Artículo publicado en Claves de Razón Práctica (nº 179, 2008) con el título "En defensa de la democracia representativa"
Se acostumbra a considerar la representación como el componente de la democracia que, al menos de un modo básico, garantiza la participación política de los gobernados. Gracias a los mecanismos de la representación los ciudadanos pueden influir en los procesos de decisión pública, condicionar y controlar, hasta cierto punto, un poder tan imponente como el político, que además de ser un poder sin escapatoria tiene vocación de supremacía y pretensiones de legitimidad. Por esa razón probablemente la mayoría de las personas, según se desprende de los resultados de las encuestas de opinión, reitera una confianza difusa y genérica en la democracia representativa. Pero las explicaciones y justificaciones de ese vínculo tan crucial entre democracia y representación han sido, por lo general, diversas y no exentas de polémica.
Prácticamente todo el mundo vincula hoy representación política con celebración de elecciones periódicas de representantes en condiciones no fraudulentas. Desde luego se considera requisito imprescindible para que pueda hablarse de democracia, siquiera en su expresión mínima. Es más, allí donde se ha producido un desempeño acertado de la representación, los valores de referencia de la democracia han impregnado más o menos la acción de los gobiernos a gran escala. Y, al contrario, allí donde -so pretexto de mejorar la democracia- se han escamoteado los mecanismos habituales de la representación, aquélla ha ido languideciendo hasta extinguirse. Gracias a estos hechos, poco discutibles, ha disminuido últimamente la nómina de los que tienden a contraponer, desde un punto de vista teórico o normativo, democracia y representación.
No obstante, pervive entre los estudiosos una divergencia notable en torno a los rasgos que caracterizan de modo singular la representación política y su relación privilegiada con la democracia. Tal disparidad de criterios explica que existan diagnósticos muy dispersos sobre sus deficiencias actuales y un repertorio de soluciones tan variado como desconcertantes. Así las cosas, intentaremos en este capítulo comprender la naturaleza de la representación política, su preeminencia como recurso de la participación popular y las condiciones de un funcionamiento valioso de sus instituciones más emblemáticas. Con esa perspectiva podremos hacernos cargo del calado de los problemas que esta representación experimenta, unos nuevos y otros seculares, y estaremos mejor pertrechados para atisbar alguna salida razonable al atolladero en que por distintas circunstancias se encuentra hoy atascada la democracia representativa.
Naturaleza de la representación política en democracia
La idea de representar ha significado y sigue significando muchas cosas. Dicho brevemente, representar es hacer presente lo que -o al que-, sin embargo, está ausente, suplir a algo o a alguien, tomar decisiones por otro (Pitkin, 1985: 264). Implica una relación entre representante y representado. Signos, imágenes e instituciones representan algo porque nos remiten simbólicamente a ese algo. Representar es también tratar de reflejar una realidad reproduciéndola a escala. Y se desempeña asimismo la representación cuando se “actúa por” otro -en vez de- o “se actúa para” otro -en su favor-, bien cuidando de sus intereses, bien porque se está autorizado a decidir en su nombre o bien porque se le rinde cuentas de modo periódico y tasado en aquello que nuestra ejecutoria compromete a ese alguien (Laporta, 1989:131). En algunos de estos ejemplos la función de representar sólo requiere la evocación o simplemente la presencia; en otros casos, algún tipo de actividad. Todo depende de cuál sea la naturaleza y alcance del vínculo que expresa la función representativa, a quiénes se adscribe dicho papel, cómo se seleccionan los representantes.
La representación constituye una necesidad social. Cuando los grupos interactúan como conjuntos de individuos, acostumbran a encomendar a unos pocos que actúen en su nombre o en su lugar. Más aún cuando los individuos forman sociedades políticas, destinadas a llevar a la práctica bienes colectivos de carácter básico para la supervivencia de la comunidad, porque entonces la labor de reemplazar un sujeto político por otro adquiere gran trascendencia social. De esta manera la representación emerge como solución institucional a la hora del manejo de los asuntos públicos, del gobierno de las decisiones que afectan a todos y sobre las que todos algo pueden decir o tener algún tipo de intervención (Pitkin, 1985: 247). El propósito de una teoría normativa de la representación es justificar alguna de las múltiples formas de materializar dicha forma de coordinar la interacción social, aportando razones y criterios en pro de aquel modelo concreto –principios, pautas, procedimientos, dispositivos– que produzca mejores rendimientos a la hora de satisfacer tan imperiosa necesidad.
Un gobierno representativo
La idea de representación política no se ha circunscrito sólo a las democracias (Manin 1998: c. 3). En realidad, todos los regímenes, a fin de apuntalar su legitimidad, aducen representar en algún sentido a los que están sometidos a su jurisdicción, tratando así que interioricen de la mejor manera posible su situación de sometimiento. Los gobernantes también se sirven de la representatividad como alegato para apuntalar fuera de sus dominios el prestigio y reconocimiento del propio régimen. Incluso en los Estados de Derecho y, a su vez, democráticos, instituciones que no derivan directamente su poder de una elección popular, desde el Rey a los jueces pasando por la burocracia, justifican en algún extremo su respectivo cometido apelando a que éste se desempeña en nombre o en beneficio de la colectividad a la que a su manera dicen representar. Las controversias sobre el gobierno representativo duran ya siglos, arrancan en los siglos XVII y XVIII. En cierta medida constituyen el telón de fondo de nuestra toma de posiciones, pero aquí vamos a circunscribirnos al examen de los argumentos normativos que justifican la indiscutible y a su vez reciente relación entre representación y democracia. ¿Hasta qué punto está fundada en los principios y valores de la democracia, hoy patrón básico e irrebasable de justicia? ¿Cómo debe configurarse y qué dimensiones debe desarrollar?, ¿cuál es el rasgo más definitorio del vínculo representante/representado? Estas cuestiones se convierten en todo un reto, máxime para quienes creemos que la solvencia de la participación ciudadana en una democracia constitucional depende, en buena medida, del adecuado funcionamiento de la representación política, sin pensar por ello que el repertorio participativo se agota en la actividad electoral y partidaria; al contrario, aquél abarca también, entre otras, las acciones de protesta y el asociacionismo civil.
Hay un abanico de teorías que, aun sin cuestionar la estructura básica institucional de la representación política, polemizan sobre cuál sea su dimensión fundamental y hasta dónde alcanza su potencial normativo. Parten del supuesto de que la capacidad de influir del pueblo consiste básicamente en actuar a través del gobierno. Y reconocen como umbral de la representación democrática el vínculo necesario con instituciones tales como la asamblea de representantes, el voto y unas elecciones periódicas competitivas celebradas conforme a previsiones y procedimientos reglados en condiciones de libertad y debate público. El funcionamiento de estos mecanismos faculta a los representados para decidir quiénes les representan y gobiernan, igual que a premiar o castigar su conducta confirmándolos en sus puestos o designando a otros nuevos.
Una de esas teorías, cuya discusión se remonta a los fundadores del gobierno representativo en la Inglaterra posterior a la guerra civil así como a los debates constituyentes de la Convención de Filadelfia en USA y la Asamblea Francesa, subraya la importancia de preservar la independencia del representante. Éste, un depositario de confianza y hombre de Estado responsable, no siempre puede satisfacer los deseos inmediatos o los intereses particulares de sus representados, sino que debe tener en cuenta las metas colectivas, el conjunto de la comunidad y las consecuencias de sus iniciativas a fuerza de pensar en el medio plazo y en las generaciones venideras. Aún conservan su validez las palabras de Edmund Burke en su Discurso a los electores de Bristol (1774): “El Parlamento no es un congreso de embajadores que defienden intereses distintos y hostiles, intereses que cada uno de sus miembros debe sostener, como agente y abogado, contra otros agentes o abogados, sino una asamblea deliberante de una nación, con un interés, el de la totalidad; donde deben guiar no los intereses o prejuicios locales, sino el bien general que resulta de la razón general del todo” . Claro que la independencia e imparcialidad del representante, el ejercicio de la deliberación racional y la defensa del interés general vienen garantizados por las condiciones de un procedimiento que funciona de acuerdo con el principio de distinción y criterios meritocráticos. Es así como los electores escogen a los mejores .
En sentido más bien contrario, otras corrientes caracterizan al representante atendiendo a criterios de semejanza o proximidad con los representados. De un lado están quienes determinan el alcance de la representación en función del parecido de los elegidos con quienes los eligieron, buscando que sea suficientemente expresiva de la realidad social y se configure como su muestra fiel. Tal visión descriptivista de la representación hace mayor hincapié en cómo se compone el órgano representativo que en la actividad de los representantes. Hay también, de otro lado, quienes asimilan representatividad a sensibilidad con las demandas de los representados. Ya Stuart Mill sostenía que el representante no debe desvincular la formulación de los intereses del representado de sus preferencias, confiando en que gracias a una buena educación toda persona puede desarrollar una competencia cívica adecuada para participar en el debate público y valorar lo que le conviene a él y al conjunto de la comunidad .
Así pues, un gobierno cabalmente representativo adopta políticas e iniciativas congruentes con las señales que de distintas maneras envían los electores o los ciudadanos en general. Tales señales se detectan no sólo en las elecciones, sino a través de las encuestas, campañas en los medios de comunicación, movimientos asociativos, manifestaciones de protesta y demás formas de movilización. Una de las preocupaciones de los “antifederalistas” durante el debate constituyente americano era que la asamblea representaitiva no fuera “un cuadro en miniatura exacto del pueblo en su totalidad” (Manin 1998: 139). Desde este punto de vista, y aunque por lo general en la política moderna la tarea de representar no se asocia a instrucciones vinculantes o a revocabilidad inmediata, hay quienes vinculan la representación con cierta idea de mandato. De acuerdo con este criterio, los manifiestos y programas de los electos, y sobre todo de los partidos de gobierno, deben tener el alcance de un contrato firme que comprometa la acción ulterior del partido o coalición vencedora y permita a los representados comprobar el grado de cumplimiento de las políticas y sus resultados, así como evaluar la ejecutoria de los gobernantes. De esta manera, las promesas del ganador se proyectan como indicio predictivo de su acción . Tanto la teoría descriptiva como la del mandato mantienen pretensiones parecidas. En un caso se presupone que los representantes llevarán a la práctica las demandas de sus semejantes. Y en el segundo la identidad entre la voluntad de los representantes y representados queda asegurada mediante ciertas disposiciones legales.
El examen de estas concepciones nos permite hacer algunas deducciones sobre la naturaleza de la representación política y el gobierno democrático. Aciertan Burke y los Federalistas norteamericanos al considerar que el primer deber de un gobierno representativo, y de todo miembro de una asamblea de representantes, consiste en procurar el bien público vinculando a éste el mejor interés de sus representados. Ahora bien, no cabe ejecutar ese empeño ignorando olímpicamente las preferencias de los representados pretextando el mayor talento y virtud del representante. Antes o después, la práctica continuada de ese vanguardismo desemboca en una u otra forma de gobierno autoritario. Todo lo que signifique postergar la voluntad del demos para representar más fielmente al demos o sus intereses se aviene mal con la representación democrática. La disposición del representante a ser potencialmente -no imperativamente- sensible a esa voluntad refuerza la legitimación del sistema representativo y tiende a frenar la marea de grupos desafectos con el funcionamiento de sus instituciones. Pero ejercer la representación de una manera receptiva a las diversas demandas del pluralismo social no implica estar presto a actuar conforme al último deseo de los representados ni forzado a ejecutar todo lo que la gente demanda. Y tampoco podemos confundir representación democrática con mero consentimiento. ¡Cuántos gobiernos autoritarios, o que simplemente ejercen la hegemonía como forma atenuada de sometimiento, cuentan con el consentimiento de sus gobernados¡ (Pitkin, 1985: 256, 261). Contrariamente a lo que opina Manin (1998: 118), la representación moderna/contemporánea ha ido virando -al menos como proyecto normativamente ligado a las aspiraciones democráticas- de la igualdad de consentimiento a la igualdad de poder.
Así pues, los atributos de “sensible”, “descriptivo” o “consentido” no determinan el rango democrático de la representación. La expresión más elemental pero también más insustituible de la representación democrática radica en esa suerte de “delegación activa” que es, de un lado, rendición periódica de cuentas de los representantes y, de otro, el control y la fiscalización que sobre éstos ejercen los representados. Se distingue porque corresponde, en última instancia, a los representados individualmente determinar quiénes están autorizados a decidir por ellos, sobre qué cosas y cómo. En un gobierno representativo de carácter democrático el poder y la vulnerabilidad de los de arriba proceden de la voluntad y la palabra de los de abajo. Éstos, más que maximizar sus preferencias, por lo menos minimizan los riesgos de que un gobierno se comporte arbitraria o tiránicamente. De todas formas, la facultad de los representados de poder mantenerlos en sus puestos o removerlos empuja a los representantes a dar cuenta de sus actos, a mostrarse más receptivos con las demandas de aquéllos y, en todo caso, a procurar su bienestar o satisfacer sus intereses fundamentales. Es de esta manera como en una democracia representativa alguien se ve a sí mismo como ciudadano y da cumplimiento a su demanda de hablar por sí mismo, ser escuchado y dotar de eficacia a lo que dice (Pitkin, 1985: 251)
Pero el representante no sólo ha de “responder ante alguien”, sino “responder de algo”, y hacerlo además erga onmes o de manera pública (Sartori, 1997). Al tener que afrontar el juicio ciudadano en esas condiciones de transparencia, se ve impelido a justificar de modo imparcial sus acciones u omisiones así como sus resultados y consecuencias. Y es que el deber de explicarse en público sitúa al que manda o representa en la tesitura de argumentar sus propuestas con las mejores razones disponibles a los ojos de sus “mandantes”; o bien, si carece ellas, fingir que las tiene y estar tentado, entonces, de embaucar o manipular a la gente para mantenerse en el puesto. Al vincular, pues, representación política con responsabilidad democrática en su sentido más completo, se intenta conciliar la independencia necesaria del representante y la receptividad hacia los intereses del representado, la gobernabilidad y el control desde abajo. En síntesis, una buena representación depende de la efectividad de los mecanismos establecidos para disuadir el comportamiento irresponsable de los gobiernos; pero también de los recursos y oportunidades a disposición de los ciudadanos para hacerse juicios informados sobre la acción de sus representantes y poder actuar en consecuencia sin ser coaccionados ni manipulados .
Dificultades y contradicciones
Cada una de las dimensiones indicadas –independencia, sensibilidad y responsabilidad- alerta sobre distintos aspectos que hasta el presente han ido configurando la representación política. En cualquier caso, el desempeño compatible de los cometidos diversos de la representación entraña dificultades y contradicciones. De entrada, un gobierno representativo y democrático se justifica como gobierno de los muchos y, sin embargo, por la propia naturaleza de la función, es gobierno de los pocos. Tampoco resulta fácil ser deferente con las demandas de las personas y al mismo tiempo comportarse responsablemente en la acción de gobierno. Imaginamos la representación política como una cadena cuyo arranque está en las preferencias de los ciudadanos, continúa en la agregación de votos y resultados electorales, prosigue en la formación de las coaliciones gubernamentales, tiene otro eslabón más en las políticas públicas y culmina en el juicio de la opinión pública y los representados sobre la labor de los representantes y el rendimiento de sus iniciativas. Pues bien, y aunque la ruptura de esa cadena produce frustración y desencanto, no existe secuencia causal entre sus varios eslabones. Muchas veces ni siquiera se da en la práctica correspondencia alguna entre las preferencias ciudadanas y los resultados de un proceso, como el de la representación, interferido casi siempre por factores exógenos que lo determinan de manera decisiva.
Supongamos el caso de un representante bien dispuesto a actuar en favor de sus representados. Para empezar, no le resultará fácil definir lo que éstos quieren. La escuela de la “Elección Pública” ya se encargó de airear las muchas inconsistencias que la agregación de preferencias produce en la interacción colectiva. Ese buen representante caerá además pronto en la cuenta de que no siempre concuerdan preferencias e intereses fundamentales de los representados. A menudo las preferencias expresadas por éstos últimos carecen del grado de competencia –están poco cribadas y provienen de una información insuficiente- que como mínimo exige el “componente deliberativo” de la democracia. Por tanto al representante no le basta con estar bien dispuesto hacia los deseos de sus representados. Calibrando el calado de de estos deseos, se verá en la obligación de dar prioridad a los más relevantes frente a aquellos otros menos defendibles aunque sentidos con más pasión. En ocasiones, el representante habrá de optar entre preferencias más enfocadas a los resultados frente a otras más sensibles a la calidad de los medios empleados para el fin propuesto. Con frecuencia tendrá que enfrentarse a elecciones cruciales y difíciles entre intereses a corto plazo y a medio plazo, intereses particulares de algunos grupos de representados y los generales de la colectividad, demandas de los miembros de la propia circunscripción electoral y defensa de bienes políticos superiores necesarios para la supervivencia de la comunidad política en su conjunto. A nadie se le escapa que, según se ponga el acento en uno u otro de los aspectos reseñados, la relación representante/representado tendrá un sentido y un alcance ético-político diferentes. El ejercicio de la representación es, pues, tarea no exenta de paradojas de la que sólo cabe esperar rendimientos parciales.
Así las cosas, un funcionamiento valioso de la representación democrática sólo provendrá de una adecuada combinación de sus diversos componentes. Sería un “sistema mixto” que concilie independencia de acción del representante con receptividad hacia las señales venidas de los representados, disposición a cumplir los compromisos electorales con comportamiento responsable y sentido de la gobernabilidad en virtud del cual el gobernante se hace cargo de sus iniciativas y no escamotea ni las razones de la elección ni el alcance de sus consecuencias. En suma, el rendimiento moral de la democracia representativa está en función de la mejora del arbitrio de los ciudadanos frente a los liderazgos concurrentes (responsabilidad), del alcance de las demandas ciudadanas satisfechas (sensibilidad) así como de quiénes sean sus partícipes y beneficiarios dada la lógica expansiva de sus valores, procedimientos y criterios redistributivos (inclusividad).
Ahora bien, síntesis no significa amalgama y todas esas dimensiones no son intercambiables (Pitkin, 1985: 251). El alcance normativo de la representación democrática así entendida se aquilata, ante todo, atendiendo a los recursos y oportunidades disponibles en manos de los ciudadanos para dos logros capitales. Por una parte, limitar la discrecionalidad de los gobernantes y fiscalizar la ejecutoria de los representantes con alguna intervención en la selección de los candidatos y mecanismos apropiados de seguimiento y control de su ejecutoria. De la otra, condicionar la oferta política y evaluar sus resultados, habilitando cauces que permitan a los ciudadanos dar ciertas instrucciones a sus representantes y así obligarles a especificar mejor su contrato, compromisos y tareas. Con ello los ciudadanos ganan influencia en los procesos de decisión relevantes y ejercen un control retrospectivo -y en cierta medida prospectivo- sobre las políticas y los políticos.
El que estas aspiraciones no se vean frustradas va a depender de que la competición política satisfaga ciertas exigencias relacionadas con el pluralismo y el principio de inclusión, y de que cumpla algunas condiciones básicas de igualdad. La oferta política no debe reducirse a poder elegir entre personas, sino también entre distintos programas que se correspondan con la pluralidad de intereses dignos de ser tomados en consideración por razones de justicia y elementales consideraciones de imparcialidad. Esto supone rebajar los costes de entrada en la competición política a fin de que demandas y grupos de individuos por lo común excluidos puedan acceder al palenque democrático; es decir, a fin de que sean los propios afectados quienes estén en condiciones de ponderar y defender sus intereses relevantes de manera coherente y sin sesgos que los distorsionen.
Para que la concurrencia política se desarrolle de esta manera, hace falta aliviar las asimetrías informativas con las que funcionan los circuitos de la representación política y favorecer la capacidad de discernimiento de los representados. ¿Cómo, si no, van a calibrar la ejecutoria de sus representantes o la gestión y rendimiento de las políticas desarrolladas? En los contextos actuales de un funcionamiento tan mediático y mediatizado de la democracia y dadas las desigualdades informativas y de poder, la representación política, más que como un “selector ciego de los mejores”, se proyecta como una irresistible oportunidad de manipular a electores inermes y muy vulnerables (Ovejero, 2002: 175-176). De ahí que a un pluralismo mejor y más incluyente haya que añadirle el requisito de la competencia cívica de los ciudadanos. Ninguna de estas exigencias, como decía Maquiavelo, son factibles sin contextos normativos, instituciones y actitudes coherentes con ellas. Tampoco lo serán si no se remueven ciertas condiciones de desigualdad económica y social, fuente invariable de desigual capacidad de poder, influencia política e información. Así que, sin olvidar ni a Maquiavelo ni a Marx, las pautas y requisitos del proceso representativo -tal como aquí se han entendido- contribuirán a refinar el juicio político de los ciudadanos y proporcionarán crédito a la democracia, confianza en sus instituciones y algo más de satisfacción con los resultados de su funcionamiento.
La preeminencia de la democracia representativa
Las reservas frente a la representación
La identificación entre democracia y representación ha sido tan fuerte en la práctica como débil en la teoría. Efectivamente, la democracia representativa ha tenido más rendimiento que crédito. Allí donde sus instituciones arraigaron, hubo por lo general innegables resultados en términos de justicia social y democratización. Y sin embargo, esos éxitos se estimaron decepcionantes porque defraudaban las aspiraciones puestas en la democracia. Del otro lado, cuando se ha producido un funcionamiento poco reformista de los mecanismos representativos, no se achacaba a un inapropiado diseño de sus instituciones o a sus contextos, ni siquiera a una inadecuada disposición de políticos y ciudadanos; por lo común, ese funcionamiento deficitario se ha imputado a la propia naturaleza demediada de la democracia representativa. Durante mucho tiempo se ha recelado del potencial normativo de la representación cuya vinculación con la democracia se ha tenido, incluso, por fraudulento. Sobre todo sus instituciones de referencia, principalmente los partidos, han sido vistas como una suerte de “madrastra” de la democracia y cuyo destino era producir desafección política. Pero ¿hay disponible un diseño político, una ingeniería institucional más refinada y desarrollada, para satisfacer de modo viable los requerimientos de la democracia como patrón de justicia? Cuando se ha soslayado la democracia representativa y sus instituciones, ¿no ha sido peor el remedio que la enfermedad? En este apartado vamos a defender que la democracia representativa, tal como aquí se ha caracterizado, lejos de llevar el mal dentro –como, por cierto, creían los primeros teóricos de los partidos de masas , representa un modelo de democracia con mayor productividad política y alcance moral que cualquier otro modelo alternativo.
El aire de sospecha que acostumbra a rodear la relación entre democracia y representación se debe a los malos, o como poco vergonzantes, argumentos con los que frecuentemente se ha justificado. Una combinación de reservas, equívocos y prejuicios, así como la mayor ascendencia moral de la que tradicionalmente ha gozado la democracia de inspiración ática o rousseauniana han alentado la contraposición entre representación política y participación democrática o, por lo menos, han hecho difícil conciliarlas. Se ha pregonado con frecuencia la superioridad moral del modelo de democracia directa en tanto se suponía aplicación auténtica del principio de autonomía moral entendido como autogobierno. Con arreglo a este parecer se consideran democráticas, legítimas y por ello moralmente obligatorias tan sólo aquellas decisiones colectivas en las que de manera plena y directa participan todos los afectados por tales decisiones. Si democracia es gobernarse a uno mismo y no ser gobernado por otros, por definición un gobierno representativo -se aduce- determina una relación heterónoma entre gobernantes y gobernados, aunque el procedimiento de selección de los representantes sea electivo.
Pero el caso es, según afirmamos al comienzo del capítulo, que imperativos de carácter sociológico ponen en evidencia que el autogobierno de los ciudadanos, literalmente hablando, no es apenas factible en ningún ámbito relevante de la interacción colectiva e impensable en sociedades de la dimensiones y complejidad de las actuales. A medida que aumenta la escala de la comunidad política y el número de sus miembros, disminuyen las oportunidades de participar directamente (Dahl, 1992: 273). La participación política ineludiblemente está abocada a la mediación de asambleas de representantes situados entre la ciudadanía y la toma de decisiones políticas. Sin embargo, a pesar de que el “principio de realidad” ha forzado a los partidarios de cualquier forma alternativa de democracia a conformarse con un “sucedáneo de democracia” – ese mal menor de la democracia indirecta o representativa-, la democracia directa se ha mantenido durante mucho tiempo como ideal de referencia, un modelo, por cierto, de muy limitado recorrido empírico en la historia e imposible cumplimiento en el presente. Así pues, la defensa de la democracia representativa se ha reducido a esa clase de argumentos que se conocen como de second best o “cláusula de imposiblilidad”.
Se trata de un enfoque equivocado. Y es que, como insistía Sartori, se acostumbra a iluminar la democracia actual con el candil de la democracia de los antiguos. Se pretende explicar una realidad, la democracia representativa, a partir de una interpretación de los principios y de unos modelos de democracia que poco o nada tienen que ver con esa realidad. Cuando se comportan así, los modelos no proponen soluciones “ideales” sino directamente imposibles. Por eso las llamadas “cláusulas de imposibilidad”, aun siendo argumento recurrente, lejos de parecernos una estrategia apropiada de justificación conducen a callejones sin salida (Laporta, 1989: 129). Aquí, al contrario, traeremos en defensa de la democracia representativa argumentos de firts best, que tratan de demostrar su condición de modelo más recomendable por méritos propios. Por desgracia sólo muy tardíamente se ha reforzado el sustento valorativo de la democracia representativa, planteando sin complejos su superioridad sobre otros modelos alternativos más prestigiados, tales como la llamada democracia directa.
Sea como fuere, nuestra defensa de la democracia representativa se distancia de la estrategia de cierto liberalismo que eleva a modelo de democracia determinadas prácticas de la representación y ciertas experiencias históricas de la competición política, poco congruentes con sus rasgos normativos. Esos liberales doctrinarios, además de convertir “lo que es en deber ser”, extrapolan al universo político la carga de pesimismo antropológico y la ontología social inherente a su visión del mundo propia de la economía de mercado: la acción política figura sólo como coste y la democracia representativa como un subproducto de la competencia de intereses privados. Semejante perspectiva disuade la participación política de los ciudadanos, desestima el componente deliberativo de la democracia y reduce la representación al simple hecho de delegar en agentes políticos profesionales que, actuando en provecho propio, benefician a la gran mayoría despolitizada.
Paradójicamente no pocos demócratas, bien nostálgicos de la democracia directa o simplemente empeñados en una democracia más participativa, también se valen de esa “democracia de mercado”, el modelo de sus antagonistas ideológicos, para convertirla en supuesto de su enmienda a la totalidad a la democracia representativa; o sea, en prueba de cargo de la incompatibilidad invencible de los mecanismos de ésta con las exigencias participativas de una auténtica democracia. Sin embargo, de lo expuesto en el apartado anterior sobre el alcance y naturaleza de la democracia representativa no se sigue que ella estimule necesariamente el egoísmo y una competición política mercantilizada, o que promueva agentes que van a lo suyo o consumidores políticos en vez de ciudadanos informados. En una palabra, no se sigue que la democracia representativa tenga que socavar la virtud, arruinar las aspiraciones de justicia y hacer imposibles las relaciones entre representación política, participación y deliberación. Aquí liberales doctrinarios y ciertos demócratas radicales, si bien con opuesta intención, habilitan sus respectivos prejuicios como argumento autoconfirmatorio. En el primer caso, para remachar el supuesto “realismo” de su idea de democracia y, en el segundo, para apuntalar las sospechas acerca del carácter insuperablemente defectuoso de la democracia representativa. A tal fin convierten los unos una patología particular en modelo de democracia y, los otros, en destino fatal de la representación política.
...y sus ventajas
Frente a tales posiciones, la democracia representativa dispone de recursos y alicientes adecuados tanto para aliviar las “paradojas” de la participación y competencia requeridas por la acción de gobierno como para estimular la responsabilidad política y la deliberación necesarias al buen funcionamiento de la democracia. La experiencia histórica muestra de qué manera los modelos rivales de esta forma de democracia, lejos de resolver los problemas que las democracias reales padecen, o bien los empeoran o bien les añaden otros nuevos. Desde nuestro punto de vista, la democracia representativa resulta un modelo exigente y asequible, más acorde con los imperativos de la realidad y la justicia política (Brennan y Hamlin, 1999: 114). Claro que para ello hay que contar con un desempeño aceptable de sus mecanismos institucionales por parte de los agentes políticos y una disposición mínimamente acorde con sus pautas por parte de unos ciudadanos no demasiado politizados pero sí alertas, capaces de aprovechar las oportunidades de condicionar y fiscalizar el ejercicio del poder.
Ha predominado durante mucho tiempo una idea de democracia que inspirándose en una retrospectiva mitificada sobre sus orígenes en la Grecia clásica alentaba expectativas exageradas, al tiempo que proyectaba un juicio negativo o, al menos, suspicaz acerca de la democracia representativa y sus instituciones. Ahora bien, la democracia como gobierno del pueblo por el pueblo, o sea, como su asunción simultánea de las funciones legislativas y ejecutivas, casi nunca ha funcionado en realidad, ni siquiera en la democracia ateniense. En ésta la gobernación no era ejercida primordialmente por la asamblea sino por magistrados, elegidos unos y sorteados otros (Manin, 1998: cap. 1). Sólo una visión “impolítica” de la democracia explica que venga a esperarse de ella lo que no puede ofrecer. Pues la democracia no es un ideal moral más, sino ante todo una institución destinada a producir justicia política, que dadas las condiciones antropológicas y sociales de su propia producción resulta siempre justicia parcial. La justicia política, diría Meinecke, no puede eludir la “herida maquiavélica”. Su destino es abrirse paso en medio de contradicciones y “decisiones tragicas” irrebasables que la obligan a constreñir las ansias perfeccionistas y las pulsiones paternalistas . Así las cosas, y a la luz de la historia, el marco de la democracia representativa y sus procedimientos se corresponden mejor con un horizonte asequible de justicia incompleta y con la naturaleza de una democracia política.
A estas alturas contamos, además, con indicios difícilmente refutables de la mayor productividad política de esta figura de la democracia. Aunque a primera vista parezca una afirmación contraintuitiva, la democracia directa no resulta habitualmente el procedimiento más recomendable a la hora de adoptar decisiones colectivas de alcance político. Demagogias aparte, la mejor manera de contar con la gente no consiste en endosarle la decisión directa sobre múltiples cuestiones acerca de las que no puede formarse un juicio competente, por estar cada una de ellas cuajada de matices, distintos ángulos y soluciones varias de resultados inciertos. Súmese a ello que la pura agregación de una miríada de preferencias heterogéneas, la concurrencia de motivaciones e intereses a veces contrapuestos, en fin, todo aquello que interviene en las decisiones plebiscitarias, no convierten sus resultados en una composición coherente ni en síntesis equilibrada del todo, a no ser en la imaginación de sus interesados intérpretes. He ahí otra razón de peso que invita a delegar buena parte del proceso de toma de decisiones políticas en un cuerpo de representantes, eso sí, sometidos al conjunto de constricciones establecidas por el Estado de Derecho y la democracia representativa.
Por otra parte, mucho se ha hablado de la “paradoja de la participación”. Ésta viene a recordarnos que muchos ciudadanos, bien dispuestos a implicarse en política por razones nobles, experimentan que participar resulta siempre costoso y no pocas veces improductivo. De entrada, es humanamente imposible que uno pueda participar en todo lo que considera importante, ni siquiera en aquellas cuestiones y decisiones relevantes que más le afectan. Los propios intereses vitales, las urgencias y prioridades de cualquiera se plantean en mil frentes y ámbitos. Es cierto que la política representa esa clase de actividad de la que un demócrata convencido no puede desentenderse del todo. Pero para comprometerse en condiciones decentes y razonables, necesita tiempo, información y alicientes que no están al alcance de la gente normal. ¿Cuenta el ciudadano con recursos y capacidad para calibrar cuáles iniciativas de la oferta política están disponibles de modo efectivo? ¿Está en condiciones de calcular las consecuencias a corto y medio plazo de cada una de ellas? ¿Puede discernir las que están destinadas en verdad a promover el interés público de aquellas otras que tras una envoltura retórica sirven a un interés privado inconfesable? Una respuesta positiva a muchos de estos interrogantes demanda información políticamente relevante, aunque de alto componente técnico. Así que un ciudadano inclinado al compromiso político por motivos no espúreos, constata que hay un enorme desajuste entre el alto coste de intervenir públicamente con solvencia y la capacidad real de influir que de ello se deriva. Rendimientos tan decepcionantes ante tamaño esfuerzo desalientan a cualquiera a comprometerse por razones virtuosas en los asuntos políticos.
Pero la gravedad de los impedimentos no convierte irremisiblemente al ciudadano en un “incompetente básico” ni le deja inerme a merced de la manipulación o del arbitrismo de las cúpulas partidarias. Allí donde la democracia representativa tiene un desarrollo institucional acorde con los criterios que normativamente la caracterizan, se alivian las contradicciones y paradojas de la participación y se alcanza cierto equilibrio entre el esfuerzo esperado del ciudadano medio, los alicientes a su alcance y las expectativas que razonablemente puede abrigar. Con las oportunidades y recursos que una democracia representativa “tomada en serio” pone a disposición de los ciudadanos, éstos ciertamente no pueden aspirar a que sus deseos se cumplan; pero sí pueden contribuir a que se produzca un determinado resultado. No hacen la política, pero sí influyen en ella cuando encomiendan sus “preocupaciones políticas urgentes” (Dahl) a un determinado candidato u organización cuyo sesgo ideológico, programa o ejecutoria le ofrecen pistas fiables de cómo gestionar la madeja de asuntos públicos. Los ciudadanos no confeccionan ni la agenda ni la orientación de las políticas, pero sí pueden condicionarlas, ejercer un cierto control y fiscalización sobre ellas, aquilatar la competencia de sus representantes en el desempeño de su labor, sancionar su comportamiento y mostrarles así su acuerdo o rechazo. Para ello desde luego se requiere que las instituciones y procedimientos de la representación, particularmente los partidos políticos, el sistema electoral y el parlamento, se configuren y actúen conforme a los principios y pautas constitucionalmente estipulados sin hacer trampas ni adulterar su sentido.
Y, por último, la democracia representativa tiene un mayor alcance moral por su mejor disposición para fomentar la responsabilidad, tratar la complejidad y el pluralismo así como favorecer la deliberación deliberativa. En una democracia plebiscitaria nadie está obligado a responder por los resultados y consecuencias de las elecciones políticas que se adoptan. Lo contrario sucede en su forma representativa, en la que procedimientos y entramado institucional están configurados para que los promotores de iniciativas públicas respondan de ellas y por ellas ante los ciudadanos, y así es como éstos pueden vigilar el proceso y desenlace de tales iniciativas. Por si ello fuera poco, en el ejercicio de la función de gobierno los representantes desarrollan un sentido de la responsabilidad desde el momento en que interiorizan una idea del interés general y una visión comprehensiva de la política. Y así aprenden a integrar sus propuestas, dado que los asuntos están conectados, unas medidas inciden en la marcha de otras y todas repercuten sobre las políticas económicas y fiscales (Brennan y Hamlin, 1999: 125-126).
En las circunstancias actuales de pluralismo acentuado, en las que múltiples minorías aspiran a que su voz tenga eco e influencia y nuevas emergencias demandan soluciones sofisticadas y de alto contenido tecnológico, no parecen recomendables procedimientos de decisión colectiva como los plebiscitarios. Estos últimos, destinados a producir resultados de suma cero -unos lo ganan todo y otros lo pierden todo-, provocan una dinámica que simplifica cuando no empuja a la exclusión y hasta al fanatismo. La propia naturaleza de la democracia representativa, en cambio, la vuelve un ámbito idóneo para la construcción de consensos más comprehensivos que el simple registro de la voluntad de una mayoría mecánica. Ya sea para sacar adelante una propuesta en una asamblea legislativa, ya sea para la formación de gobiernos representativos, se requiere por lo común tener en cuenta perspectivas variadas e intereses divergentes, negociar y formar coaliciones de distintas minorías. Las minorías más vulnerables, recelosas de una mayoría osificada tendente a ignorarlas o excluirlas, siempre tendrán más chance en una democracia cabalmente pluralista y representativa, que en cualquier otro escenario alternativo. A fin de cuentas, esta democracia dispone potencialmente de recursos y oportunidades para que los pactos, además de ser fruto de una negociación entre las partes, manifiesten un sesgo incluyente y hagan sitio a voces de distinto rango preteridas por las rutinas de unos y los intereses de otros.
Pero a fin de que los consensos adquieran relevancia moral y sean expresión de un interés público más rico y verdadero, hace falta que aquéllos se configuren de modo razonable, es decir, conforme a criterios y pautas de carácter deliberativo, componente imprescindible de la democracia y del buen gobierno. Pues bien, la promoción de ámbitos y procesos deliberativos se ajusta mejor a la naturaleza de la democracia representativa que a formas de democracia directa, cibernética e instantánea . Tales procesos deliberativos requieren filtros, ámbitos de mediación y múltiples foros con los que atemperar las pasiones, tomar distancias de los deseos e intereses inmediatos y así someterlos a escrutinio y revisión. Los hábitos deliberativos ayudan además a autentificar los procesos representativos e incrementar su legitimidad y, sobre todo, a corregir algunas de las patologías de su funcionamiento. Muestras de tales patologías, acentuadas por la colonización mediática de la política, serían, por ejemplo, la exagerada delegación y el cesarismo, la endogamia y la ausencia de mérito en el reclutamiento para el desempeño de los cargos, el vaciamiento de la política, la colusión con intereses espúreos y la deriva sectaria del debate público. Sin duda tales males, al igual que los comportamientos tiránicos, se resisten mejor con una buena democracia representativa que con concesiones al “directismo” o cualquier otra fórmula alternativa. Y es que allí donde ha funcionado adecuadamente en el marco del Estado de Derecho, se ha convertido en referente empírico de la democracia, ha consolidado una participación política moderada y generado expectativas razonables de rendimiento como forma de gobierno y factor de justicia (Laporta, 1989: 139-140).
Las instituciones de la democracia representativa
Las instituciones importan y mucho. Influyen sobre las creencias, acciones y expectativas de los ciudadanos, favorecen u obstaculizan determinados resultados. Y, por supuesto, condicionan la distribución del poder. Instituciones y hábitos de los sujetos implicados (motivaciones, pautas de comportamiento) se condicionan mutuamente. Las primeras, si funcionan adecuadamente, tienden a fomentar disposiciones congruentes con las razones que las justifican, mientras que los buenos hábitos contribuyen a estabilizar la calidad de las instituciones. Si no es así, éstas experimentan una suerte de entropía que les hace perder progresivamente su pujanza originaria. En este marco toca referirse a las instituciones propias de la democracia representativa y a sus avatares. “Sin la institucionalización el ideal de la representación no pasaría de ser un sueño vacío” (Pitkin,1985: 265). Y es que a la postre, el alcance de la representatividad de un gobierno se define, en buena medida, por sus instituciones y por la forma en que éstas funcionan.
El Parlamento
El parlamento figura en el imaginario político como el lugar por antonomasia de la representación política. También el despliegue institucional del principio democrático se ha asociado al parlamento. Y aunque sus origenes se remontan a la Alta Edad Media, las asambleas parlamentarias se refundaron en la época moderna. Gracias a la “revolución” liberal y al desarrollo del principio representativo, los parlamentos se convirtieron en la expresión de un interés general bajo la figura de la voluntad de la Nación, considerada ésta una organización unitaria y no fragmentada de ciudadanos dotados de derechos y libertades. Los parlamentos venían a reflejar las aspiraciones plurales, no ya de estamentos o corporaciones particulares, sino de individuos jurídicamente iguales entre sí. En suma, se erigieron en los depositarios del principio de la soberanía y en centros de un poder ascendente en los que se delibera, negocia y decide. A partir de la Constitución de Estados Unidos y de la Revolución Francesa la capacidad de iniciativa de los parlamentos fue en aumento durante todo el siglo XIX hasta alzarse con buena parte del protagonismo político.
A la “revolución” liberal siguió la “revolución” democrática resultado de la progresiva implantación del sufragio universal. De esta manera el parlamento amplió su legitimación popular, transformándose en representante genuino de los ciudadanos y expresión de su pluralismo. Como el origen de la legitimación era el mismo, se planteó que la composición del gobierno se correspondiese también con la voluntad de los ciudadanos manifiesta en las urnas y reflejada en el parlamento. Es así como emerge la moderna doctrina del gobierno representativo impulsada, sobe todo, en Europa desde hacía más de un siglo: el gobierno surge de y es controlado por la mayoría del Parlamento que a su vez, se supone, refleja la mayoría de los electores (Guerrero, 2004: 18-229). Sus funciones se compendian en representar a los ciudadanos, haciéndose eco de las urgencias de los individuos y necesidades políticas de las circunscripciones locales, recogiendo solicitudes de las diversas asociaciones de la sociedad civil tanto las de intención altruista como las de “grupos de intereses”; también en deliberar y legislar, ejerciendo así su condición más propia en tanto que poder del Estado de Derecho; y por fin en controlar la acción del gobierno, supervisando sus políticas, aquilatando el rendimiento de sus iniciativas y juzgando su conducta. Todos los parlamentos desarrollan estas diversas funciones, si bien su importancia varía conforme a las tradiciones políticas de cada país y el tipo de relación que acaba cristalizando entre la representación parlamentaria y los demás poderes del Estado. Sea como fuere, una diferencia substancial se hace notar según se trate de un sistema parlamentario o presidencialista. En el primer caso el Parlamento, además de controlar al gobierno, contribuye a su formación. Por el contrario, en el segundo, la composición del ejecutivo compete a un Presidente votado directamente por los ciudadanos en procedimiento aparte de la elección del Parlamento cuya facultad, a este respecto, se limita al control del gobierno.
Aunque los diversos diseños institucionales de gobierno representativo se han mantenido apenas sin cambios -y así se ha consignado en la mayoría de las constituciones democráticas-, desde un primer momento sus aplicaciones han traído alteraciones considerables del esquema originario. Al parlamento se le ha considerado siempre el lugar simbólico de la democracia; su “destino” en expresión de Kelsen. Pero la idea de un parlamento que gobierna o un gobierno que delibera gracias a la centralidad política del primero ha sido en buena medida una ilusión, uno de esos llamativos desajustes entre lo legal y lo real que han alentado la desafección política. Y, lo más curioso, a medida que se democratizaba el sistema político las asambleas parlamentarias iban perdiendo protagonismo.
El despliegue práctico de la doctrina de la democracia representativa convirtió en factor clave del sistema político determinar quiénes pueden elegir y cómo elegir a los representantes. A partir de ahí comienzan a cobrar gran trascendencia institucional dos componentes hasta entonces no muy significativos: el sistema electoral y, sobre todo, los partidos políticos, los cuales iniciaron su carrera triunfal durante el siglo XX. El desafío era adecuar el gobierno representativo a las exigencias del principio democrático de inclusión y su demanda de ampliar el derecho de sufragio. En teoría, se trataba de extenderlo al conjunto de la población adulta suprimiendo las discriminaciones por motivos económicos, de sexo o raza. Como se sabe, éste fue un proceso intermitente con avances y retrocesos en su discurrir histórico. Suponía aumentar considerablemente el número de participantes en el proceso político, que de unos miles de electores pasaron a ser millones. Con ello el cuerpo electoral iba adquiriendo dimensiones inabarcables para los mecanismos de socialización política propios de los Estados liberales del siglo XIX cuyo funcionamiento terminó colapsado. Hubo que adecuar el funcionamiento del Parlamento. Desde entonces sus prácticas comenzaron a experimentar durante decenios una paulatina metamorfosis no declarada. Igualmente hubo que rehacer los ya inadecuados mecanismos del juego electoral. Y los viejos partidos se transformaron en potentes partidos de masa unos y en partidos electorales otros, reapareciendo en este nuevo proceso como los agentes primordiales de la actividad política.
El sistema electoral
Las elecciones son procedimientos institucionalizados a través de los cuales se produce la designación de los representantes mediante la intervención de los ciudadanos. Tienen como principio rector reflejar el pluralismo social lo más fielmente posible, si bien de modo coherente con el propio sistema político y sin poner en peligro su reproducción estable. De forma más o menos directa, la elección de representantes vale también para elegir a los gobiernos y ejercer el control popular sobre ellos. Al cumplimiento de tales propósitos se orientan las reglas electorales, que determinan la conversión de los votos en escaños y facilitan la formación de mayorías de gobierno.
Y aunque existen múltiples fórmulas en función de los criterios de representación que se priman, las reglas electorales suelen agruparse en dos arquetipos. Unas responden al principio de mayoría eligiéndose a un solo candidato por distrito. Otras obedecen a criterios de representación proporcional optando por distritos amplios en los que se elige a más de un candidato. No obstante, buena parte de los dispositivos electorales combinan criterios y elementos de ambos modelos. Cada una de estas combinaciones organiza de una manera las múltiples funciones asignadas a los mecanismos electorales y con arreglo a esa concreta ordenación se evalúa la mayor o menor eficiencia del sistema electoral. También se tienen en cuenta otras variables tan importantes como quiénes tienen derecho al voto, los requisitos para el sufragio, la ponderación de la influencia o los procedimientos de cálculo, la configuración de las circunscripciones, su tamaño y número o el “umbral” de votos necesarios para obtener escaño. Importa igualmente averiguar si las leyes electorales favorecen la relación directa de cada candidato con sus electores o simplemente tienden a cuantificar los apoyos globales de cada partido.
En cualquier caso, atribuimos al procedimiento electoral varios cometidos de enorme trascendencia: asegurar la igual repercusión del voto de cada ciudadano y la responsabilidad de los representantes ante los representados; favorecer la formación de mayorías estables de gobierno; facilitar la competencia política y oportunidades para la alternancia; promocionar el pluralismo y la representación de minorías al tiempo que los compromisos entre grupos étnicos, religiosos o de otros rasgos identitarios muy acentuados. Ocurre, con todo, que estas funciones, aun siendo todas de la mayor importancia, no siempre resultan compatibles entre sí a la hora de llevarlas a la práctica. Y sin duda, cuestiones tan cruciales y controvertidas como las señaladas afectan a la ejecutoria de la democracia. No son aspectos puramente técnicos reservados al buen hacer de los especialistas. Los sistemas electorales no evolucionan en “probetas”, sino en contextos concretos y bajo la presión de intereses políticos muy diversos y contrapuestos. Constituyen una de las reglas fundamentales del juego político. Condicionan la estrategia de los agentes políticos, el voto de los electores y la propia estructura del sistema político. En suma, buena parte de las instituciones claves de la democracia están, de una u otra manera, conectadas con el mecanismo electoral. Su funcionamiento resulta un banco de prueba del alcance real del potencial normativo de representación política. Su trascendencia institucional supera en la práctica la del funcionamiento del Parlamento, que se ha ido conformando como un lugar donde el poder, más que ejercerse, se escenifica.
Y, sin embargo, tampoco el sistema electoral constituye la piedra angular de la democracia representativa. No se halla ahí el epicentro de sus problemas, ni su causa ni su solución. Apuntar al sistema electoral resulta un recurso fácil para salir del paso, una excusa para no afrontar reformas de mayor calado. A lo sumo, en el juego electoral se refleja la patología del sistema político, se decantan los síntomas del malestar de nuestras democracias que repercute en aquél como su efecto o consecuencia. Cargamos sobre las espaldas del sistema electoral –también del funcionamiento de las asambleas parlamentarias- lo que debe imputarse a condiciones políticas estructurales sobre las que aquél se alza, tales como la propia evolución de la política representativa, su definitiva transformación en una democracia de partidos, la tendencia sin freno de la actividad política a la completa profesionalización o su dependencia de las exigencias del mercado y la lógica mediática. No cabe pedir demasiado a las reformas electorales (Montero 2000: 32). Los padecimientos de nuestras democracias no remitirán con cambios recurrentes de los procedimientos de elección, que, a lo más, pueden valer como muleta institucional de un proyecto más amplio de reforma democrática.
Los partidos políticos
En el devenir histórico de la democracia representativa tanto la función parlamentaria como el régimen electoral experimentaron sucesivas mutaciones. Las principales han sido inducidas por la transferencia del control y ejercicio de su cometido a los nuevos partidos de masa o a los viejos partidos remozados, que se fueron convirtiendo paulatinamente en los protagonistas de la vida democrática. Reforzaron los mecanismos y los procesos que favorecían una más intensa identificación de los representados con los representantes. Ejercieron el pluralismo oficiando la competencia política y la alternancia en el gobierno. Y sobre todo, buena parte del caudal legitimador de las instituciones emblemáticas de la representación pasaron a manos de los partidos que desde entonces se convirtieron en sus gestores y en la referencia clave del sistema político. De esta manera, durante la primera mitad del siglo XX se fue decantando una democracia de partidos cuya formulación constitucional se acuñó tras la segunda guerra mundial.
Todas estas alteraciones han sido analizadas suficientemente, aunque quizás un poco tarde. Pero desde un punto de vista normativo, o bien no se reconocieron a las claras o bien no se justificaron con la consistencia debida. En particular, la teoría política no ha argumentado del mejor modo la persistente coexistencia entre elementos del viejo modelo del Estado Liberal y los supuestos que configuran la representación política en el Estado de Partidos. Las aporías planteadas en su día por esos procesos de cambio fueron de tal hondura que nunca los estudios político-constitucionales lograron superarlas del todo. De todas formas la viabilidad de nuestras democracias, su eficacia como cauce de justicia, ha dependido y depende de su condición de democracia de partidos. También sus insatisfactorios rendimientos. Desde este ángulo hay que examinar el pasado agridulce, el presente inquietante y el futuro incierto de la democracia representativa. Para bien y para mal, la democracia de partidos se ha transformado en destino del despliegue institucional de la democracia. Su porvenir va a depender, en buena parte, de la capacidad de reforma y de acierto en esta tarea que demuestren los partidos.
Al ampliarse los derechos políticos, y en particular el del sufragio, se incorporaron al sistema político importantes sectores de población hasta entonces excluidos. Fueron los partidos políticos los agentes primordiales de esta socialización política. Multiplicaron su capacidad de movilización y sus recursos organizativos. Encauzaron la participación y la contestación social ante el Estado, mejoraron la competencia política. Los partidos deciden sobre las reglas. Establecen las leyes electorales, las de funcionamiento del parlamento y las que rigen las relaciones de gobierno con el parlamento y los electores con los electos. Y aunque las constricciones institucionales pueden condicionar, y mucho, la labor de los partidos, es su propia ejecutoria la que impulsa o desvitaliza el potencial transformador de cualquier reforma institucional bien concebida y diseñada.
En la práctica este régimen de representación política tuvo dos misiones destacadas: la formación de identidades y el procesamiento político de los intereses. Como fábricas de identidades los partidos promocionaron subculturas colectivas, con las que grupos de individuos se dotaban de sentido de pertenencia a determinadas comunidades políticas y sociales (clase, nación, género, grupo étnico o religioso...). A tal fin las ideologías de los partidos fueron durante mucho tiempo la pieza clave de esa “función expresiva” de la representación. Han facilitado a los candidatos la obtención de votos y servido a los votantes como atajo para conformar sus decisiones. La otra misión de los partidos en el ejercicio de la representación ha sido la “politización de intereses”. Con ello trataban de sumar intereses muy diversos e integrarlos en el proceso político. Acomodándolos a los idearios de cada partido, los intereses de parte se proyectaban como intereses generales de tal manera que muchas de sus aspiraciones se podían remitir a un ansiado estado de cosas futuro. De este modo los ciudadanos han capitalizado los recursos de su participación individual que, canalizada a través del partido, adquiría impronta global y ampliaba su influencia. En suma, los partidos se convirtieron en protagonistas de los distintos procesos democratizadores y, muchas veces, en creadores de consensos sociales, dando un alcance sin precedentes a la representación política (Katz y Mair, 2004: 18-19).
Crisis de la democracia de partidos
Tan generosa delegación favoreció el que los partidos monopolizaran el régimen de representación política. ¿Hasta el punto de convertir los sombríos presagios de Michels en destino de los partidos? El hecho es que éstos se han transformado en organizaciones muy jerárquicas y sus cúpulas acumulan una enorme cantidad de poder. Una militancia profesionalizada ha ido paulatinamente va supliendo a la voluntaria y en interior de los partidos resurge el clientelismo escaseando los criterios de mérito. En consecuencia, la competición interna ha perdido sustancia y ha decaído la calidad de la vida asociativa en el seno de los partidos. Además, cualquier supervisión externa por parte de los ciudadanos, instancia administrativa o judicial se ha considerado siempre intromisión perturbadora en la autonomía de la organización y una amenaza a su capacidad autoregulativa de los partidos. El resultado final es un entorno menos sensible a las pautas de la democracia representativa y más proclive al aprovechamiento cínico de ventajas y oportunidades, lo que desanima la participación del seguidor desinteresado.
Otra faceta de la “crisis estructural” de la representación política ha radicado en la financiación de los partidos. Constitucionalizados tras la segunda posguerra, una variada normativa legalizó en los países europeos la subvención a los partidos a fin de mantenerlos protegidos de proveedores privados de los que pudiera depender su solvencia financiera y garantizar a la vez el principio de igualdad de oportunidades. Sin embargo, mantener la burocracia partidaria y costear los gastos electorales han precipitado a los partidos por la pendiente de una financiación desbocada, causa de irregularidades y desigualdad política así como motivo de escándalo en nuestras democracias (Blanco Valdés, 2001: 53-84).
De otra parte, los partidos muy condicionados por el impacto de los grandes cambios sociales vienen experimentando enormes dificultades para desempeñar su cometido como agentes de la democracia representativa. Al difuminarse la densa correspondencia de otros tiempos entre grandes redes partidarias y amplios grupos sociales, los partidos han dejado de ser cauces privilegiados de la representación de intereses. Muchas de sus funciones se han transferido a otros sujetos, aparentemente al menos, en mejor disposición para hacer frente a los complejos desafíos del presente. En suma, ha disminuido el potencial representativo de los partidos y sus posibilidades de conformar las políticas públicas; ha decrecido el voto deferente hacia ellos y ha aumentado la transversalidad de las ofertas electorales.Todos estos avatares de la “carrera triunfal” de los partidos trajeron consigo una pérdida de su impulso moral. Una manifiesta descompensación entre lo que se dice y lo que se hace convierten a los partidos en rehenes de un discurso devaluado.
Ningún otro fenómeno parece erosionar tanto el desempeño de la democracia representativa como la ocupación mediática del espacio público. Los medios de comunicación de masas -y, sobre todo, los conglomerados de poder que los controlan- gozan de una influencia decisiva sobre los procesos políticos. En buena medida han impuesto su lógica, su código y su estilo a la comunicación política que, reducida a campaña de marketing, se banaliza y pierde buena parte de su sustancia política. El ciudadano, sometido a una incesante ducha de propaganda, carece de recursos para aquilatar el alcance real de su acuerdo o divergencia con el partido que le representa, pues sólo dispone de una información trivial, incompleta o distorsionada que le hace muy vulnerable a la manipulación. Finalmente, la presión mediática ha inclinado la balanza hacia el lado del personalismo como forma de resolver la crisis de la representación. El “líder” encarna la función simbólica de la representación. Con él se identifican los seguidores, mientras que el partido se proyecta como instrumento al servicio de un líder que reclama un "poder de prerrogativa" para tomar decisiones singulares en contextos imponderables. La democracia se vuelve más plebiscitaria que representativa y deliberativa. Se desactivan, aún más, los controles y el régimen tasado de las responsabilidades políticas. A la postre, se escora hacia el populismo, síntoma de una generalizada despolitización que desafía a la democracia representativa en nombre de la democracia. En una palabra, un mal desahogo para las paradojas y patologías actuales de la política, ya que el populismo desfigura algunos de sus componentes morales, ya sea la transparencia o la inclusión. Frente a los abusos de poder de las élites pero también frente a la supuesta amenaza de “los otros”, inmigrantes y extraños en general, el populismo sitúa en el centro a la “gente normal” pretendiendo hacer inteligible la política al pueblo llano. Para ello arremete contra todas las mediaciones interpuestas entre los ciudadanos y sus representantes, cuestiona los ciclos y procesos que definen la política representativa.
Ninguna institución ha contribuido tanto como los partidos a determinar la forma misma de la política. Pero tampoco hay otra tan expresiva de sus sombras más inquietantes: la insolvencia, el descrédito o la irrelevancia. ¿Cúal será, entonces, el futuro de la democracia representativa? ¿Hacia dónde caminaría una supuesta democracia sin partidos? Ciertamente los partidos no son lo que eran. Pero resulta aventurado concebir una democracia estable sin su concurso. Si, además, la representatividad y el sesgo deliberativo son distintivos de una democracia, no se ha inventado artefacto institucional más refinado que los partidos para darles cumplimiento. Si la calidad de su vida asociativa acompañara, los partidos encarnan potencialmente foros idóneos para deliberar y ejercer la competencia cívica, oportunidades a disposición de los ciudadanos con las que condicionar las promesas políticas e incluso convertirlas en mandatos, influir en la selección del personal político, controlar a los representantes, exigir responsabilidades y ejercer las propias. Así que los partidos ni sobran ni son redundantes respecto de otra clase de participación formal o informal. Simplemente hay que transformarlos por el bien de la democracia y su estabilidad.
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Ramón Vargas-Machuca Ortega. Catedrático de Filosofía Política. Este artículo refleja el contenido resumido del capítulo 5, “Representación” del libro El saber del ciudadano, Aurelio Arteta (ed.), Alianza Editorial , 2008.
Referencias bibliográficas
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