Facultades de Filosofía.
En la filosofía oficial surge el nódulo del ya mencionado Opus con polémicas como la de Calvo Serer, “integrista”, con Laín Entralgo, “comprensivo”, así como la controversia sobre Ortega (analizada por Martín Puerta), en la que convergen opusdeístas de la revista Arbor con jesuitas de la revista Razón y Fe. Tras una exposición de la metodología usada y de los conceptos básicos con que opera el libro, Vázquez García ofrece, en primer lugar, un panorama de los estudios de filosofía en el bachillerato y en la universidad, mostrando el aumento espectacular de alumnado, tanto en uno como en otro nivel. Después de todo, el filósofo suele dedicarse profesionalmente a la enseñanza en uno de estos dos niveles o en ambos, existiendo, por tanto, una proporción directa entre número de alumnos y demanda de profesores de filosofía. Otra cosa es el papel mismo de la filosofía enfocado según la perspectiva sociológica desde la que este libro aborda el tema, que, cronológicamente, es la transición de la dictadura a la democracia.
La obra está escrita usando una amplia base documental, de forma que el lector puede descubrir algunas claves que son, efectivamente, más perspectiva sociológica que filosófica. Y esto es coherente con el planeamiento del autor, que sitúa su investigación en la estela de Bourdieu y de otros sociólogos que abordan la filosofía, no con el objetivo de disolverla o convertirla en sociología, sino “como ejercicio de objetivación sociológica y de reflexividad filosófica” (p. 12), lo que puede ayudar a descubrir condiciones que sesgan el discurso filosófico. Como símil  de este análisis sociológico acude Vázquez García al análisis del lenguaje inaugurado por Austin  y al practicado por Espinosa en su Tratado teológico-político. Desde tal perspectiva pretende este libro analizar las redes filosóficas y su transformación en los años de la transición.
De entrada, Vázquez García se desmarca tanto de quienes atribuyen esta transformación a la “reconstrucción de la razón” (Muguerza) como de quienes sostienen que la filosofía oficial del franquismo no supuso un freno a la creatividad filosófica (Bueno). En todo caso, en los años sesenta puede hablarse, según el autor, de un nódulo de Sergio Rábade, catedrático de metafísica, discípulo de González Álvarez, ambos escolásticos rigurosos, representantes de la filosofía oficial. El sucesor de Rábade en la Universidad Complutense, Navarro Cordón, sigue la misma línea rígida, que tacha de “superficialidad preciosista” (p. 97) la línea abierta seguida por otros filósofos. En Valencia, esta línea oficial estaría representada por Montero Moliner, hombre mucho más abierto a la filosofía moderna. Aquí apunta Vázquez García que la rigidez y preferencia del tratado sistemático, frente al ensayismo, tiene relación con el “origen predominantemente rural de los miembros de este grupo. Como es sabido, el ensayismo se conecta con disposiciones proclives al cosmopolitismo y a un ethos urbano” (p. 98). El grupo rabadiano se distingue por una defensa especial de la filosofía de Heidegger. Cuando Farías publicó, en 1988, su libro sobre aquél, denunciando su compromiso con el nazismo, los representantes de este grupo, muy centrado en la hermenéutica (Navarro Cordón, Duque Pajuelo), alegaron, a favor del filósofo de la Selva Negra, que había que separar la política de la exégesis de los textos heideggerianos, una separación que suele caracterizar a los filósofos de este grupo, muy orientado al análisis interno de los textos y a la confección de manuales académicos.
En los últimos años sesenta surgen nuevos grupos, como el de Oviedo, en torno a Bueno, o el de Valencia, en torno a Garrido. Este último se disolvió pronto con la marcha de Garrido a Madrid. En cambio, el grupo de Oviedo, procedente de la red de la filosofía oficial, comparte con el de Rábade su defensa de la condición académica de la filosofía como disciplina sustantiva, frente a su carácter adjetivo (sostenido por Sacristán), y la necesidad de que sea enseñada por profesionales expertos en ella, para lo cual suministra textos escolares destinados a la enseñanza de la materia, sobre todo en el bachillerato, pero también en la licenciatura. El grupo de Oviedo se ha mostrado sumamente activo: en 1976 fundó la Sociedad Asturiana de Filosofía; en 1978 creó la revista El Basilisco y, posteriormente, la digital El Catoblepas, aunando a toda esta actividad publicística una gran presencia mediática.
Vázquez García habla, además de un polo religioso-escatológico, el del “nódulo Aranguren”, efecto de una escisión en la filosofía oficial en los años 60. Aquí estarían los teólogos y filósofos jesuitas del tipo Álvarez Bolado y Gómez Caffarena, que crean en 1967 el Instituto Fe y Secularidad, dependiente de los jesuitas, con vistas a fomentar el diálogo entre religión y corrientes intelectuales modernas. El instituto desarrolló una importante función en este sentido, sirviendo de foro a diversos grupos que encontraban allí un espacio de reunión y debate. Complementando esta actividad, hay que mencionar el cambio de orientación, del integrismo al “aggiornamento”, en la revista jesuita Pensamiento desde 1962 y la creación por Ruiz Jiménez de la revista Cuadernos Para El Diálogo en 1963, de gran difusión entre intelectuales y jóvenes universitarios.
Hay más enclaves que forman parte de este polo, como el de Pedro Cerezo en la Universidad de Granada, el de Xavier Zubiri, discípulo de Ortega. Vázquez García sitúa este enclave en el polo religioso, más que por la propia filosofía de Zubiri, por el hecho de vincularse a él autores como el jesuita teólogo de la liberación Ellacuría, Pintor Ramos, Conill. El libro sitúa también en este polo religioso al grupo consagrado al hispanismo filosófico, aunque diferenciando en él distintas sensibilidades: no sería la misma la orientación de Abellán y Heredia (Complutense y Salamanca, respectivamente) que la de Núñez, Ribas, Mora (Autónoma de Madrid). Otros autores pertenecientes a polos distintos del religioso, como el artístico, recibieron de él apoyo para su promoción, lo que confiere a este polo religioso una dimensión muy considerable. Vázquez García destaca muchísimo esta dimensión, seguramente obligado por los hechos que examina en el panorama filosófico de la transición. El “nódulo Aranguren” no pretende, según Vázquez García, centrar en Aranguren la orientación de este complejo entramado, sino más bien simbolizar en él el punto de referencia que une a tantos y tan diferentes discípulos suyos, sobre todo a Muguerza.
El nódulo Aranguren se ramifica en otro polo, distinto del religioso, el “polo científico”. Aquí sitúa el autor la recepción de la filosofía analítica, promovida por Muguerza y un grupo de profesores que, tras iniciar su andadura en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Complutense, constituyeron el núcleo del departamento de filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid, una de las nuevas universidades que, con la Autónoma de Barcelona y la Universidad del País Vasco, surgieron en 1968. El cultivo de la filosofía analítica iba unido al de la lógica simbólica y la filosofía de la ciencia, terreno en el que son muchos los nombres que habría que mencionar, Sacristán, Muguerza, Mosterín, Hierro, Garrido, Deaño, etc. El nacimiento de la revista Teorema (Valencia, 1971) seguiría una orientación filosófica que venía enterrar la vetusta escolástica. Las nuevas universidades autónomas, la de Valencia, la del País Vasco (aquí se refundó en 1985 la revista Theoria gracias a la vuelta del exilio de Sánchez Mazas) y, posteriormente, la de Salamanca con Quintanilla, Broncano, Ezquerro y otros consagrarían la orientación “científica”. Vázquez García subraya oportunamente que los autores del polo científico rehúyen tanto el tratado sistemático como el comentario exegético típico de la escolástica o de la hermenéutica y prefieren el paper o la note for discussion, procedimiento muy visible en Muguerza, quien es sin duda el modelo de este género tan anglosajón, ironía incluida. De Muguerza ofrece el autor una biografía muy útil en las páginas 238-260.
Vázquez García se refiere a un tercer polo dentro del nódulo Aranguren, el polo artístico. Aquí figuran Trías, Fernández Savater, Rubert de Ventós, García Calvo, Morey, Argullol y otros que aparecen en escena en los 70 como neonietzscheanos. De ellos dice el autor que, a diferencia del polo religioso, son urbanos y “suelen caracterizarse asimismo por su condición cosmopolita y viajera” (p. 265). Este polo artístico introduce no sólo un estilo ensayístico y vanguardista en términos estéticos, sino que, frente a la reivindicación social de los marxistas, valora lo marginal y pasajero sin considerarlo banalidad capitalista. Frente a la revolución social, los “artistas” defendían la revolución en la cultura. En este sentido es significativa la crítica de Trías a Sacristán y la respuesta de “Luis” (¿Alfonso Sastre?) a esta crítica, como también la de Bozal y Paramio, que se situaban en la estela de Sacristán. La estética colorista de Savater o García Calvo contrasta fuertemente con la figura adusta y magra de Sacristán.
El polo artístico ha sido especialmente significativo en Barcelona, Madrid y San Sebastián. En 1983 se creaba en la Universidad un área diferenciada de la filosofía: “Estética y Teoría de las Artes”, lo que dio cauce institucional a una vertiente filosófica que sirvió de encuentro entre el mundo de los profesores universitarios y el de los artistas en general. José Jiménez fundó en Madrid, en 1988, el Instituto de Estética y Teoría de las Artes, el cual tuvo gran acogida, creó su propia revista y enlazó a los grupos (no sólo de filósofos, sino de diseñadores, literatos, galeristas, etc.) madrileños con los de Barcelona.
Vázquez García se refiere, finalmente, al nódulo de Sacristán. Este autor, nacido en 1925, formado políticamente en la Falange, donde encontró tribunas para expresar sus inquietudes juveniles, se apartó del falangismo rápidamente. Con su magnífico expediente académico obtuvo una beca para estudiar en Alemania, pero no fue a estudiar teología o metafísica, como era típico de los filósofos, sino lógica. De hecho, se convirtió, a su vuelta de Münster, en el primer especialista español en lógica moderna. Aunque realizó la tesis doctoral sobre Heidegger, su relación con este filósofo no es en absoluto de asentimiento a su obra, sino una crítica de la misma por irracional. Sacristán ingresó en el comunista Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC) en 1956. En la clandestinidad desempeñó un importante papel en la formación de cuadros del partido, en la educación marxista de universitarios y colaboración en revistas del PCE (Nuestra Bandera, Nous Horitzons). Como profesor, ganó pronto gran reputación. Su militancia comunista le impidió acceder a la cátedra de lógica de Valencia en 1962. En 1968 publicó uno de los textos más conocidos en el ámbito filosófico español: “Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores”. En él negaba que la filosofía fuera un saber sustantivo. Es, según él, un saber adjetivo. Es decir, la filosofía no tiene objeto propio, ya que los objetos son estudiados por las ciencias. La filosofía es reflexión sobre distintos objetos y sobre la articulación de los distintos saberes. Sacristán proponía la supresión de la licenciatura en filosofía y la supresión de la asignatura de filosofía en el bachillerato. Hubo un importante debate sobre la cuestión, en el que intervinieron Bueno, Trías, Savater y otros, debate que se producía en un momento en el que confluían el rechazo de la filosofía escolástica y el nacimiento de nuevas secciones de filosofía en Madrid (UAM), Barcelona (UAB), Valencia. Por otra parte, el marxismo de Sacristán, hombre de gran cultura y fina sensibilidad estética, no comulgaba ni con el marxismo dogmático ni con su versión cientificista, ni, menos todavía, con la lectura moralizante que en los años setenta y ochenta propagaban autores como el jesuita francés Calvez. Al mismo tiempo, admitía el dialogo marxismo-cristianismo. Pero el hecho de que exista un nódulo Sacristán en la filosofía española se debe, sobre todo, a su papel de aglutinador de un grupo de filósofos que se consideran discípulos suyos (Muñoz, Doménech, Cruz, Vilar, Fernández Buey, Argullol, Ovejero, Riechmann, Sempere) y por la labor editorial en la publicación de colecciones de libros, de revistas, además de su propia producción intelectual. A Sacristán dedica Vázquez García interesantes páginas en el capítulo VI, “Los pretendientes y el triunfo de la red alternativa”, aparte de útil información sobre los miembros principales del nódulo.
En definitiva el estudio de Vázquez García es un sugerente análisis de la transición filosófica en España. Se echa de menos el significado del exilio republicano en esta transición. No es posible entender si hubo “corte” o “mutación” en la transición sin hacer referencia al trauma del exilio originado por la guerra civil, un exilio que fue tan importante entre los filósofos. Pero parece indudable que tampoco la transición puede calificarse sin más de “ruptura”, ya que hubo filósofos, como Aranguren, que, desde las propias bases de la dictadura, se convirtieron en críticos que iniciaron y estimularon las vías de apertura al pluralismo filosófico, al tiempo que permitían y apoyaban la recuperación de la tradición republicana: krausismo, marxismo, Unamuno, Ortega, filosofía moderna y contemporánea"                             


[1] Francisco Vázquez García: La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica (1963-1990). Madrid, Abada, 2009, 440 pp.


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