CHARLAS
PARA LA SESIÓN DE “CATAS CON ARTE” DEL 18 DE MAYO DE 2012 POR FRANCISCO VÁZQUEZ
GARCÍA
Historia del gusto e historia del erotismo
El chocolate no
tiene efectos afrodisíacos probados. Contiene, no obstante, una combinación de
sustancias como la cafeína, la teobromina y la feniletilamina que, mezcladas,
producen efectos euforizantes similares a los producidos en el orgasmo.
No obstante,
existe el mito de los efectos eróticos del chocolate. A esto ha contribuido la
leyenda de su origen. Inventado por los mayas y difundido posteriormente entre
los aztecas, se cuenta que el cacique Moctezuma consumía un batido espumoso de
chocolate antes de visitar a sus distintas esposas.
Sin duda existe
una marcada analogía entre el placer de disolver un bombón entre la lengua y el
paladar –como recomiendan los confiteros belgas- y el goce sexual, pero no
existe nexo causal entre ambas experiencias.
Esta analogía
revela la fuerte proximidad entre la historia del gusto y la del erotismo. En
las civilizaciones griega y romana, el gusto gastronómico y el erotismo no
estaban diferenciados. Formaban parte del mismo conjunto de conductas; lo que
los griegos designaban como los aphrodisia.
El problema moral en la ética de la virilidad que regía en estas civilizaciones
era si el adulto sería capaz de administrar activamente sus placeres o si se
encontraría dominado por ellos. En el primer caso era viril, en el segundo,
afeminado, porque se rebajaba a la condición pasiva. Así, un hombre que se
dejaba arrastrar por su pasión por las mujeres, el vino o la comida, se
consideraba públicamente como afeminado.
Así, la Dietética
y la Erótica formaban parte del mismo cuerpo de saberes: los referidos al buen
uso de los placeres. De ahí sus entrecruzamientos y la importancia de ciertos
remedios y sustancias que, consumidas, permitían mantener un coito prolongado o
excitar el deseo erótico.
Esta preocupación
por tales remedios y tonificantes eróticos tenía que ver con dos convicciones
íntimamente relacionadas entre sí y establecidas por la Medicina griega, hechos
que se mantendrían vigentes casi hasta el siglo XVIII.
En primer lugar,
se consideraba que el semen masculino era una forma purificada de la sangre. Su
pérdida equivalía a 40 veces la pérdida de sangre, por lo que debilitaba mucho
al organismo. Por eso eran tan importantes los remedios que mantenían la
erección sin llegar a la eyaculación.
En segundo lugar,
para que la mujer quedara fecundada, se entendía que su semen debía mezclarse
con el del hombre. Es decir, la mujer debía llegar al orgasmo y emitir así su
semilla.
Se estimaba
entonces que los alimentos suculentos y que producían ventosidades (habas,
castañas, asados) eran favorables para estimular y mantener las erecciones (el
aire aumentaba la inyección sanguínea y la erección).
La edad de oro de
los afrodisíacos se sitúa entre el Renacimiento y la cultura del Barroco. La
alquimia y la farmacopea preparaban bálsamos, pociones y filtros de Nevus cuyos
componentes se apoyaban en el principio de analogía: sesos de gorrión (se creía
que este animal copulaba hasta 83 veces por hora), el diasatyrion (una variante
de orquídea cuya raíz bulbosa era semejante a los genitales masculinos). Por
otro lado se creía que los alimentos con poco aire minimizaban las erecciones.
Por ejemplo, los frutos secos. Por eso en la dieta de los Padres del Desierto o
en los regímenes monásticos eran muy recomendados, ya que evitaban las
poluciones nocturnas y preservaban la castidad.
Santo
Tomás y las siete especies de la lujuria
Junto a una
cultura que en la edad moderna multiplicaba los bálsamos venéreos, las pociones
afrodisíacas, los filtros amorosos y los ungüentos eróticos, coexistía otra, ligada
a instituciones como la teología y el derecho, que catalogaba y perseguía los
pecados contra la lujuria.
Aquí la obra de
referencia era la Suma Teológica de
Tomás de Aquino, publicada en el siglo XIII. En la Secunda Secundae, quaestio
154, el Aquinate se refiere a las especies de la lujuria. Distingue siete tipos
en orden de gravedad creciente: fornicación simple, adulterio, incesto,
estupro, rapto, sacrilegio y vicio contra naturaleza. En los seis primeros se
atenta contra la unión matrimonial entre los seres humanos, pero en el séptimo
se atenta directamente contra Dios. Se trata de una rebelión contra el mandato
divino (“creced y multiplicaos”), al impedir la posibilidad de la generación,
que el el modo humano de proseguir la tarea creadora del Génesis.
Dentro del vicio
contra naturaleza se reconocen tres variantes: la molicie o polución voluntaria
(semejante a la masturbación), la bestialidad y la sodomía. Repárese en que la
polución voluntaria, dentro de este cuadro canónico, era un pecado más grave
que el incesto, el adulterio y la violación.
Sodomía
Dentro de los
pecados contrarios a la naturaleza, el más comentado y perseguido era el de
sodomía. Esta podía ser de dos tipos:
a)
Perfecta, cuando se producía la penetración de hombre a hombre, de mujer
a mujer (mediante alguna clase de consolador) o de hombre a mujer por vaso
indebido.
b)
Imperfecta, cuando un hombre tenía relación con otro sin llegar a
penetrarlo, o cuando una mujer tenía relación con otra sin que mediara
penetración.
En España, el delito
de sodomía entre los siglos XV y XVIII, estaba penado con la muerte del reo. En
Castilla la jurisdicción le correspondía a los tribunales reales, pero en los
reinos de Aragón, el asunto era competencia de los tribunales inquisitoriales.
La pena de muerte sólo se aplicaba en los casos de sodomía perfecta. La
imperfecta entre hombres podía ser castigada con pena de azotes, confiscación
de los bienes y la cárcel.
La sodomía
imperfecta entre mujeres, ni siquiera era castigada, porque los besos y
caricias eróticas entre hembras se consideraban algo grotesco y absurdo, más
motivo de risa que de indignación.
Por otro lado,
aunque se dieron, los casos de condena por sodomía perfecta entre mujeres
fueron sumamente excepcionales. Generalmente se consideraba que la penetración
entre mujeres sólo podía tener lugar o mediante dildos o valdreses
(consoladores hechos habitualmente de pellejos de animal) o porque se
consideraba que una de las mujeres era semihermafrodita, provista de un
clítoris desmesurado (virago), del
tamaño de un pene.
Cultura Erótica
Pese a la
persecución de los pecados de lujuria por parte de las autoridades religiosas y
civiles, se desarrolló una poderosa cultura erótica que se convirtió en
industria de masas en el siglo XIX. Esto es válido incluso para países de
tradición estrictamente católica y en los que la Iglesia conservó un inmenso
poder, como es el caso de España.
Así, entre 1900 y
el final de la Guerra Civil, despegó en nuestro país una boyante industria del
erotismo que se difundió a través de múltiples registros.
En primer lugar
la producción de postales, desde las simplemente picantes hasta las
abiertamente pornográficas, fabricadas principalmente en Francia, aunque
también hubo empresarios españoles de este ramo. Estas postales a menudo se
guardaban disimuladas por sus coleccionistas, en álbumes que contenían estampas
religiosas o fotografías de la familia real.
En segundo lugar,
una gran variedad de literatura erótica, desde los panfletos más brutalmente
obscenos, editados clandestinamente (con nombre ficticio y alusivo de autor y
de la editorial, por ejemplo “Barón del Perote”, editorial Falo) y vendidos en
burdeles, hasta novelas cortas de cierta calidad literaria, como las publicadas
por Felipe Trigo, Álvaro de Retana o Joaquín Belda, pasando por esos folletines
“ardorosos”, “para leer con una sola mano”, que se distribuían bajo cuerda por
parte de algunos comerciales.
En tercer lugar,
el mundo del espectáculo: vodeviles, cuplés y revistas satíricas con escenas
que iban desde lo galante y pícaro hasta lo chabacano. Fue famosa, por ejemplo,
la canción de La Pulga, un número erótico importando de Francia, que podía
verse en Madrid a finales del siglo XIX en el Teatro Barbieri, interpretado por
la Bella Chelito.
A este muestrario
hay que añadir la introducción del cinematógrafo. Las primeras tres
producciones españolas del género pornográfico datan de comienzos de la década
de los veinte. Se titulan “El Ministro”, “Consultorio de Señoras” y “El
Confesor”, y en ellas se mezcla el erotismo descarnado con la sátira política y
anticlerical.
Todo este
despliegue de cultura erótica fue bautizado por el escritor madrileño Álvaro
Retana, como “La Ola Verde”. Pero el término que mejor lo expresa y que era de
uso común en la España de los años 20 y 30, era el de “sicalipsis”, que procede
de los vocablos griegos sykon (vulva)
y aleptikós (excitación). La
sicalipsis abarcaba todo este complejo de productos y consumos eróticos.
El deber del orgasmo
Como se dijo al
comienzo, la preparación de alimentos y brebajes afrodisíacos apuntaban a
excitar la libido masculina y a prolongar la erección. Desde la Antigüedad
Grecorromana hasta la Ilustración prevaleció en Occidente la idea de que la
mujer siempre estaba dispuesta para el sexo, lo que en último término alentaba
el miedo a sus poderes seductores y a sus disposiciones como devoradora sexual.
A partir de
mediados del siglo XVIII sin embargo, se empezó a consolidar la idea,
plenamente aceptada en la Europa victoriana, de que la mujer honesta carecía de
excitabilidad sexual. Su estado natural era “anafrodisíaco” o de anestesia
sexual (hoy lo calificaríamos de frígido). La mujer sexualmente activa y
multiorgásmica se identificaba con las figuras infames de la prostituta o de la
ninfómana. El “estro venéreo” –lo que hoy denominamos orgasmo- era “cosa de
hombres”.
Sin embargo,
desde la década de 1920 y de un modo decidido y masivo, desde la década de los
sesenta, esa representación se trastocó por completo. Se impuso la idea de que
la mujer estaba más capacitada para la excitación sexual –mucho más- que el
propio varón. El goce recíproco se convertía en un derecho universal, se
democratizaba.
Los sexólogos a
partir de entonces, comenzaron a cartografiar al detalle la geografía erógena
femenina, midieron la curva de sus sacudidas orgásmicas y cronometraron los
ritmos de su lubricidad. Se impuso finalmente la norma del orgasmo simultáneo
como patrón de la conducta sexual saludable en pareja.
En esta nueva
democracia sexual –nos dicen los sexólogos, la guía para saber si una persona
está bien entrenada en la gimnasia del orgasmo recíproco es la masturbación.
Curiosamente esta conducta, que 80 años atrás se asimilaba a la fuente y causa
de terribles enfermedades (ceguera, tuberculosis, consunción de la espina
dorsal), se ha convertido en el sismógrafo para detectar si los adolescentes
tienen tendencias frígidas o anorgásmicas. La carencia de masturbación se ve
hoy como signo de un desorden (anuncia la tragedia de las disfunciones
orgásmicas); su presencia, en cambio, se identifica con una terapia. Ese es el
caprichoso juego en el que se empeña nuestra flamante democracia sexual.
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