Thursday, June 19, 2008

Hacia una teoría de la educación para una ciudadanía democrática




HACIA UNA TEORÍA DE LA EDUCACIÓN PARA UNA CIUDADANÍA DEMOCRÁTICA.
Por Carlos Mougán


1. ¿Por qué una teoría de la educación para una ciudadanía democrática?

La educación de la ciudadanía adquiere hoy una significación y una relevancia desconocida hasta ahora. Y no es que en el pasado no se haya planteado esta cuestión. Se trata de que las circunstancias sociales, culturales e históricas y los supuestos éticos, políticos y filosóficos de las épocas anteriores hicieron de éste un asunto relativamente poco controvertido. Así, por ejemplo, en la antigüedad, y en la medida en que la teoría política tenía como objetivo la promoción de la virtud y que existía un cierto acuerdo sobre aquello en lo que consistía la vida buena, la necesidad de formación de una ciudadanía virtuosa aparecía como indiscutible. Para Aristóteles y, aun con las limitaciones impuestas por una concepción restringida y jerárquica del ser humano y de la ciudadanía, la adquisición de virtudes por el ciudadano constituía la verdadera medida del buen gobierno. Más allá de los matices y de las diferencias que podamos encontrar entre unas posiciones filosóficas y otras, formar a los ciudadanos en la virtud era un punto de encuentro entre las distintas teorías éticas y políticas de la antigüedad. En la modernidad, la separación de las cuestiones de vida buena de las cuestiones políticas, consecuencia de la entrada en escena del individualismo liberal, supone el cuestionamiento de la idea de que la formación de una ciudadanía virtuosa es una tarea pública o política. El referente más claro de la nueva perspectiva es el de Locke. En lo que resulta ser el primer tratado moderno sobre la educación del ciudadano, Pensamientos sobre la educación, la formación en las virtudes del "gentleman" son un asunto privado responsabilidad de la familia. Las aspiraciones a la construcción de un marco político que diera cabida a la diversidad de visiones comprehensivas de la realidad, la ausencia de un marco teórico sobre fundamentos trascendentes que proporcionara la certeza acerca del significado de la vida buena y la dificultad de conjugar en la práctica la diversidad de convicciones conformando un núcleo común de valores sustantivos empujan en la dirección de negar la posibilidad misma de una teoría de la educación de la ciudadanía. Bajo la perspectiva del liberalismo no es tanto que no se considerara necesario que la ciudadanía adquiriera determinadas virtudes sino que se entendía que la adquisición de las mismas no dependía, ni debía depender, del desarrollo de una teoría política que exigiera la formación de una ciudadanía virtuosa pues supondría debilitar la neutralidad moral del poder político que constituye la garantía del respeto a las libertades individuales. Sea, en la antigüedad, por su demasía teórica, sea, en el sentido inverso, por las pretensiones morales autorrestrictivas de determinadas formas de liberalismo, ambas perspectivas niegan la posibilidad de desarrollar una "teoría de la educación para una ciudadanía democrática", en adelante TECD, que las nuevas condiciones sociales y políticas y una revisión de los supuestos teóricos y prácticos de la modernidad exigen hoy.

En el ámbito de la teoría política los análisis sobre el concepto de ciudadanía parecen converger de manera creciente en la necesidad de incorporar como un dato central de sus propuestas que ser ciudadano exige la adquisición de un conjunto de virtudes, la identificación con un conjunto de valores sin los que el mantenimiento de un orden social liberal y democrático se hace insostenible. La tesis supone una revisión profunda del concepto de ciudadanía tal y como lo entendió la tradición liberal, para el que la ciudadanía consistía en la posesión de un estatus legal que convertía al individuo en miembro de una comunidad política. Más aún, una parte significativa de la tradición liberal consideró que se podría asegurar una democracia liberal sin la necesidad de que los individuos fueran especialmente virtuosos . La revisión del concepto de ciudadanía que se viene realizando desde la última década del siglo XX desplaza la cuestión indicando que no se trata sólo de la extensión de los derechos civiles, a los políticos y sociales cómo la tradición política ha acordado. En su análisis del concepto de ciudadanía Kymlicka y Norman muestran cómo el marco teórico de la ciudadanía que ha servido como referente hasta ahora, el propuesto por Marshall , necesita ser ampliado. Si para Marshall la cuestión es cómo conseguir que cada individuo sea tratado como un miembro igual de la sociedad, lo que requería el incremento del número de derechos amparado por del modelo del estado del bienestar, hoy este enfoque exige ser complementado por el ejercicio de responsabilidades y virtudes ciudadanas. La ciudadanía ya no es sólo un estatus, un derecho que se ejerce de manera pasiva sino un compromiso activo con la sociedad sin el que el orden liberal termina por convertirse en un orden impositivo. La exigencia del desarrollo de una serie de virtudes necesarias para el buen mantenimiento de la sociedad ha pasado a ser una reclamación común a las distintas corrientes de pensamiento político. También en el seno de la teoría liberal, cuyos argumentos analizaremos más tarde, si bien la legitimación, contenido y alcance de la promoción de virtudes cívicas es objeto de fuertes discrepancias . En todo caso, la necesidad de aclarar el contenido y los límites de una teoría que aborde la formación y consecución de virtudes ciudadanas, de una teoría de la educación de una ciudadanía democrática es, en opinión de estos autores, un "urgente objetivo de política pública" .

La exigencia de una TECD viene avalada no sólo por los derroteros del discurso y la práctica política. La interpretación del proceso de modernización por parte de la teoría sociológica también apunta a nuestro entender en esta dirección. Así, por ejemplo, Beck ha puesto de manifiesto que la distribución de responsabilidades, la ampliación de las mismas, es un rasgo central de nuestra época. Los individuos se ven obligados a dar cuenta de numerosos problemas que no son causados por su acción directa sino por su inacción. El tema es que la ciudadanía implica que los individuos en las sociedades tardomodernas tenemos que hacernos responsable no sólo de lo que hacemos sino también de todo aquello que nos podría suceder y respecto de lo que no tomamos medidas preventivas. Lo importante para nuestro tema del análisis de Beck es que enfatiza que el avance en los conocimientos no solventará nuestros problemas, puesto que no se trata de que no conozcamos todavía, sino que somos incapaces de conocer como consecuencia justamente del desarrollo del saber experto. No podemos entender el conocimiento como algo que puede y/o debe quedar en manos de los expertos pues, a juicio de Beck, la eliminación del riesgo y la incertidumbre no son solucionables con más conocimiento. Esto significa que la toma de decisiones por expertos no supondrá científicamente la eliminación de los riesgos. Es característico de la modernidad reflexiva que nadie podrá venir a indicarnos cuál es la solución correcta. La alternativa a la que apunta Beck pasa por forjar un nuevo un nuevo tipo de conciencia ciudadana cosmopolita global, que se vincula en torno a la toma de conciencia del riesgo. De ahí la importancia que concede a la opinión pública. Puesto que la nuestra es una sociedad de “irresponsabilidad organizada”, el tipo de problema que se plantea sólo puede ser respondido desde la mentalidad de una “ciudadanía mundial autoconsciente” que supone una nueva forma de interpretar la responsabilidad, el estado, la justicia, etc..
También Giddens abunda en esta dirección cuando señala que la duda metódica ha dejado de ser un elemento preliminar de la investigación científica para convertirse en elemento consustancial a la misma, provocada por el mismo desarrollo científico y técnico. Pero Giddens va más allá indicando que la modernidad ha significado a su entender el secuestro de importante ámbitos de la experiencia humana. La ampliación de posibilidades y de desarrollo y construcción del yo supone que vuelven a aparecer como decisivas las preguntas ontológicas y morales fundamentales que habrían sido postergadas por la modernidad . El propio proceso de la modernidad acaba por dejar en manos de los individuos las cuestiones decisivas para su propio desarrollo. Ahora bien, en el contexto de incertidumbre predomina la tendencia a entregarse a la rutina y a favor de ciertos estilos de vida preestablecidos. Lo que hay, entonces, es una renuncia al ejercicio del pensamiento crítico. Las tesis de Giddens sobre la modernidad confirman la importancia de una TECD, puesto que pone de manifiesto la necesidad de una formación que nos permita encarar la compleja trama de decisiones que afectan al proceso de constitución y desarrollo del yo, de la exigencia de la toma de conciencia por parte del ciudadano, de su capacidad para deliberar, decidir y tomar responsabilidades. La TECD es una teoría postmoderna en la medida en que los relatos y los factores externos que han conformado en la sociedades tradicionales y modernas la identidad personal se han desvanecido .

En el ámbito de las teorías éticas, la TECD tiene que mostrar la racionalidad de una propuesta de valores y la defensa de un conjunto de virtudes sobre la base de argumentos públicos, intersubjetivos y no trascendentes. Se enmarca, pues, en el esfuerzo por la recuperación del lenguaje moral, del lenguaje que hace posible el discurso racional acerca de la virtud. Ahora bien, una teoría centrada en torno a la virtud en su dimensión cívica tiene que partir de supuestos diferentes de aquellos en los que se asentaban las teorías sobre la virtud en el pasado. De un lado, la teoría clásica de la virtud, singularmente la aristotélica, pese a contener elementos irrenunciables para todo teorizar acerca de la virtud, en especial en su referencia al carácter contextual de la virtud y a la naturaleza de ésta como hábito, modo de ser, etc., no puede resultar hoy válido al no reconocer el elemento individual y temporal de la autorrealización moral. Lo individual pues el modo de pensar antiguo al anteponer lo social a lo individual supeditaba éste a lo primero, lo que resultaba alienador respecto de las posibilidades del individuo y su singularidad. De la temporalidad porque no reconoce el carácter efímero y contingente, también en su vertiente social, de los valores morales y de su realización. De otro lado, la teoría clásica del individualismo liberal tampoco resulta adecuada hoy, pues la virtud no requiere ya de fundamentos trascendentes o intemporales, tampoco los basados en la naturaleza o racionalidad humana. El individualismo liberal también habría permanecido incapaz de reconocer el carácter contingente, histórico y social de la virtud. Al intentar restringir el alcance moral del discurso político o bien ha privatizado la moral o la ha reducido a un minimalismo incapaz de sostener un discurso moral significativo acerca de la virtud cívica.
Desde hace algún tiempo la teoría ética se ha venido esforzando por encontrar un espacio para las virtudes cívicas. En el caso español las referencias más conocidas son las de autores como V. Camps, S. Giner, A. Cortina, A. Valcarcel, E. Guisán, R. Carracedo, etc., que desde distintas posiciones han argumentado a favor de la necesidad de una educación ciudadana. La perspectiva que aquí se defiende parte de considerar que la moral y las virtudes cívicas se generan a través del proceso democrático . El punto de vista adoptado es pragmático al reconocer la prioridad de la democracia y sus valores de manera que la argumentación ética no busca los fundamentos trascendentes en los que apoyarse para una justificación de los mismos sino que, reconociendo el carácter de construcción histórica y social que la democracia y los derechos humanos tienen, analiza los problemas a los que hacen frente aportando las razones y los argumentos más pertinentes al caso. Como al aludir a las disputas del liberalismo con el ecologismo, el feminismo, etc.., pondremos de manifiesto, la TECD es pragmática puesto que permite la defensa de determinadas virtudes con independencia de los argumentos últimos que en defensa de las mismas se puede esgrimir. La conveniencia de tales virtudes se basa, en consecuencia, en argumentos de orden político y social.
El discurso contemporáneo de la virtud emerge del reconocimiento de que rasgos como pluralismo, contingencia, fragilidad y falibilidad no son un obstáculo para el discurso moral, sino la fuente que los articula sobre una renovada concepción del mundo y de la realidad. Esta conceptualización moral implica considerar que las virtudes son, en cualquier caso, aprendidas, y por ello reaprendidas cada vez por cada generación y por los individuos que la componen. Son frágiles, pues nada ni nadie puede asegurarnos su perdurabilidad y permanencia en el tiempo y contingentes, pues su significado se va modificando con la aparición de nuevos problemas (aún si guardan viejos nombre las virtudes cambian de significado con el transcurrir de los tiempos). Son contextuales puesto que su significado debe ser redefinido en función de las circunstancias, y falibles pues nacen no de la convicción de estar en posesión de la verdad y de la certeza moral, sino de la posibilidad de la discrepancia y del error. Pese a ello, guardan una densidad de significado que es producto de un doble aspecto. Como todo discurso moral nace de la negatividad, del aprendizaje humano del dolor, del mal que puede ser evitado. Pero, además, aunque nazca como rechazo apunta en una dirección de transformación de la sociedad y del mundo. Tolerancia, responsabilidad, lealtad, austeridad son formas en las que queremos que se transforme la convivencia humana y son, cada una a su manera, formas de realización de los valores de libertad e igualdad.
La importancia de la TECD se muestra en que no hay propuesta ética que no pase, hoy en día, por descansar en la necesidad de que el ciudadano desarrolle determinadas virtudes. Sea que estemos tratando de la democracia, el consumo, la manipulación genética, el comercio justo o la ecología, todas ellas exigen un cuidadano activo que toma parte en las decisiones, que se hace consecuente de la consecuencia de sus acciones y que elige en función de argumentos que tienen en cuenta a los demás.

En otro sentido la TECD es también, y necesariamente, una teoría postilustrada. La época moderna confió en la formación de una opinión pública ilustrada, confianza que se encontraba amparada en que el avance científico permitiría la distribución social de los conocimientos. Las virtudes ciudadanas, suponía el liberalismo de corte ilustrado, vendrían de la mano de la propagación de los conocimientos. A dicha formación del público ilustrado, le subyacía una concepción optimista del conocimiento a la que se atribuía cualidades intrínsecamente morales. La formación de las virtudes morales del pueblo debían ser producto del desarrollo científico. Puesto que la reflexión contemporánea ha puesto en cuestión la vinculación entre conocimiento y bien, las bases sobre las que se asentaba la formación de un público ilustrado y cívico se han vuelto insostenibles. La necesidad de la formación de un público virtuoso exige, entonces, la promoción explícita de hábitos y virtudes morales, y la formación moral de la ciudadanía aparece como un reto que es característico de las sociedades tecnológicamente avanzadas.

En resumen, la TECD parte de la convicción de que no hay solución para los problemas sociales, políticos y morales que no pase por una nueva forma de conciencia ciudadana que implique pensar de manera distinta la relación del individuo con la sociedad, el estado y el poder. La raíz de una TECD es la convicción de que la educación es el principal medio para la consecución de una ciudadanía virtuosa. El terreno de una TECD queda así enmarcado entre dos posibilidades que niegan su sentido. De un lado, la TECD rechaza la tentación prohibicionista, al considerar que para evitar que la gente adopte determinadas actitudes no hace falta más que prohibirlas. Sobre esto quien nos enseña es J.S. Mill. Al estimar básico el ejercicio de la libertad, la TECD hace suyo los principios liberales expuestos por Mill considerando que es preferible cualquier decisión con la condición de que haya sido realizada voluntaria y autónomamente. De otro lado, la TECD tiene que rechazar la tentativa abstencionista, esto es, la idea de que al no entrometernos en las actividades de los individuos estamos protegiendo su libertad. Sobre ello, el autor de referencia es Durkheim al señalar que el individuo necesita de un orden moral y social sin el que se encuentra perdido.
La cuestión a dilucidar es, ahora, cuáles son los apoyos éticos y políticos, los argumentos filosóficos que apoyan la TECD y los contenidos y los límites que ha de tener tal teoría.



2. Justificación filosófica de la teoría: algunos requisitos básicos.

Al hacer del centro de sus preocupaciones la educación moral de la ciudadanía la TECD establece puentes entro lo político y lo moral que son rechazados por algunos al considerar que ataca al núcleo mismo del liberalismo. Según la visión usual el proceso moderno ha sido un proceso de escisión de las distintas esferas que aparecían confundidas en el mundo antiguo. Así, en el caso que nos ocupa, se trataría de que el bien y la justicia, o si se quiere la moral y la política, pertenecen a ámbitos distintos. Los intentos de penetrar en el ámbito de la moral desde la política, o de juzgar la política desde la realización de formas de vida buena, se entiende que niega la gran conquista de la modernidad y el santo y seña del liberalismo, esto es, la libertad individual. Defender la necesidad de una TECD significa ocuparse de la formación de las virtudes del individuo, lo que supone la elección de un modelo de ciudadano y, con ello, la promoción de un modo de entender el bien incompatible con la neutralidad de los poderes públicos.
La defensa de esta separación y autorrestricción moral de lo político ha seguido diversas estrategias. Así, de un lado, se realiza justamente en nombre de la preocupación por la formación de las virtudes y de la moral. Den Uyl sostiene , por ejemplo, que la posición liberal exige la completa separación de lo político frente a lo moral, lo que, a su entender, es producto no solamente del compromiso político con la libertad, sino también consecuencia de la convicción de que es la teoría máximamente consistente con una robusta convicción moral, aquella que hace de la responsabilidad individual el punto de partida de la virtud. Desde su perspectiva, las políticas destinadas a promover la virtud confunden la conducta socialmente ordenada con la conducta virtuosa. Lo moral es más y de otra índole que lo social, y la política agota su misión en la protección de las condiciones que hacen posible la virtud, esto es, la capacidad de autodeterminación. Su tesis, en definitiva, será que la promoción política de la virtud arruina su posibilidad misma al reducir la responsabilidad del individuo en la elección del modo de vida correcto. El argumento no parece muy plausible pues hace depender a la acción moral de un componente externo, ajeno a ella. Por la misma pendiente de acentuar el mérito de la acción individual en ausencia de condicionamientos externos que la favorezcan se podrá acabar en la idea de que cuanto peor mejor, es decir, cuantas más dificultades se pongan a la moralidad más brillará la misma. Es posible que la honestidad, la lealtad o el interés por los demás sean virtudes más meritorias en personas que han crecido en un medio hostil a las mismas, pero parece difícil aceptar que prosperan más y mejor si no se encuentran empujadas por las circunstancias con el argumento de que es, entonces, cuando son verdaderamente queridas o elegidas libremente. Por lo demás, lo que Den Uyl no señala son las relaciones entre las condiciones metanormativos propias, según él, del liberalismo, que no nos señalan ideal alguno de perfección humana, y los principios normativos que aspiran al ideal de perfección humana. Pues, sin dejar de reconocer que la moral tiene un componente individual que no puede ser absorbido ni invadido socialmente, no resulta menos obvio que la moralidad está, de un lado, condicionado socialmente y, de otro, tiene consecuencias para la conformación política de las sociedades. Así, aunque señala, correctamente a nuestro entender, que lo propio de la política es proteger la capacidad de autodeterminación de los individuos no ve que la defensa de dicha capacidad está vinculada, se quiera o no, con un compromiso moral. La autodirectividad es, más que una condición de la moralidad, una parte del ideal de perfeccionamiento humano, pues si aquella consiste en la capacidad que tienen los individuos de decidir acerca de las formas de pensar y obrar de uno mismo, teniendo como base una información relevante sobre el medio que nos pone en condición de optar entre distintas posibilidades, se habrá de concluir que ello excluye muchos ideales de perfeccionamiento humano, véase, los fundamentalismos religiosos, pero también la entrega incondicional a una sociedad regida por los valores del consumo y del mercado. Querer una sociedad de individuos que sean capaces de distanciarse del imperativo social, y piensen, elijan y actúen de un modo propio, supone, quiérase o no, señalar un horizonte moral como guía de las actuaciones políticas.

Desde otro ángulo, las pretensiones de deslindar el liberalismo de sus implicaciones morales, y la consiguiente recusación de una TECD por traspasar el horizonte del mismo, ha sido realizada desde una perspectiva estrictamente política. Sin duda, el autor de referencia es necesariamente Rawls, quien ha defendido de manera más convincente la necesidad de un liberalismo exclusivamente político. Ahora bien, ha sido él mismo quien ha apuntado la necesidad que tienen las instituciones liberales, para su sostenimiento, de un conjunto de virtudes sin las cuales no puede sobrevivir. De este modo señala:
"Así, la justicia como equidad incluye una noción de determinadas virtudes políticas -las virtudes de la cooperación social equitativa, por ejemplo: las virtudes de civilidad, de tolerancia, de razonabilidad y del sentido de la equidad. Lo crucial aquí es que la admisión de esas virtudes por parte de una concepción política no desemboca en el estado perfeccionista de una doctrina comprehensiva" .
La admisión de la existencia de virtudes cívicas en la ciudadanía acerca a Rawls a posiciones republicanas, pues, presupone y exige la existencia de una "moral cívica". Rawls entiende que esta moral cívica, por un lado, existe y es producto de la experiencia común y del pasado que se ha venido sedimentando en el seno de la ciudadanía y, por otro, entiende que ha de ser fomentada desde las instituciones y la educación pública pues son una condición del orden liberal. Aún cuando, a su entender, como señala en el texto, ello no supone romper su principio de imparcialidad moral y de la neutralidad del estado, el reproche de indoctrinación y de ruptura del principio de neutralidad del estado se desprende lógicamente desde aquella afirmación. Tanto desde la posición de aquellos que quieren defender un liberalismo fuertemente antiperfeccionista y quieren distanciarse de la posición de Rawls, como desde la de aquellos que consideran que el liberalismo está más comprometido moralmente y desean situar a Rawls en sus filas, se han esforzado en señalar la incoherencia entre la promoción de las virtudes ciudadanas y la pretensión de situarse a igual distancia del ideal de autonomía moral ilustrado y del fundamentalismo religioso.
No sólo se trata de mostrar que la posición de Rawls es implausible sin la asunción un punto de partida moral que se sustancia en la necesidad de promover determinadas virtudes cívicas, sino que, además, dicha promoción de las virtudes sólo es sostenible si se entiende que Rawls está protegiendo el principio de autonomía . Así, por ejemplo, las imposiciones que se pueden imponer en materia educativa a los miembros de las sectas religiosas y que incluyen "cosas tales como el conocimiento de sus derechos constitucionales y civiles" se justifica con el objetivo de que lleguen "a saber que existe en su sociedad la libertad de conciencia, y que la apostasía no es un crimen legalmente perseguible" . Se trata de garantizar, por tanto, que los miembros de los grupos minoritarios tengan asegurado el derecho de salida, un punto acerca del que la mayor parte de los liberales se muestran de acuerdo. Pero el reconocimiento del derecho de salida tiene implicaciones normativas que van más allá de la aceptación de la diversidad de concepciones existentes. En el caso de Rawls la defensa de la libertad de conciencia está asociada a la idea de que los individuos pueden y deben tener la posibilidad de revisar sus propias concepciones del bien, lo que a su vez no es posible sin el ejercicio de la razón. Es decir, para Rawls, la sociedad debe garantizar a los individuos que sean cuales sean los valores, objetivos o modos de vida que persigan estos han de hacer sido examinados racionalmente. Así lo ha demostrado en un artículo dedicado a este punto M. Toscano quien señala: "No se trata solamente de que nuestras creencias sean verdaderas, nuestros fines buenos o nuestras acciones sean correctas, sino de que lleguemos a saber por qué lo son, pues sólo de esa forma serán nuestras propias creencias o nuestros propios fines" . Si esta interpretación es correcta la autonomía moral permanece como el verdadero trasfondo de la obra de Rawls. La deuda milliana de Rawls resulta entonces inevitable y la propuesta de separar su liberalismo político de implicaciones morales comprehensivas inviable.

Más satisfactorias para una TECD que las propuestas de Rawls lo son la de aquellos autores liberales que han entendido que el núcleo del liberalismo es la defensa de un conjunto de valores que conformarían dicha tradición. Así, por ejemplo, es el caso de Galston, quien sostiene que la característica más definitoria del liberalismo es que permite la más amplia oportunidad posible para que los individuos definan y conduzcan su vida como más conveniente les parezca. Pero para sostener y defender la diversidad es necesario circunscribirla. No se puede atender a la diversidad sin atender, al mismo tiempo, a sus precondiciones institucionales; según la expresión latina "non pluribus sed unum". Aunque comprometido con la libertad, el estado liberal necesita de las virtudes que la hacen posible, y estas virtudes no son connaturales al ser humano sino que necesitan ser cultivadas. Así, Galston concluye que "en una extensión difícil de medir pero imposible de ignorar, la viabilidad de la sociedad liberal depende de su capacidad para engendrar una ciudadanía virtuosa."
Ahora bien, en la medida en que acentúa que el propósito del liberalismo es la diversidad, la defensa de las virtudes cívicas que hace Galston , y en su misma línea otros autores como Macedo, Larmore, Flathman etc., resulta manifiestamente insuficiente. Al reconocer la necesidad que el orden social tiene de la existencia de un conjunto de virtudes cívicas, el liberalismo propositivo marca el terreno por donde debe transcurrir la TECD, pero al subordinar el valor de la autonomía se torna incapaz de argumentar en favor de la promoción de algunas de las virtudes cívicas que son centrales para una TECD. En este sentido, es probablemente J. Raz el autor más sugerente en este terreno, puesto que actualiza la línea de pensamiento marcada por Mill en la que se apunta al ideal de una sociedad conformada por individuos caracterizados por la capacidad reflexiva. La tesis que se defiende es que la autonomía no es un ideal moral avasallador que pone en cuestión la pluralidad de una sociedad liberal, sino la condición sin la cual no puede haber ejercicio mismo de la libertad. Resulta inadmisible hablar de libertad sin al mismo tiempo garantizar que la elección es producto de una decisión del individuo en condiciones de una, al menos relativa, ausencia de coerción, conocimiento de la situación y posibilidades alternativas . Y la existencia de dichos conocimientos y de dichas posibilidades alternativas tiene que ser establecidas socialmente. Para que podamos decir de un individuo que es dueño de sus actos, más allá de su propia declaración, tendremos que buscar un contexto social objetivo que lo haga plausible. Sirva, como ejemplo de lo que se quiere decir, que, al abordar problemas como el de la igualdad de género es manifiesto que la cuestión no es qué opina el sujeto supuestamente oprimido, pues los temas de disonancias cognitivas, preferencias adaptativas, etc., puede llevar a muy diversos estados de opinión, sino cuál es su opinión una vez que se dan determinadas circunstancias entre las que destaca el conocimiento de lo alternativo y la posibilidad real de optar por caminos contrapuestos. En este sentido, la defensa de una TECD ha de servir para proporcionar los conocimientos y las actitudes necesarias para garantizar que la sociedad no actúa de manera impositiva o adoctrinadora. Una parte importante de los contenidos de la TECD suponen valores y conocimientos alternativos a los que una sociedad regida por el mecanismo de mercado y del beneficio económico transmite. La TECD tiene que ser una teoría liberal que pretende que los ciudadanos sean adiestrados en el ejercicio de la razón y en la capacidad de reflexión individual, pero ha de transitar por un terreno que se encuentre tan distanciado de la política del "laissez faire" moral del liberalismo que se proclama neutral y defensor del abstencionismo moral del estado, como de las políticas impositivas del bien ancladas en las pretensiones comunitaristas de una educación centrada en un conjunto de valores heredados por la tradición.

Sin duda, la tradición de pensamiento que más ha acentuado la importancia de la formación de una ciudadanía virtuosa ha sido la republicana. En este sentido los autores de inspiración son Aristóteles y Maquiavelo quienes habrían señalado la necesidad que las leyes tienen de buenas costumbres. La importancia de disponer de una ciudadanía virtuosa, esto es, de un público que se comporte con buenas costumbres es un lugar común de la tradición republicana. De este modo, podemos decir que la idea de virtud cívica ha sido sostenida históricamente por aquellos que han entendido que la libertad de los individuos sólo es sostenible si viven bajo una república que ellos mismos gobiernan . La libertad no es exclusivamente en la tradición republicana una cuestión referida a los derechos individuales y a la ausencia de interferencia, sino también al cumplimiento de deberes públicos y al desarrollo de virtudes cívicas. Más aún, Pettit señala que, una parte importante de la tradición republicana, ha hecho del eje de la misma no el concepto de libertad, sino el de la necesidad de la virtud ciudadana, de la adquisición de un conjunto de buenos hábitos o, en expresión del mismo Pettit, de civilidad . En todo caso, sea ese el núcleo o no del republicanismo, es la misma concepción de la libertad como no dominación la que exige la formación en los valores cívicos. La concordancia entre normas cívicas y leyes positivas se convierte en una exigencia puesto que "cuando las leyes imperan desconectadas de las normas cívicas, la gente tiende a respetar la ley y desistir de interferencias arbitrarias en la vida de otros sólo cuando los costes, jurídicos y de otros tipos, de interferencia desbordan a los beneficios. La gente respetará las leyes con reluctancia, tal vez con resentimento, no poseída de un sentido de lo que exige la civilidad. Pero eso significa que la observancia de la ley llegará a ser tan contingente de las circunstancias, y tan poco voluntaria, que la ley quedará prácticamente inerme en punto a establecer el estatus no-dominado de las personas."
Lo que la TECD desea recatar del republicanismo es la necesidad de la extensión de las virtudes cívicas para el mantenimiento de una sociedad libre. La tesis básica es que sin la "virtu" el régimen político degenera y la libertad de los ciudadanos termina por verse socavada. En este sentido, la TECD es necesariamente una teoría que sobrepasa el marco de una concepción meramente negativa de la libertad, puesto que la necesidad de que los ciudadanos sean virtuosos descansa sobre la idea de que a lo largo de sus vidas los cursos de acción dependan de uno mismo y no de otros. En la concepción de virtud que aquí se quiere sostener, una concepción de raigambre liberal, la virtud del ciudadano ha de consistir en el desarrollo de aquellas capacidades que le hacen más dueño de sí mismo. De ahí que resulte relevante la idea republicana de que la libertad, y con ella la virtud, implique no caer en una situación de evitable dependencia de la benevolencia de otros. Las virtudes a las que hace referencia la TECD son cívicas porque están fundadas en la defensa de un determinado orden social y sus valores, pero esta defensa no es impositiva porque es un orden social destinado a la promoción del desarrollo de posibilidades individuales. Considerar que la promoción de la autonomía y de la virtud cívica no sólo son contrapuestas sino que van estrechamente vinculadas es la propuesta central de R. Dagger. Así lo ha puesto de manifiesto al defender la idea de una educación liberal republicana: "una educación liberal republicana intentará capacitar a la gente a gobernar sus deseos y pasiones de modo que puedan vivir como individuos autónomos en comunidad con otros individuos autónomos" . Una parte importante de la legitimidad de una TECD pasa por adoptar una posición que supere la dicotomía entre educación liberal (destinada a formar a los individuos en la autonomía) y educación cívica (destinada a hacer buenos ciudadanos).

Ahora bien, la TECD no tiene que asumir que la necesidad de la propagación de la virtud cívica sea una fuente de legitimación de la imposición legislativa de la virtud. La TECD tiene que compartir la idea de que el estado debe intervenir para posibilitar, mediante prácticas educativas, el desarrollo de la virtud cívica. Pero ha de marcarse, aun reconociendo la dificultad que en ocasiones puede existir para señalar los límites, la diferencia entre la promoción legal de la virtud y su imposición coactiva. Esta distinción resulta básica para la legitimación liberal de la TECD. Es esencial, para poder considerar que la TECD es una teoría liberal, el considerar que la virtud ha de ser abrazada voluntariamente y no impuesta coercitivamente. En este intento de conjugar la dimensión cívica y liberal de la educación del ciudadano, el autor de referencia ha de ser J. Dewey. Frente a la tradición que descansa en el poder coercitivo de la ley, Dewey confía en el poder formativo de la educación. El de Dewey es un compromiso liberal que entiende el liberalismo vinculado con el desarrollo del conocimiento y de la inteligencia. Por ello, para Dewey, el liberalismo no es posible sin la extensión del pensamiento y la reflexión entre los ciudadanos, y ello no sólo como una cuestión referida a la adquisición de determinados conocimientos, sino también de la incorporación de hábitos propios de la ciencia, del método de la inteligencia en definitiva. Esto es, que lo que Dewey y el republicanismo afirman, y la TECD exige, es que el desarrollo de las capacidades individuales, las tareas de perfeccionamiento individual no sólo son compatibles sino que implican la consecución de un orden social más justo. El liberalismo sólo habría vinculado autoperfeccionamiento individual con la justicia social por la vía negativa (dejar el espacio para), pero la TECD exige una, al menos relativa, relación entre perfeccionamiento individual y orden social. No se trata de la defensa de un nuevo ideario de emancipación colectivo que implique la subordinación del individuo al colectivo, de la que la historia nos ha dado suficientes lecciones para no abrazar de nuevo, sino de reconocer la dependencia del yo de las relaciones sociales e interpersonales en medio de las que se desenvuelve. Por ello el desarrollo del individuo, objetivo de una TECD, pasa necesariamente por la participación en un proceso de construcción democrático y colectivo. La aportación de Dewey es central para una TECD en cuanto que su filosofía habría servido para poner de manifiesto que, puesto que la inteligencia es necesariamente social, y que no hay verdad previa o establecida, el crecimiento del yo implica participar en la toma de decisiones colectivas, democráticamente forjadas a través de procesos vitales compartidos. El interés de la TECD en la obra de Dewey es que acentúa que debemos ser individuos activos, comprometidos con de la democracia, con la profundización en sus valores y virtudes precisamente para permitir el crecimiento y la libertad individual .

Por otro lado, el ideal de una ciudadanía activa también resulta fructífera para la TECD, bajo la perspectiva apuntada por Pocock, al mostrar cómo el pensamiento florentino resucita el ideal de la vida activa frente a la contemplativa . Ambos ideales estaban en la filosofía griega, pero mientras que el medievo se decanta por el contemplativo los florentinos rescatan el modo de vida consagrado a las preocupaciones cívicas y a la participación política. Lo interesante del análisis de Pocock es que muestra los supuestos epistemológicos que, a su entender, sostienen la idea de república y que constituyen, al mismo tiempo, parte del sustrato sobre el que estimamos ha de asentarse una TECD. Esto es, entiende Pocock que la idea de república emerge cuando se entiende que los problemas del gobierno no dependen de las leyes de la naturaleza, con la que tradicionalmente se había visto asociada. Así, la república no está asociada con lo eterno e imperecedero sino con lo particular y lo contingente, por tanto, en el terreno de lo frágil e imprevisible. En la contraposición entre retórica y filosofía, es la tradición retórica la que se ha preocupado por la dimensión cívica y la consecución de la virtud, frente a la búsqueda del saber y de la verdad permanente que parece haber caracterizado a la tradición filosófica. Con independencia del juicio acerca de la proximidad de la tradición retórica y la liberal se puede apuntar que, en la medida en que aceptemos dicha dicotomía, la elaboración de una TECD se inscribe claramente en la línea de las preocupaciones retóricas. Ésta pretendía la consecución de buenos ciudadanos, por lo que era de primordial importancia identificar las virtudes que se asociaban con la buena conducta y con el desarrollo del individuo en la búsqueda de la excelencia. Por el contrario, la búsqueda filosófica de la verdad habría estado asociada a una ética del individualismo que habría entendido la libertad como una emancipación de las normas y estructuras a priori. Se trata del ideal racionalista que desemboca en la Ilustración y que, en su búsqueda de la verdad imperecedera menospreció la preocupación por la virtudes sociales. Esto explica el desapego de una parte importante de la tradición filosófica por los problemas relacionados con la educación ciudadana. Ahora bien, el renacer de una comprensión filosófica que arranca de una concepción contingentista de la verdad, y que hace suya una visión de la naturaleza humana y de la realidad que parte de la temporalidad, la particularidad y el historicismo, tiene que suponer también una reconsideración del papel y la importancia que para nuestras sociedades tiene la conformación de una ciudadana activa. Como Pocock señala, en la contraposición entre lo universal y lo particular, la contemplación y la acción, el ideal del "vivere civile" se sitúa en los últimos. "La base filosófica del vivere civile radicaba en la concepción de que era en la acción, en la producción de obras y de toda clase de actos, donde la vida de un hombre alcanzaba los valores universales que le eran permanentes" .
La interpretación de Pocock nos permite ver cómo una teoría acerca de la formación de una ciudadanía virtuosa exige ver la acción como categoría constituyente del ser humano y la sociedad. Así, se entiende que el ser humano se conforma a sí mismo en el curso de su actividad y se rechaza, por tanto, cualquier clase de apriorismo esencialista desde que juzgar su acción. La TECD se apoya en la idea de que si la ciudadanía es indolente y pasiva eso no se debe a ninguna deficiencia congénita de la naturaleza que le impulsa a buscar y tener en cuenta únicamente su único beneficio. Naturalmente desdeña la posición propia del liberalismo que a su individualismo metodológico quiere acompañarlo de un individualismo antropológico y moral, que le hace desconfiar de cualquier mecanismo social que no sea el del móvil egoísta. El presupuesto ético de la mano invisible, defendida por A. Smith, o el famoso lema mandevilleano "vicios privados, públicas virtudes", implica la inadecuación e ilegitimidad de una educación para la ciudadanía dirigida con propósitos virtuosos. Por el contrario, la TECD descansa en una cierta convicción acerca de que si las circunstancias son adecuadas, los individuos son educados y se produce un ambiente favorable, las personas tenderán a actuar responsablemente, preocupándose de la suerte de los demás y de la colectividad. Se trata de hacer valer la tesis de Dewey según la cual la ciudadanía puede ser educada, lo que significa que no hay una dotación congénita que impida la adquisición de determinadas virtudes. La TECD sostiene que la virtud no nace espontáneamente y, por tanto, que ningún orden espontáneo generará individuos virtuosos. Pero también entiende que los seres humanos no son individuos hobbesianos refractarios al bien. Así, por ejemplo, descansa sobre el supuesto de que la sensibilidad hacia otros seres vivos no es un fruto espontáneo de nuestra condición natural sino una cualidad susceptible de ser conseguida si se da el conjunto de factores sociales y educativos que así lo propician. La TECD exige, como un supuesto lógico, que el ser humano es naturalmente moldeable y rechaza el determinismo en cualquiera de sus manifestaciones, sea una hipótesis metafísica, un esencialismo genético u otra suerte de predestinación natural. En conformidad con la filosofía de Dewey la TECD aboga por dar una extraordinaria importancia a los hábitos para configurar la personalidad humana. Como Dewey pusiera de manifiesto carece de sentido hablar de impulsos previos de la naturaleza que determinan su comportamiento. Más bien cabe hablar de hábitos que dan significado y dirección a esos estímulos . Así pues, si es necesaria la existencia de un compromiso moral de los individuos con la sociedad tal y como supone la TECD, este ha de ser promovido, pues resulta obvio que ni la naturaleza humana ni el orden espontáneo de una sociedad liberal lo genera.
En este mismo sentido, la TECD debe estar atenta a los excesos teóricos que puedan darse de la mano del rechazo de la tesis de la mano invisible, la idea de que la persecución egoísta del bien individual deparará el florecimiento de la virtud, en la dirección contraria. Esto es, lo que Pettit denomina la mano intangible , es decir, considerar que la voluntad ciudadana se encuentra conformada exclusivamente por hábitos, costumbres, normas cívicas, etc., y de las que por tanto surgirá el buen orden social democrático. Afirmar esto supondría constituir la virtud cívica en un principio irrebasable que minusvalora los mecanismos representativos y las instituciones como espacios de realización de la voluntad democrática. El exceso de confianza en la mano intangible conduce a un voluntarismo vacío más propio de las creencias religiosas que de una teoría ética y política como la que debe constituir la TECD. En este sentido, la TECD no es una teoría que pueda prescindir o haga competencia a los discursos teóricos acerca de los problemas relativos a la representación, institucionalización, partidos políticos, etc., sino que se presenta como un complemento indispensable para cualquier elaboración de una teoría democrática. Indispensable sí, pero de ningún modo suficiente. El discurso cívico y el institucional, o si se prefiere, los hábitos y las leyes, son ambos ingredientes esenciales del discurso y de la práctica democrática. La promoción de los valores comunes, de los conocimientos, de las prácticas y hábitos virtuosos exige, además de ser bien contemplado socialmente, el reconocimiento legal e institucional que le corresponde. La TECD se juega una parte importante de su bondad teórica en hallar el equilibrio entre lo ético y lo político jurídico. Tanto la ausencia de mecanismos institucionales, como la excesiva regulación legal supone rechazar el espacio de la TECD.


3. Contenidos de una TECD.

Podemos definir la teoría para la educación de una ciudadanía democrática (TECD) como aquella que recoge todos los aspectos teóricos que confluyen en realzar la necesidad e importancia de fomentar los valores y virtudes cívicas propios de una concepción política y moral de la democracia a través de las agencias públicas susceptibles de ser influenciadas por la actividad legislativa y/o política. Puesto que TECD es una teoría liberal, que parte de aceptar la prioridad de los valores políticos, está comprometida con los valores nucleares de dicha tradición: libertad e igualdad. Sus contenidos han de ser legitimado en referencia a una comprensión política de dichos valores siendo, por ello, producto de una determinada concepción acerca de la naturaleza de la democracia. Se entenderá que ésta no es sólo un procedimiento sino también una aspiración moral. En tanto que hace de vehículo racional a la aspiración de una sociedad más justa, va en dirección opuesta a la absolutización del neoliberalismo económico que demoniza la acción pública y se manifiesta a favor de la retirada de lo público y del estado de todos los ámbitos. En este sentido, la TECD incorpora valores vinculados al mantenimiento del orden social, lealtad a las normas y principios que regulan la convivencia social pero también virtudes que suponen una instancia crítica respecto a los valores dominantes en el seno de la sociedad. El juego entre socialización e instancia crítica de la lógica social dominante es central para el papel que la TECD debe desarrollar. Se asume, desde esta perspectiva, que los valores constitucionalmente establecidos y fundados en las declaraciones que sobre derechos individuales se han venido proclamando representan un horizonte moral irrenunciable. Un entendimiento adecuado de dichos valores exige de los poderes públicos un compromiso mayor en su promoción de lo que algunos teóricos del liberalismo han querido hasta ahora conceder. Alejado de cualquier pretensión de exhaustividad, y dadas las naturales limitaciones del presente trabajo, se trataría ahora de apuntar algunas ideas en relación con las virtudes que una TECD debe defender.

En primer lugar, debemos destacar la importancia de la obediencia y la lealtad al marco legal e institucional. Más allá de las cuestiones referidas a la eficacia de la ley, es consustancial para la justificación liberal de la ley la adhesión del ciudadano a la norma. La obediencia y lealtad hacia las leyes no pueden estar justificadas como un mero medio de sostenimiento y supervivencia del orden político. Producir conformidad y lealtad al orden constitucional mediante la educación y la persuasión es un signo que ha de distinguir al orden liberal. Pues, como Larmore pone de manifiesto, el liberalismo que está comprometido con el principio del "igual respeto" supone que las personas no deben ser obligadas a adoptar determinadas normas de conducta exclusivamente mediante la coacción. "Así, las características distintivas de las personas es que ellos son capaces de pensar y actuar sobre la base de razones. Si pretendemos producir conformidad a un principio político simplemente por miedo entonces estamos tratando a los individuos como meros medios" . Se trata de que un orden liberal y democrático no puede mantenerse únicamente sobre la coacción y, por ello, no puede desentenderse de que haya una significativa desafección por el sistema político. La importancia política y moral del primado de la legalidad ha sido puesta de manifiesta por Vargas-Machuca resaltando la importancia que tiene para la concreción del principio de la igualdad, para empezar de la igualdad de oportunidades, y las amenazas reales que se ciernen sobre la misma, "la multiplicación de los poderes salvajes y la extensión de la colusión" , que revelan que se trata de una virtud que está lejos de estar extendida en nuestra sociedad. La liberalidad de una organización social no se mide por la capacidad de los individuos de desvincularse de las mismas sino, en su defecto, por la posibilidad de disentir y modificarlas, lo que tiene que conllevar la adhesión racional a la mismas. En un sistema de libertades individuales la lealtad a las normas sólo puede generarse mediante la persuasión y el conocimiento. Los poderes públicos tienen la obligación de poner de manifiesto las razones en las que se apoyan los principios políticos del orden democrático. En este sentido es importante para la TECD la educación política del ciudadano que ha de incluir tanto el conocimiento del orden legal e institucional como el desarrollo de las habilidades y actitudes que les facultan para participar y cooperar con ella.

Por otro lado, la importancia del valor del esfuerzo y del conocimiento es también defendible en términos de una teoría política y moral. Ciertamente que uno pueda conseguir algo con más facilidad puede ser un criterio de eficiencia racional. Ahora bien, la importancia de la adquisición del valor del esfuerzo tiene que ver con la defensa del ideal de autonomía. El sentido del esfuerzo maximiza las opciones de elección individual. Por el contrario la indolencia y la pereza conllevan una limitación de las opciones y las decisiones vitales que cuestionan de manera decisiva el valor de la libertad como autorrealización, esto es, en el sentido de adoptar un modo de vida acorde con una elección propia. Esto no es sino lo que Mill sostenía cuando defendía la conveniencia de que en cualquier discusión de ideas la expresión de puntos de vista divergentes fomenta la libertad, no ya en el sentido negativo del término vinculado con el respeto a la diversidad, sino en cuanto que la ausencia de ideas alternativas nos hace perder de vista las buenas razones que pueden sustentar las convicciones propias . Para Mill la ausencia de ideas, de mecanismos de pensamiento alternativos, no hace sino adormecer nuestro pensamiento y, consecuentemente, guiar nuestra conducta por los prejuicios establecidos, por el dogmatismo y la convicción ciega que niegan la libertad del individuo. Puesto que la TECD entiende las virtudes como una exigencia social de un determinado ordenamiento social y político, también ha de considerar la autonomía del individuo no desde la capacidad de someterse a los dictados de la razón (o cualquier otra instancia similar) sino de crear las condiciones sociales adecuadas que hacen posible la capacidad de elegir un modo de vida propio. Por tanto, una sociedad, y una escuela, que no transmite que el esfuerzo es un bien positivo, intrínsecamente valioso, no es una sociedad que estimula el principio moral de la libertad. No se trata, por tanto, de contraponer virtud y libertad sino que no hay libertad sin virtud como la del esfuerzo. En este sentido, Gutmann ha señalado, oportunamente, que en el ámbito de la educación de la ciudadanía dicha contraposición carece de sentido: "Permitir que los niños definan su propia identidad o definirlas por ellos. Darles libertad o darles virtud. Ninguna de estas alternativas es aceptable: nosotros legítimamente valoramos la educación no sólo para la libertad sino también para la virtud que ofrece a los niños; y la virtud que nosotros valoramos incluye la capacidad para deliberar entre concepciones competitivas del bien" .

Por su parte, la tolerancia suele ser considerada como una de las virtudes básicas de la ciudadanía en un orden liberal. Por un lado, considerar la tolerancia como un valor central de nuestra sociedad se concreta, en relación con la formación de un público democrático, en una organización institucional acorde con dicho valor. Dicha concreción está lejos de ser controvertida, pues la presencia de la religión en la sociedad, y singularmente en la escuela, tanto en lo que hace referencia al curriculo (la inclusión de asignaturas con temática y/o inspiración religiosa) como a la existencia de una amplia red de colegios religiosos concertados, es motivo de fuertes controversias sociales. Pero, también aquí, y como se señaló desde el comienzo del artículo, la concreción de la tolerancia requiere, además de los arreglos institucionales, preguntarnos sobre si el estado debe proponerse como un objetivo la consecución de una ciudadanía tolerante y qué significa en este contexto tolerancia. Pues si bien la tolerancia surgió como una exigencia negativa para evitar el conflicto religioso, y como medio de consecución de la pervivencia de las instituciones políticas, parece que hoy debe replantearse su significado a la luz de las nuevas circunstancias de un contexto crecientemente multicultural, no sólo por referencia a la religión, sino también a otras ideologías, modos de vida, etc.. Admitir incluso que la tolerancia no fue inicialmente sino una argucia del poder , el de los príncipes, para mantenerse en el mismo, no es obstáculo para que hoy podamos considerarlo como una virtud cívica que tiene que modificar el carácter y la constitución de los ciudadanos. La tolerancia, en tanto pensada para la posibilidad de la convivencia política, no exige del ciudadano más que la capacidad para soportar, para aguantar al que es diferente. Pero, a diferencia de tiempos anteriores, lo característico del pensamiento moderno acerca de la tolerancia (¿pero existió tolerancia antes de la modernidad?) es que no es pensada sobre el horizonte de la homogeneidad sino del de la articulación de las diferencias. De otro modo, la tolerancia exige ser pensada desde un nuevo concepto de racionalidad en la que la comprensión de la diferencia es central. Esto supone un modificación del concepto mismo de sujeto humano, de la propia identidad marcada ahora por la apertura hacia la alteridad. La tolerancia deja de ser sólo una forma de organización de lo público para pasar a ser también una forma de pensarnos y entendernos a nosotros mismos y nuestra relación con los otros. Puesto que de una nueva manera de ser y actuar se trata, es por lo que podemos decir que se trata, en expresión de Fetscher, de una "virtud imprescindible para la democracia" .
En este sentido, profundizar en el concepto de tolerancia requiere aclarar su vinculación con el falibilismo. No se trata, como en el caso de la tolerancia negativa, de aceptar las razones del otro en nombre de un conjunto de convicciones que son superiores a sus argumentos y a los míos y que hacen posible la coexistencia de ambos, sino de adoptar un posición respecto de las propias creencias en las que atender a las argumentaciones del otro es consustancial para poder argumentar yo mis propias convicciones. La cuestión es que somos seres sustancialmente falibles, que nuestras creencias son una contingencia histórica que necesitamos continuamente confirmar y revisar en un contexto de intercambio de argumentos y experiencias con los otros. Es a esto a lo que Thiebaut apunta con la expresión "sujeto poscreyente y reflexivo" que supone la comprensión positiva de la tolerancia. "Una vez que en un momento dado se aprende una verdad diferente que pudiera ir a contrapelo de nuestras verdades asentadas, lo que se modifica es no es sólo un particular orden de tales verdades, sino que es nuestra propia noción de verdad la que se modifica y ha de hacerse reflexiva" .
Esta visión acerca de la tolerancia hace que se convierta en una exigencia de la educación ciudadana en el contexto de la democracia. Pues si bien es cierto que la tolerancia no tiene qué significar escepticismo acerca de la verdad o de la naturaleza humana, si que impone un cierto revisionismo. La tolerancia, así entendida, es una virtud sólo compatible con la convicción de que las creencias humanas son falibles, particulares y revisables. Por ello la diferencia ha de ser vista como una oportunidad para el refinamiento de nuestros puntos de vista. La virtud de la tolerancia pone de manifiesto la radical incompatibilidad de la democracia con las posiciones dogmáticas y fundamentalistas, entendida aquí como que las ideas y creencias acerca de cuestiones que hacen relación a la convivencia humana tienen un principio exclusivo incapaz de ser mostrado intersubjetivamente. Es necesario educar en el interés por el desarrollo de formas de vida, expresión y pensamiento diferentes, de nuestra y de otras épocas. La sensibilidad hacia ello ha de ser una de las señas de identidad de una ciudadanía coherente con la democracia.

En el ámbito del desarrollo de las virtudes cívicas asociadas con el valor de la igualdad es importante destacar aquellas implícitas en las políticas destinadas a fomentar la igualdad de sexos más allá del principio formal de la igualdad de oportunidades. La defensa de la coeducación por parte de una TECD manifiesta con especial transparencia el compromiso moral del estado y la inadecuación de la tradicional división entre lo público y lo privado. La intervención en el mundo de la propaganda (invirtiendo en ocasiones para fomentar un determinado tipo de convivencia familiar, como en el caso de la ocupación masculina de las tareas domésticas), la modificación de la realidad legislativa, la creación de instituciones que velen por los intereses de la mujer, el diseño de políticas educativas, etc., muestran que, con independencia del debate acerca de la compatibilidad entre feminismo y liberalismo, se hace necesario revisar una parte del discurso de éste. En todo caso, en el debate sobre el significado de la igualdad en relación con el feminismo, la TECD pone de manifiesto que el principio liberal de la igualdad formal de oportunidades resulta claramente insuficiente pues la educación, y más aún en su vertiente escolar, exige que se eduque para que valores tradicionalmente vinculados a la sensibilidad femenina pasen a ser parte del acervo común. No podemos aquí entrar a dilucidar la cuestión de si una TECD ha de regirse por una ética de los principios o del cuidado, pero si de poner de manifiesto que las virtudes asociadas con la ética del cuidado tienen que ser ya virtudes cívicas. La TECD tiene que resultar una teoría integradora de estas distintas posiciones teóricas para que sea socialmente plausible. Una cierta ética de la compasión y una preocupación por la suerte de los más débiles, ancianos, niños ha de ser procurada por los agentes públicos. La manera en que los ciudadanos y el estado se enfrenta a estos colectivos es uno de los puntos clave para enjuiciar el ordenamiento político. No se trata, una vez más, de una cuestión de moral individual que por tanto habría de ser relegada en una TECD, sino de una exigencia de una moral que quiere hacer realidad el principio de la igualdad en un sentido genuino y democrático del término. Por su parte, I. M. Young ha querido vincular la crítica feminista no sólo con la concreción del valor la igualdad, sino también con el de la libertad entendida como autonomía individual . Su tesis es que el objetivo de la educación no puede ser la autonomía entendida como independencia, pues se puede considerar éste como un valor propio de la sociedad patriarcal. Frente al ideal de independencia la crítica feminista propone la necesidad de incorporar la atención al otro, "las virtudes del cuidado y del sacrificio necesarios para cuidar que los niños lleguen a ser buenos ciudadanos" . Young no duda en considerar que la autonomía sea un rasgo cultural de la ciudadanía liberal, pero pone en cuestión su vinculación con la idea de dependencia. Su tesis es que los individuos peor situados deben poder ser igualmente buenos ciudadanos incluso si desde el punto de vista económico y social son seres dependientes. Por ello, Young justifica apoyo material o social, tratamiento diferenciado que capacite a todos los individuos para el ejercicio de la ciudadanía: la virtud de la autonomía, la capacidad de decidir qué hacer con la propia vida y formular opiniones propias.

La pretensión de hacer coherente y viable el valor de la igualdad exige tomar en consideración también la austeridad como una virtud deseable para una ciudadanía democrática. Como ha sido puesto de manifiesto en numerosos análisis (Informes del Club de Roma, Informe Brundtlan, etc.) el "estilo de vida occidental" no puede ser generalizado para todos los habitantes de la tierra. Semejante violación del principio de igualdad exige una revisión de nuestras aspiraciones y de nuestras pautas de consumo de manera que tiendan a hacer coherente nuestro modo de vida con la idea de crecimiento sostenible. A. Cortina ha sostenido en este sentido la necesidad de una "ética del consumo" que exige hablar de estilos de vida incluyentes e integradores, esto es, prácticas y aspiraciones de consumo que no están basados en la exclusión de otros seres humanos .
Es cierto que esta defensa de la austeridad puede parecer insuficiente a los partidarios más duros de la ética ecológica, en la línea marcada por A. Leopold, A. Naess, P. Singer, etc., que consideran insuficientes los valores de la ética tradicional, o, también, de los defensores de que educación medioambiental, como Bowers que entienden que ésta exige un nuevo paradigma educativo. Sin embargo, considerar el problema de la educación ambiental desde la perspectiva de una TECD tiene la ventaja de que al centrarse en la promoción de las virtudes cívicas hace irrelevante el debate acerca de si lo adecuado es una ética biocéntrica o una ética antropocéntrica ampliada . Pues, sea que se considere que la igualdad se refiere a la que ha de darse entre los seres humanos y otros seres vivos (en cualquiera de sus versiones, sus intereses, necesidades, etc.), sea que se refiera a la que ha de darse entre la nuestra y las futuras generaciones, ambas coinciden en la necesidad de promover la virtud de la austeridad y el respeto a otras formas de vida . Por otro lado, como en el caso anterior, también la austeridad puede ser defendida en relación con el valor de la libertad, pues la idea de que el consumo de bienes produce de por sí la felicidad termina por generar una dependencia del ser humano que hace inviable la adopción de un modo de vida que suponga el desarrollo de las posibilidades de realización individual. La conexión entre la austeridad como virtud y la libertad como valor del orden político ha sido también uno de los lugares comunes de la tradición republicana. En ésta se ha puesto de manifiesto que la aspiración a la riqueza desmedida y el afán de lucro, en la medida en que arroja una mirada sobre los bienes humanos en la que lo individual prima sobre el bien común y el interés colectivo, supone un ideal inmoral que rompe los principios de la cohesión social que ha de vertebrar una sociedad libre.
Por otro lado, la importancia que en la TECD adquieren las virtudes relacionadas con la perspectiva ecológica sirve para poner de manifiesto las insuficiencias del liberalismo en relación con el enfoque que aquí se desarrolla. Y es que, como ya advertimos en relación con la educación, el concepto de educación ciudadana para un desarrollo sostenible pone en cuestión la tradicional distinción entre lo público y lo privado y exige su reformulación. La TECD, en su afán de promoción de determinadas virtudes ciudadanas, supone entrar en el ámbito de lo que se ha solido considerar como actividad privada. Dobson en su análisis de la ciudadanía ecológica también recoge esta dimensión de la formación de la ciudadanía para poner de manifiesto que la ciudadanía ecológica descansa en buena medida en virtudes y actividades que son privadas (la basura, el consumo de agua y electricidad, etc..). A la luz de todo ello, la revisión de la distinción entre lo público y lo privado pone de manifiesto la necesidad de aclarar el papel perfeccionista y de formador moral que compete al estado. La nueva distinción obliga a reordenar el panorama de modo que lo público y la moral pública parecen entrar en territorios antes insospechados. Cada cuál puede tener su religión o convicciones últimas cualesquiera, y eso es un territorio privado, pero se acrecientan las exigencias sobre argumentaciones basadas en principios inasumibles por los demás. Mi sexualidad es privada, pero las exigencias sobre una experiencia sexual basada en el respeto y alejada de los principios de dominación y desigualdad, se hacen cada vez más imperantes. La forma de educar a los hijos es un terreno abierto a convicciones particulares, pero las reclamaciones exigiendo del estado garantías acerca de un mínimo común educativo por parte de los padres son cada vez más ostensibles. Se trata de la “desterritorialización de lo privado”, que hace crecer una conciencia moral que parte de las necesidades lógicas de una convivencia asentada en una profundización en los valores de la libertad y la igualdad. Esta lógica, y esta conciencia moral, ponen de manifiesto la importancia de la TECD.

En todo caso, la reflexión ecológica pone también de manifiesto otra virtud esencial para la TECD y es la de la responsabilidad. Si la ética moderna sirvió para acentuar la idea de que es el sujeto individual el que debe dar cuenta de sus actos en relación con una conciencia moral que exigía tener en cuenta los otros seres humanos, la ética contemporánea al reflexionar sobre el concepto de responsabilidad ha avanzado en apuntar la insuficiencia de una moral basada en el principio de reciprocidad. En conjunción con lo ya apuntado al comienzo de nuestro trabajo, hoy en día el concepto de reponsabilidad exige no sólo dar cuenta de lo que se hace sino de todo aquello acerca de lo que se tiene algún poder o se podría haber evitado (Jonas, Singer, Beck, ). En esta misma línea resulta relevante, para el desarrollo propio de las virtudes que ha de desarrollar la TECD, el concepto de corresponsabilidad. La idea es que los individuos deben sentirse corresponsables de la marcha de los asuntos colectivos. Como las críticas a las posiciones liberales ponen de manifiesto es necesario analizar los conflictos no sólo como problemas entre individuos con derechos que se vulneran, sino también como el fracaso de una colectividad en dotarse de instrumentos (normas, hábitos, actitudes, etc.) para afrontar los problemas de la convivencia social. Desde otra perspectiva, Jonas también ha acentuado la importancia de la formación de una conciencia ciudadana de la responsabilidad pues entiende que la responsabilidad está vinculada con el poder. A mayor poder sobre los demás, mayor responsabilidad. El poder de los seres humanos en la era de la civilización tecnológica (más de unos que de otros) ha crecido exponencialmente y carece de precedentes, por lo que también su responsabilidad adquiere nuevas dimensiones. En todo caso, la superación de la ética de la reciprocidad supone, para la TECD, que el sentido de la responsabilidad es una virtud cívica no derivada de la racionalidad individual sino de hacerse cargo de una realidad que ya es efectiva como consecuencia de la transformación técnica de nuestro mundo; esto es, su interdependencia y globalización. La preocupación por la suerte de los otros, ligar al menos en parte la suerte de uno a la de los demás, no puede ser producto de una elección moral individual, sino signos distintivos de una ciudadanía comprometida con los valores de la democracia.

Por último, la relevancia de la TECD viene en gran medida determinada por la importancia del concepto de ciudadanía y éste es puesto en cuestión por la crisis por la que atraviesa el concepto de nación, al que ha estado históricamente vinculada, en dos direcciones que se refuerzan mutuamente: localismo y globalización. En el ámbito de la educación ciudadana la discusión se ha centrado de este modo en el debate entre patriotismo y cosmopolitismo . En el ámbito más restringido de lo escolar la TECD necesita aclarar la cuestión acerca de si el sistema educativo a través del currículum, tanto formal como informalmente (fiestas, himnos, etc..) debe fomentar los sentimientos de pertenencia. Beiner acierta al reflexionar sobre el concepto de ciudadanía y considerar que la perspectiva ciudadana se encuentra amenazada tanto desde una óptica liberal que pone todo el énfasis en el individuo, y su capacidad para trascender las identidades colectivas, como desde una óptica fuertemente comunitarista que sobrevalora la identidad de grupo. Frente a ambos se trata de subrayar la importancia, para la constitución de la subjetividad individual, de los vínculos cívicos, de la identidad cívica. Así, "lo que es compartido como ciudadanos debe tener el poder de conformar la identidad de manera tal que supere nuestras identidades locales o sea más relevante que éstas" . Esto es, la adhesión al grupo social sólo puede entenderse con el objetivo de conseguir la adhesión a los valores morales democráticos. La defensa de esta suerte, como se ha denominado, de patriotismo constitucional es posible en la medida en que religa a los individuos con los demás miembros del planeta. Esto es, la adhesión que los poderes públicos deben trasmitir tiene que justificarse en relación con una moral que pueda tener pretensiones universalistas. En este sentido, resulta especialmente clarificador la aportación de la reflexión ecológica puesto que, al incorporarlo como una de las virtudes fundamentales en la propuesta de una TECD, reta al concepto de ciudadanía en tanto que vinculado a la nación. La TECD tiene necesariamente que basarse en un concepto de ciudadanía que no puede ser excluyente y que, por tanto, ha de apelar a documentos como las declaraciones de derechos humanos. Más aún, y como Dobson ha puesto de manifiesto, en realidad el concepto de ciudadanía ecológica debe atender a un concepto aún más englobante como es el de ciudadanía de la Tierra. Se apunta, pues, a una concepción cosmopolita de la ciudadanía que ya no estaría centrada en la relación del individuo con el estado . En este sentido el concepto de educación ambiental supone hoy, por parte de los estados, un compromiso con una visión del buen ciudadano que trasciende los límites del propio territorio, y esto sólo es posible hoy desde un compromiso del estado con un perfeccionismo moral basado en los valores de la libertad e igualdad. La educación ciudadana bajo el marco de una TECD exige una "política de la virtud" de carácter no impositivo.

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