Publicado en Revista Contrastes. Etica, ciudadanía y democracia. Ed Contrastes. 2007
Juan Carlos Mougán Rivero
Universidad de Cádiz.
Las virtudes públicas han pasado a ocupar un plano preferente dentro de las preocupaciones sociales y políticas. Las sociedades democráticas y liberales necesitan, hoy más que nunca, del desarrollo de disposiciones ciudadanas que hagan efectivos los valores que inspiran el marco jurídico y normativo democrático. También en el ámbito de la reflexión ética y filosófica española el debate sobre la posibilidad de una defensa política de la promoción de las virtudes públicas, así como sobre su contenido, naturaleza y alcance, ha merecido una creciente relevancia a partir de la publicación pionera en este campo de V. Camps (1990). En el presente trabajo se trata de poner de manifiesto que la defensa y promoción de las virtudes públicas es, además de una necesidad forjada por razones de coyuntura social o política, consecuencia de una transformación filosófica que interpreta la razón como “razón práctica” o “de la práctica”. La despedida de una interpretación teórica y metafísica de la razón, una tendencia que recorre la mayor parte de la filosofía contemporánea, encuentra en el pragmatismo americano uno de sus modos de expresión más elaborados. Apoyándonos en la inspiración filosófica que representan autores como Dewey y Mead, se trata de mostrar que la ausencia de principios racionales y fundacionales desde los que juzgar las prácticas permite una renovada defensa del papel de la virtud en teoría moral y de las virtudes cívicas en filosofía política. La comprensión de la razón como razón práctica conduce tanto en el ámbito de la teoría ética como en el de la filosofía política a la necesidad de enfatizar la relevancia de la virtud cívica y de su promoción social.
I. El significado de la razón práctica en teoría política.
Los autores pragmatistas clásicos, más allá de los diferencias de planteamiento entre ellos, tomaron como punto de partida el rechazo de la convicción de que existen realidades inmutables, fijas, inmunes al devenir de la experiencia humana, o en su traducción epistemológica de que podamos conocer verdades permanentes, inconmovibles. Desde el punto de vista de la razón práctica se traduce en la crítica a la idea de que hay fundamentos últimos que dan dirección y sentido a la acción humana. Tal y como Dewey y, tras él, Rorty interpretaron, el fundacionalismo es uno de los grandes enemigos de una adecuada manera de enfrentarse a la acción humana y a la superación de los obstáculos que en ésta se nos plantean. Mundo antiguo y mundo moderno coincidieron en la pretensión de buscar certezas a salvo de la contingencia de nuestra experiencia. Mientras el mundo antiguo creyó encontrarlas en realidades externas e independientes del ser humano, el mundo moderno hizo lo mismo partiendo de una interpretación subjetivista de la razón. Las principales líneas de pensamiento ético y político moderno, utilitarismo, marxismo y contractualismo habrían compartido en lo esencial este proyecto ilustrado inspirado en la existencia de certezas fundacionales .
En el ámbito de la teoría política esta crítica se concreta en la afirmación rortyana de que la democracia no necesita de fundamentos filosóficos (Rorty, 1991, 17) . La cuestión no es encontrar un principio sea éste la libertad, la igualdad, la utilidad o la felicidad que justifica y da razón de ser a la democracia. Los pragmatistas concedieron la primacía a la acción lo que implicaba no supeditar la misma a causas o principios antecedentes. Rechazar el fundacionalismo y pensar que la democracia es incompatible con la existencia de principios absolutos exige pensar la democracia como proceso. Así, para Dewey , la democracia es por encima de cualquier otra consideración, el proceso por el cual hacemos frente a los problemas de manera colectiva e inteligente . Es el medio a través del cual una colectividad se hace cargo de la experiencia y la modifica. Así, y reconociendo la inspiración deweyana, Young señala que "un modo útil de concebir a la democracia es como un proceso en el que un gran colectivo discute problemas que ellos encaran juntos, e intentan llegar pacíficamente a soluciones en cuya resolución cada uno cooperará" (Young, 2000, p 28). Frente a la interpretación de la democracia como un procedimiento o unos valores sustantivos, el concepto de proceso da una idea del dinamismo que ha de caracterizarla. Esto no significa que en democracia los procedimientos sean irrelevantes o que se carezca de compromiso con valores. Pero unos y otros, a juicio de Dewey, están más relacionados con el modo por el que encaminamos la experiencia que con la adscripción a unos principios o unos procedimientos determinados. Al subrayar que la democracia no es tanto un conjunto de estructuras políticas cuanto la manera en que una comunidad toma decisiones acerca de su propio futuro, lo que interpreta el pragmatismo es que tanto medios como fines deben ser objeto de discusión y análisis. Una sociedad donde se da por establecido lo que políticamente queremos, o la manera de conseguirlo, es una sociedad poco democrática. En este sentido la categoría básica desde la que comprender la visión de Dewey acerca de la democracia, y que le permite alejarse de las perspectivas que hacen del individuo, o del acuerdo, un punto de partida absoluto, es la de "colaboración" . A diferencia de la mayor parte de las teorías políticas, sean estas liberales, procedimentales o deliberativas, que habrían coincidido en la necesidad de que exista un consenso racional, fáctico o hipotético, que sirva de punto de partida a la convivencia democrática, Dewey mantuvo que la convivencia democrática no arranca desde el acuerdo en las ideas o valores. El acuerdo no es un dato previo a la democracia sino que ha de venir desde el compromiso de hacer frente colectivamente a las dificultades que se presentan en la acción, y de la resolución exitosa de las mismas . La comprensión de la democracia como proceso de cooperación, y no como la realización de una idea, vincula el desarrollo y la profundización de la democracia con la adquisición por parte de los ciudadanos de determinados hábitos. Por tanto, son las virtudes que hacen posible la cooperación social las que definirán y caracterizarán la democracia.
II. Virtudes cívicas y cooperación social.
La interpretación de la democracia desde una teoría de la acción permite superar el antagonismo entre interés individual y bien común que ha caracterizado a una parte importante de la filosofía política. Frente a la interpretación de que la sociedad es producto del intercambio entre individuos que buscan satisfacer sus intereses en un medio competitivo se encuentra la perspectiva alternativa, la de quienes entienden que la sociedad es producto de la adquisición de una cultura compartida de manera que socialización e internalización garantizan el acuerdo entre individuos en el mantenimiento del orden social. A la hora de elucidar esta visión alternativa sobre la base de una comprensión de la naturaleza humana es la obra de Mead la que constituye el punto de referencia de una filosofía de la acción.
Para Mead la conciencia individual se constituye como una fase de un proceso dinámico que es de raíz social e interactivo. Así, no podemos explicar los actos humanos a partir de un espíritu que existe con anterioridad al proceso de interacción social. No existe individuo ni conciencia de sí sino como consecuencia de la internalización de la reacción que nuestro gesto provoca en el otro. De este modo, no hay una identidad previa al proceso por el que empezamos a cooperar con el otro sino que, por el contrario, si tenemos conciencia e identidad es debido al establecimiento de una acción que es cooperativa. La precedencia de la actividad cooperativa sobre la constitución de la conciencia, del lenguaje y de la comunicación establece las bases de una interpretación de la naturaleza del ser humano en la que la sociedad ya no puede ser interpretada como un orden instrumental para la satisfacción de las necesidades de una subjetividad constituida de manera solipsistica. Al distinguir entre el yo y el “mi”, este último resultado de la internalización de las actitudes de las otros en relación con mi persona, y subrayar que el yo es sólo posible como reacción ante el mi, Mead hace conciliable una doble consideración. De un lado la identidad sólo es posible como una consecuencia de los procesos de cooperación social y, de otro, esta identidad no queda determinada por referencia a dicho proceso pues el “yo” se caracteriza por su posibilidad de resistencia e innovación que hacen imprevisible su reacción (Mead, 1990, pp 201–206). La creatividad y la innovación sólo adquieren sentido en el seno de la interacción social en la que se desenvuelve .
Lo significativo, desde el punto de vista del significado ético y político de la cooperación, es que Mead ha puesto las bases de una argumentación antropológica en la que la relación entre individuo y cooperación se plantea de manera contrapuesta a cómo había sido comprendida en la tradición liberal e individualista de pensamiento. Para esta, la cuestión es cómo lograr que individuos autointeresados cooperen entre sí pues, de alguna manera, la cooperación supone luchar contra la “naturaleza torcida de la humanidad”. Mead, por el contrario, entiende la actitud cooperativa como previa a la constitución de la subjetividad, por lo que el problema de la teoría social y política no está en explicar cómo la cooperación es posible sino las formas que harán posible la extensión y universalización de los mecanismos cooperativos partiendo de la base que estos son necesarios y convenientes para la construcción de la comunicación humana.
De otro lado, el marco de una teoría antropológica que entiende que el ser humano se constituye en la acción intersubjetiva permite entender la cooperación social como una virtud cívica. Los supuestos racionalistas y empiristas impidieron dar a estas tradiciones la adecuada importancia a los fenómenos de cooperación social. El enfoque empirista, que arranca del interés individual, resulta incapaz de dar cuenta de los múltiples fenómenos de cooperación que aparecen en la vida social, más aún en ámbitos como el de la familia, las comunidades religiosas o el de algunas asociaciones, y el recurso a mecanismos inverificables que armonizan la prosecución de intereses individuales se aviene mal con el espíritu empírico. Tampoco resulta satisfactoria la hipótesis racionalista que quiere derivar la cooperación y la solidaridad de una racionalidad que se sobrepone a los impulsos de la naturaleza humana . Tanto Mead como Dewey han puesto de manifiesto la necesidad de deshacerse de la imagen dualista de la naturaleza humana y rechazan la idea de que deseos y emociones son la causa del comportamiento antisocial y egoísta. Ambos entienden que las emociones se establecen sobre la interacción social que constituye la individualidad. La vergüenza, la ira, la culpa, etc., son consecuencia de ese envolvimiento originario del individuo con los demás a través de la acción. Por eso la vida emocional y desiderativa es tan colectiva como lo es nuestra razón. Vida racional y emotiva son no son fruto espontáneo de la naturaleza humana sino fruto de la interacción social.
En definitiva, la tesis de Mead es que el individuo sólo puede constituir su identidad en la medida en que adopta la actitud del otro generalizado en el marco de actividades que son cooperativas lo que permite pensar la cooperación social como base de la virtud cívica. En el marco de la teoría de Mead la cooperación social es, a la vez, una necesidad individual y una conveniencia política.
III. El significado político de los hábitos
Pensar la virtud pública sobre la base de la cooperación social exige también resituar la tradicional distinción entre lo público y lo privado. Así, en The Public and Its Problems Dewey hizo de la redefinición de la distinción público - privado uno de los ejes de su reformulación de la política. Al considerar que "la línea que separa lo público de lo privado hace referencia a la extensión y alcance de las consecuencias de actos que son tan importantes como para necesitar control sea por inhibición o por promoción" (Dewey, LW 2:245), Dewey denuncia a aquellos que han pretendido cercenar el significado de la democracia restringiéndolo al ámbito de un poder político previamente delimitado. El significado de la democracia no se refiere exclusivamente a la organización y selección del poder político, ni tampoco a una redistribución económica de los bienes, sino que se extiende a todos aquellos ámbitos en que los seres humanos interactuamos. Tener en cuenta los intereses de los otros, conformar los propios intereses en función de los demás, apelar a la experiencia y a las consecuencias de las acciones como criterio de decisión son condiciones para formarse un juicio abierto cualquiera que sea el ámbito donde los seres humanos necesitamos coordinar nuestras acciones. En este sentido, la política se extiende por la mayor parte de las actividades humanas y la democracia parece no tener límites. La familia, el ocio, las actividades profesionales y empresariales, las asociaciones civiles, deben ser analizadas por el "ethos democrático". Si la mayoría de las asociaciones, instituciones y prácticas colectivas están todavía basadas en la exclusión, desinformación y falta de oportunidades, carece de sentido hablar de democracia.
Por tanto, la democracia no hace relación sólo a la conformación de un conjunto de ideas sino a la constitución misma de la subjetividad humana. Dewey sostuvo con claridad que la democracia era antes que nada una cuestión referida a un modo de vida, y no simplemente un sistema de gobierno o de organización institucional. "La democracia es un modo personal de vida individual, lo que significa posesión y uso de continuo de ciertas actitudes, que forman el carácter y determinan deseos y propósitos en todas las relaciones de la vida" (Dewey, LW 14: 226) . La interpretación que Dewey hace del sujeto no arranca de sus ideas . Lo primario a la hora de constituir la identidad no son las ideas, sino algo previo que las sostiene y que Dewey concreta en la idea de hábito. Por ello, podemos decir que para Dewey la democracia es sobre todo una cuestión de hábitos . Las ideas sólo son reales en tanto que encarnadas en hábitos que canalizan y constituyen la actividad humana. Sólo se puede tener ideas democráticas si se vive democráticamente . La democracia, por tanto, abarca las distintas esferas de la actividad humana e implica la constitución de su subjetividad. En el marco de una filosofía que concede primacía a la acción, la democracia significa una manera de obrar, una práctica vital que se extiende sobre las distintas esferas de acción. Dewey fue extraordinariamente claro al respecto: la lucha por la igualdad carece de significado si no la incorporamos en nuestra vida diaria, si no forma parte de nuestras actitudes, si todavía seguimos tratando a los diferentes, los que se hallan en posiciones más débiles, o a los desfavorecidos por la fortuna o la naturaleza, con desprecio y desdén.
IV. Individualismo liberal y virtudes cívicas
Esta vinculación entre orden social y político y conformación de la subjetividad implica una reubicación del concepto de virtud cívica en el marco de la teoría política, para el que el marco teórico de la tradición liberal, que buscó reducir su alcance, resulta insuficiente. Como diversos autores han sostenido , la tradición liberal se basaba en supuestos metafísicos que permitían un cierto optimismo histórico a partir de la neutralidad estatal en materia de virtudes morales. Estos supuestos, bien una concepción racionalista de la razón, bien una concepción esencialista del individuo, bien un optimismo metafísico, social y/o histórico en la forma de una mano invisible o similares, resultan hoy inasumibles. Anulados todos esos supuestos, las posiciones liberales tienen que reformularse para incorporar en su interior el discurso de las virtudes cívicas. Una parte significativa de la teoría liberal ha continuado la tradición lockeana que mantiene la formación de la virtud en el ámbito de la privacidad y entiende que el ejercicio de la ciudadanía exige simplemente la no interferencia con los demás . Otros autores han optado por reducir las virtudes cívicas adoptando la forma del minimalismo cívico, esto es, una ética cívica de mínimos que permiten la coexistencia de las éticas privadas o de máximos, como singularmente ha puesto de manifiesto Rawls, o en el caso de España A.Cortina. En cualquiera de los casos, las posiciones liberales descansan en última instancia en el concepto de autonomía individual y, al entender esta desde una perspectiva básicamente negativa, representan un camino insuficiente para una teoría de la virtud cívica a la altura de nuestro tiempo.
La revitalización del concepto de virtud cívica requiere entender que liberalismo y perfeccionismo están indisolublemente asociados. Una sociedad liberal es, desde esta perspectiva, aquella en la que se fomenta el desarrollo de la individualidad en un sentido amplio y complejo, que atienda a las posibilidades creativas, intelectuales y artísticas del ser humano. Y ello requiere del cuidado y del cultivo social, de la extensión y de la promoción de la ciencia y de la inteligencia humana. Disolver la separación entre interno y externo y pensar que el individuo constituye su identidad en el orden de lo social, hace que la interpretación pragmatista de la individualidad se convierta en la defensa de un orden social favorecedor de las condiciones que hacen posible el despliegue de su inteligencia, de su creatividad, de sus aptitudes morales e intelectuales.
Esto es lo defendido por Raz en The Morality of Freedom. En esta obra, Raz desarrolla una explicación no negativa del concepto de autonomía. El despliegue de la individualidad exige de un medio social que contenga opciones moralmente valiosas. Reinterpretando el principio del daño de Mill, Raz llega a la conclusión de que privar a alguien de las opciones que hacen posible el desarrollo de una vida autónoma de autorrealización es una forma de dañarle. La autonomía es lo opuesto a una vida de elecciones coaccionadas o de una vida sin elecciones. Evidentemente la vida autónoma exige un cierto grado de autoconciencia, puesto que para elegir uno deber ser consciente de las opciones ante las que se encuentra. Así, Raz señala las condiciones que hacen posible la autonomía. “Las condiciones de la autonomía son complejas y consisten en tres distintos componentes: habilidades mentales apropiadas, un adecuado nivel de opciones e independencia.” (Raz, 1986, 372).
Se pone, así, de manifiesto la intrínseca relación que une autonomía moral y creación de valores. La autonomía moral supone una relación activa del agente con los valores. El individuo con autonomía moral lleva una vida activa y creativa pues no limita la misma a la realización de unos valores que ha recibido. Antes al contrario, el agente moral autónomo hace de su vida un compromiso en la realización y transformación de sí mismo y del mundo. “Habiendo asumido ciertos objetivos y compromisos nosotros creamos nuevos modos de triunfar y de fracasar… así uno da progresivamente forma a su vida, determina lo que cuenta como una vida exitosa y lo que sería una vida fracasada. Uno crea valores, los genera a través de desarrollar compromisos y propósitos, razones que trascienden las razones que uno tenía para emprender compromisos y propósitos. De ese modo, la vida de una persona es suya propia. Es una creación normativa, una creación de nuevos valores y razones.” (Raz, 1986, 387). Se trata de la creación de la vida de uno mismo a través de la modulación de valores, de dar razones en un sentido u otro. Raz explícitamente menciona que no se trata de la idea de autocreación en un sentido arbitrario del término y como partiendo de un vacío absoluto. Por el contrario, entiende que hay valores previos los cuales son tasados y transformados en el propio proceso de desarrollo del proyecto de una persona. Lo que Raz subraya es que la creatividad moral del individuo es posible si tiene ante sí un adecuado rango de opciones de las que el agente debe ser consciente, y que debe estar al abrigo de la coerción y de la manipulación por otros. De otro modo, la creatividad y la autonomía moral exigen de un medio que los favorezca. De ahí deriva Raz el compromiso perfeccionista de que el estado y las instituciones políticas deben poner las condiciones que favorezcan el desarrollo de una vida moralmente valiosa.
De esta manera podemos también entender la posición de Dewey que hace del “crecimiento” el objetivo de la moralidad y de las instituciones sociales y políticas. “Crecimiento” significa la adopción de hábitos que suponen e incrementan el control y el dominio del sujeto, ampliando su capacidad para ofrecer respuestas variadas y eficaces al medio en el que se desenvuelve. "Los hábitos activos suponen pensamiento, invención e iniciativa para aplicar las capacidades a las nuevas aspiraciones. Se oponen a la rutina que marca una detención del crecimiento. Ya que el crecimiento es la característica de la vida, la educación constituye una misma cosa con el crecimiento; no tiene un fin más allá de ella misma" . La idea de que la meta es el crecimiento nos permite separar la nueva manera de entender el perfeccionismo frente a las posiciones antiguas, pues la aspiración al desarrollo y perfeccionamiento de las capacidades humanas no está vinculada al despliegue de una tendencia intrínseca naturalmente inscrita en el ser humano. Por el contrario, toda la preocupación de Dewey en educación es que se entienda que esta no es un medio hacia la consecución de algo, no es un proceso con un final ya establecido . La educación y el crecimiento no pueden tener más objetivo que sí mismo. Si consideramos que hay algo implícito, el crecimiento se vuelve transitorio, un instrumento para hacer explícito lo que ya está latente. La profundidad del planteamiento educativo de Dewey es haber señalado que la educación es consustancial al desarrollo y constitución del despliegue del individuo y de su libertad, y abre las puertas a una consideración de la virtud en la que ésta, alejada tanto de los presupuestos antiguos como modernos, no tiene sentido instrumental sino final. Así Dewey establece una clara relación entre liberalismo, el orden social que da la primacía a la libertad individual, y la educación y la virtud cívica, el proceso por el que los seres humanos crecen y mejoran.
V. Virtudes cívicas y tradición republicana
La defensa de la importancia de la virtud cívica para el orden político se ha desarrollado, básicamente, en el marco de la teorización republicana. Si bien es cierto que el objetivo de las virtudes es capacitar al individuo para el perfeccionamiento de sus capacidades y posibilidades, para el despliegue de un modo de vida autónomo, los republicanos habrían visto, correctamente a nuestro entender, que la autonomía es un constructo social. Por decirlo de otra manera, que existan ciudadanos reflexivos, críticos y autónomos sólo es posible como un proceso de ingeniería social, como un proyecto de construcción –cada vez más complejo- de organización social y política. Si bien el republicanismo nos ofrece el marco teórico apropiado al considerar las virtudes cívicas como centrales para el buen funcionamiento del orden político su perspectiva exige ser reformulada a la luz de las nuevas circunstancias para las que la tradición pragmatista resulta apropiada.
Así, la tradición republicana se asentaba sobre una concepción antropológica que o bien partía de una absorción de lo individual en lo público colectivo (lo que aprovechaban las teoría liberales para destacar el papel iliberal de las concepciones republicanas al anular el aspecto de la vida privada), o bien tenían como punto de partida (en esto, como las teorías liberales) una separación entre vida pública y privada, entre lo ético y lo político que resultan hoy inadecuadas para una teorización posmoderna acerca de la virtud. Los intentos de circunscribir la ciudadanía al ámbito relativo a los procesos de reproducción del poder político institucional están hoy rebasados por otras exigencias sociales y morales. Las cambiantes naturalezas de las relaciones sociales, culturales y económicas crean relaciones de interdependencia mucho más fuertes y, en consecuencia, exigentes, de manera que las formas en que las acciones de unos afectan a las de otros se han multiplicado y se han tornado extraordinariamente más sutiles. Tal y como señalamos antes, la separación entre lo público y lo privado exige ser redefinida y sus contornos desdibujados. Conducir un vehículo privado, arrojar a la basura en la propia vivienda el periódico, el consumo inadecuado de medicamentos, el uso de preservativos para según qué relaciones sexuales, la división de las tareas domésticas, y un largo etcétera (no derrochar agua, tener interés por la cultura, una actitud inclusiva frente a los otros) se han convertido en problemas presentes en la agenda política. Así pues, la restricción del ámbito de la virtud cívica al espacio de la representación política ha resultado claramente superada.
Por tanto, las virtudes cívicas deben a la concepción republicana entender que la ciudadanía ha de ser activa pero, al mismo tiempo, una reactualización del concepto de ciudadanía y virtud cívica implica sobrepasar el marco tradicional del republicanismo demasiado ligado a la unidad jurídica política.
Siguiendo la inspiración del pragmatismo podríamos decir que las teorías de la ciudadanía han sido deudoras de una concepción dualista al considerar al ser humano, de un lado, como escindido entre razón y pasión (véanse las metáforas hobbesianas en el origen de la teoría política moderna) y, de otro, considerándolo un ser independiente del medio natural. La llamada de atención de Turner sobre la corporalidad, así como de los ataques filosóficos al dualismo reinsertando al ser humano en el medio natural con el que se encuentra en una relación de interacción constituyente pone las nuevas bases del concepto de ciudadanía. Los problemas del sida, la gripe aviar, los ataques terroristas, el calentamiento global, así como los problemas en estado aún incipiente que suscitan la ciencia biomédica proporcionan un nuevo marco de definición del concepto de ciudadanía. En este sentido, la rehabilitación de Turner de su teoría de la corporalidad supone situar la reflexión sobre la virtud cívica en un nuevo campo conceptual; el de la vulnerabilidad del cuerpo y el dolor humano (no sólo el sufrimiento –este, cultural). Por su parte, si atendemos propiamente a la tradición pragmatista, su argumentación en defensa de una virtud cosmopolita se encuentra en que el pragmatismo caracterizó al ser humano como situado prácticamente en el mundo. No hay un ser humano que se enfrenta a un mundo ya constituido, sino que uno y otro se constituyen recíprocamente de manera que en el mundo no hay cosas propiamente dichas sino bajo las formas de facilidades, dificultades, etc., en función de nuestros proyectos. Lo que se acentúa es el extraordinario alcance y significatividad de afirmar la precariedad, falibilidad y fragmentariedad de la experiencia humana en relación con la defensa de la virtud cívica. De la misma manera que la virtud se hace humana cuando se deshace el fundamento divino y teológico de la virtud, podemos decir que ésta se hace cívica desde el momento que hemos perdido todo acceso a la trascendencia y a la verdad entendida en términos fijos, permanentes y absolutos. Cuando todas las formas de conocimiento dependen de las comunidades en las que se forjan, cuando la veracidad de un enunciado depende de los criterios que sirven para sostenerlos, y estos a su vez dependen de las personas entonces adquiere la máxima importancia la formación de las disposiciones humanas que nos habilitan para su logro. Como señala Turner “la inseguridad ontológica (fragilidad, vulnerabilidad y precariedad) crea interdependencia e interconectividad” (Turner, 2000, p 15)
Ahora bien, en la medida que los contenidos de la virtud cívica no están basados exclusivamente en el mantenimiento de la estructuras jurídico políticas sino en la propugnación de un orden moral con pretensiones cosmopolitas se produce la paradójica situación de que el gobierno aparece como garante, circunscrito en su territorio, de un orden moral que no lo está, defendiendo una ciudadanía cosmopolita.
VI. Virtudes cívicas y bienes morales.
El pragmatismo, al reinterpretar la teoría ética desde el punto de vista de la razón práctica, proporciona un nuevo tipo de argumentación en defensa de la relevancia moral de la virtud. Desde esta perspectiva lo que se rechaza es la pretensión de las teorías tradicionales de encontrar un principio único con el que dar cuenta de la vida moral. Como Dewey (LW 5: 280) señalara, de una u otra forma, el defecto de las distintas teorías morales reside en su exceso de teoricismo, la pretensión de encontrar un punto de vista unitario con el que establecer criterios y juzgar lo que está bien o mal, lo correcto y lo incorrecto, con independencia de las contingencias de la práctica y del devenir de las circunstancias. La propuesta de Dewey será subrayar que no necesitamos una razón que establezca reglas, principios y normas sino una inteligencia más atenta y abierta a los distintos elementos que conforman la realidad de la moral y a las demandas que plantea cada situación. Esta interpretación permite poner en primer plano de la teoría ética el papel de las virtudes.
En relación con los bienes morales la perspectiva de la racionalidad práctica significa afirmar la dependencia que los valores tienen de las prácticas desde las que emergen. Esto es una manera de decir que la razón no puede señalar la existencia de bienes objetivos, como si fueran propiedades del mundo, con independencia de las prácticas. Lo que se mantiene es que los bienes son abiertos por las prácticas. Se configuran desde, y a partir de, prácticas que son siempre sociales. Ello no es consecuencia de un nuevo teleologismo que supone que hay una tendencia en la naturaleza humana o en la realidad que conduce hacia la realización del bien sino de subrayar el carácter ineliminablemente evaluativo de la situación en la que nos encontramos los seres humanos. Las acciones, lo mismo que los juicios, tienen en los aspectos significativos de la interacción humana siempre una dimensión evaluativa y normativa. En The Practice of Value, Raz señala que una vez uno se introduce en una práctica hay una cierta precomprensión de cuáles son sus estándares de excelencia, si bien estos son lo suficientemente ambiguos y poco claros para necesitar siempre de interpretación. Ahora bien, el subrayar la emergencia de los valores y bienes desde la experiencia suele presentar la objeción de que estamos ante una forma de relativismo moral puesto que, en buena medida, toda práctica es social y cultural. Pero la recusación de relativismo malinterpreta la posición de Raz. Los valores necesitan condiciones sociales para su aparición pero, una vez aparecen, exceden el ámbito de significado en el que aparecen. Así, señala Raz: “Una vez un valor viene a la existencia se relaciona con cualquier cosa sin restricción. Pero su existencia tiene precondiciones sociales.” (Raz, 2005, p 22).
Tomemos como ejemplo la belleza de la puesta de sol propuesta por Raz. La tesis de Raz es que son necesarias ciertas condiciones que permiten considerar la puesta de sol como bella. La belleza de la puesta de sol es socialmente dependiente. No es dificil imaginar situaciones en las que la estimación de la belleza de la puesta de sol sea prácticamente imposible. De la misma manera es posible pensar en situaciones en que se aprecie una amplitud de matices en el significado de la puesta de sol dependiendo de nuestro concepto del significado de la naturaleza, o de la educación de nuestra educación visual -juego de los colores-, etc. Lo que se pretende indicar es que subrayar la dependencia de los bienes y valores respecto de las prácticas sociales no significa una propuesta subjetivista. La belleza de la puesta de sol no depende del sujeto, o, si se quiere, no puede interpretarse como puesta por el sujeto, pero eso no significa que no haya condiciones de su aprecio y de la extensión de su significado. En todo caso lo relevante, y lo que conecta la perspectiva de Raz con la del pragmatismo, es la consideración de que el problema de la teoría no radica en si la belleza de la puesta de sol es subjetiva o objetiva sino que, experimentada como bella, la tarea consiste en indagar no las condiciones por la cuales la puesta de sol es bella sino el cultivo y cuidado que haga más satisfactoria la puesta de sol. “Deberíamos estar preocupados no con las condiciones de existencia de los valores, sino con las condiciones de acceso a los valores” (Raz, 2005, p 30) Por tanto, la pregunta no es acerca de cómo es que hay valores y de donde surgen, sino qué hace posible su reproducción y ampliación. Así, desde el punto de vista de la racionalidad práctica el problema respecto de los valores y los bienes no es el de su existencia sino el escrutinio mediante el que podamos determinar cuáles de los bienes son verdaderamente dignos de ser perseguidos.
Lo que interesa, en este punto, es poner de manifiesto el significado moral de la afirmación del carácter precognitivo y situado de la experiencia humana y de la tesis de la inmediatez cualitativa. De entrada, tal y como Putnam (2002) ha subrayado, supone rechazar la dicotomía hecho – valor. El ser humano vive en un universo que, puesto que es intrínsecamente cualitativo, es también intrínsecamente valorativo. La experiencia humana es, de suyo, una experiencia estética y moral. Es la inserción del organismo en el medio lo que hace que la discusión sobre la objetividad de los valores adquiera un nuevo significado. Lo que tiene sentido es preguntarse cuáles son las condiciones que nos permiten apreciar los valores y ampliar su extensión y significado. Lo que se niega es que sean puestos por la razón. Lo que se afirma es que la razón tiene un papel en su aseguramiento y la ampliación de su significado.
La discusión sobre la objetividad de los mismos depende ahora de su adecuación a las prácticas. De este modo la presencia del factor subjetivo u objetivo se torna un problema de instrumentalidad para la resolución de los problemas y no una distinción de las cosas en sí mismas. Por ello, el problema moral es el cultivo de las condiciones tanto externas como internas que incrementan el valor y el significado de los bienes. Siguiendo con la analogía de la puesta de sol, entre las condiciones externas estarían, desde luego, cuestiones ecológicas de cuidado del medio y, entre las subjetivas, el desarrollo de la sensibilidad estética y una más amplia comprensión de los conceptos de naturaleza, belleza, etc., que permiten incrementar su goce.
Lo que se trata de mostrar aquí es que los valores tienen una dimensión de objetividad que no es reducible subjetivamente. La negación de la existencia de bienes independientes de la experiencia humana, el hecho de que los encontremos en ella, abre las puertas a un nuevo tipo de objetividad para el que lo central es el desarrollo de la sensibilidad y la capacidad del agente para descubrir en un contexto siempre renovado y cambiante los valores más dignos de ser perseguidos. El origen de los valores es contingente, contextual y cultural, pero, al mismo tiempo, una adecuada sensibilidad permite apreciar la objetividad de los valores más allá de las circunstancias del contexto. La discusión sobre la objetividad de los valores concluye en la necesidad del cultivo de las disposiciones individuales y de las condiciones sociales que lo permiten. Lo que la estimación de los bienes requiere es promover las virtudes públicas y las condiciones sociales que la posibilitan.
VII. Normas y virtudes.
El rechazo del carácter teórico de la razón, y la defensa de un entendimiento práctico de la misma, queda puesto de manifiesto en la tesis pragmática de que la teoría ética no tiene que ver con el hallazgo del conjunto de mandatos que determinan lo correcto. Dado que lo que importa es el punto de vista del actor, y no el del discurso, la cuestión es la especificación del bien o de lo correcto en una situación acción concreta. Fiel a su rechazo a los externalismos, el pragmatismo puede entenderse como un esfuerzo por subrayar que los únicos recursos son los que se ofrecen en el interior de la experiencia. ¿Cuál es entonces el origen de las normas y de los deberes? Para los pragmatistas la norma arranca de la experiencia de la constitución social del yo. Tal y como señalamos a propósito de la antropología de Mead, a través de la interacción el sujeto se constituye a sí mismo en la medida en que se relaciona con el otro adoptando su punto de vista. Es la capacidad de adopción de roles lo que permite nuestro conocimiento del mundo y la constitución de nuestra identidad. Así, Joas señala: “Lo correcto debe surgir porque representa los requerimientos antropológicos universales de la coordinación de la acción social, y estos son inevitables porque están inevitablemente embebidos en la acción en contextos sociales.” (Joas, 2000, 172). En concreto, Joas señala que Mead demuestra cómo “la capacidad de emplear símbolos significantes refiere a cada participante en la comunicación más allá de su inmediatez comunitaria a un mundo virtual de significados ideales” (Joas, 2000,170) En todo caso, es a través de la interacción social que el sujeto aprende a adoptar el punto de vista universalista que constituye el núcleo de la norma.
También aquí, como ocurría con los bienes morales, el punto de partida es algo previo a la razón en el seno de la cual emerge y adquiere sentido. Los bienes son precognitivos, y los lazos sociales surgen como consecuencia del juego de la interacción con el otro que es previo al ejercicio de la reflexión. Es desde la práctica situada de la interacción de la que surgen normas y deberes. Normas y bienes, lo correcto y lo bueno se encuentran en tensión cuando nos encontramos en una situación que calificamos como moral. La tarea de la inteligencia es la mediación de las mismas y la búsqueda de la complementariedad. Las normas tienen el efecto de ampliar la concepción de lo bueno para hacerla válida para los demás, y hacer llevar a cada individuo que algo sólo puede ser bueno si tiene en consideración a los demás. En cada acción – situación las orientaciones irreducibles hacia lo bueno encuentra la autoridad examinadora de lo correcto (Joas, 2000). La complementariedad significa que los bienes permiten que las normas no sean abstractas y arbitrarias mientras que éstas últimas hacen que los bienes no sean algo privado y estrecho. Desde luego el potencial universal de lo normativo no tendría nada que examinar si el agente no estuviera ya orientado a las varias concepciones de lo bueno.
Ahora bien, el hecho de que el deber y la norma no sean contrarios a la situación de partida del ser humano no supone que sean frutos espontáneos de la condición humana. Por el contrario, el razonamiento acorde con los principios que orientan la acción humana exige del cuidado y cultivo de las habilidades del juicio que nos capacitan para la adopción de la perspectiva universalista. En relación con las normas de lo que se trata es del rechazo de la razón deductiva de que es posible encontrar un paradigma de la razón de acuerdo con la cual una vez obtenida determinadas premisas, la regla moral, el comportamiento moral no sería para la razón sino un problema de aplicación. Y esto es lo que se demuestra ser falso pues la dinamicidad de las prácticas no se deja atrapar por el modelo de una razón teórica o una razón deductiva. La tarea de la inteligencia no es la aplicación de un principio, de una regla o una prescripción. Requiere de una tarea creativa del agente para la que las buenas disposiciones son singularmente relevantes. Reconocer el carácter abierto de la acción humana y la capacidad racional de reconstrucción de la realidad implica subrayar la importancia de las disposiciones, y por ello de la virtud, en la tarea de mejora de las situaciones y de perfeccionamiento de lo humano. McDowell ha expresado con claridad la tesis de la relevancia del concepto de virtud para una comprensión no teórica de la moralidad. “Si la cuestión ¿cómo debería uno vivir?, pudiera tener una respuesta directa en términos universales, el concepto de virtud tendría solo un lugar secundario en la filosofía moral. Pero la tesis de la incodificabilidad lo excluye.” (MacDowell, 2003, p 139).
No basta, por tanto, con la apelación a los grandes principios. Podemos saber que la libertad individual o la honestidad son importantes y que de ellas derivamos normas morales, pero su significado no está claro cuando en determinadas circunstancias elementos contrarios confluyen. Cabe remitirse en este punto a la interpretación aristotélica, en la que la norma final proviene de la guía que proporciona el hombre prudente. Pero en el contexto de la filosofía contemporánea la racionalidad prudencial ha sido sustituida por una razón pública, social y experimental. Lo que determina es el debate social reflexivo que mira los principios, se atiene a los hechos y los evalúa en función de sus consecuencias. En este sentido, Dewey señala “El acuerdo universal sobre los principios abstractos incluso si existiera sería valioso solo como preparatorio a la tarea cooperativa de investigar y planificar conscientemente, como preparación en otras palabras, para la reflexión consciente y sistemática.” (Dewey, LW 7: 178)
En conclusión, lo que pone de manifiesto un entendimiento práctico de la norma es su dependencia del desarrollo de las capacidades y disposiciones individuales para adoptar la perspectiva de los otros en un contexto o situación determinado. Y esta capacidad sólo puede ser desarrollada mediante las experiencias correspondientes. El juicio moral es el que atiende a las normas, toma en consideración los hechos relevantes y los evalúa en función de las consecuencias mediante la argumentación pública y abierta. El resultado de la discusión sobre la norma desemboca por tanto en la propuesta de promover experiencias que sean educativas y que desarrollen la capacidad reflexiva y de adoptar la perspectiva del otro.
VIII. El significado pragmático de la virtud
Así pues, la convicción que ha guiado el presente trabajo es que la pérdida de trascendencia, la ausencia de garantía y de certezas, el rechazo a la existencia de fines y bienes absolutos y a las perspectivas esencialistas y teleológicas sobre la naturaleza humana proporcionan un nuevo tipo de argumentación en defensa de las virtudes cívicas. La contingencia de los valores, el hecho de que se hagan posible a través de las prácticas humanas, que su aprecio dependa del desarrollo de una sensibilidad apropiada, que su ser deseable requiera del desarrollo de la capacidad racional humana construida a través de los mecanismos comunicativos de la interacción social dan un nuevo peso a la virtud en el seno de la teoría moral y permite una reinterpretación de la misma a la luz del nuevo papel que se asigna a la racionalidad vista desde el punto de vista de la acción.
La ética pragmatista es una ética contextual que se centra en la situación del agente en una situación que es siempre indeterminada. Puesto que, finalmente, la tarea moral no es una tarea de mera aplicación sino una tarea creativa de un actor situado frente a una situación siempre abierta, es fundamental el desarrollo de aquellas disposiciones que permiten enfrentar mejor las situaciones. Hay que decir la verdad, pero hacerlo supone hacer daño a alguien que está en una situación dificil, y quizás podríamos aplazar contárselo, o incluso quizás no hacerlo. La decisión no es si hay que ser honrado sino qué significa ello en determinadas circunstancias. Lo dificil, como señalaba Aristóteles, es serlo en el caso. En ello, la virtud es determinante no sólo porque permite las condiciones de acceso a la acción que es correcta, la que atiende a los bienes mayores y son compatibles con las exigencias normativas y universalistas, sino, y en esto radica su relevancia, porque permite el tipo de percepción que hace más hábil y certera la decisión. La disposición y hábitos del agente no es sólo una condición externa de posibilidad del ver y entender moral sino un elemento integral en la percepción y el razonamiento moral. Lo que se ha querido defender es que la relevancia de la condición práctica de inteligencia humana desemboca en la propuesta de una ética en la que la virtud juega un papel central. Una teoría ética que hace del actor moral y de sus disposiciones el eje de su propuesta moral se convierte, en el seno de la interpretación pragmatista, en una teoría de la transformación de las condiciones sociales que contribuyen a la conformación de la virtud.
En todo caso, es importante por último advertir que el hecho de haber destacado el papel de la virtud en la teoría moral y política no implica negar el papel que bienes y normas tienen desde el punto de vista de la racionalidad práctica. El problema para una teoría de la acción inteligente no es el de elegir entre el bien o el mal, no es el de aplicación de una norma o de realización de un bien ya conocido sino el de la mediación entre los requerimientos del deber, de nuestras inclinaciones y de las demandas sociales en cada situación concreta que es siempre nueva e incierta. Sin la referencia a bienes objetivos y normas universalizables las virtudes quedarían en el estadio de la moralidad convencional.
La interpretación de la razón desde una filosofía de la acción conduce a la conclusión de que de lo que se trata es de poner las condiciones sociales que facilitan las habilidades del razonamiento por el que prestamos atención a los otros y tenemos en cuanta sus demandas y exigencias y que promueven el desarrollo de las disposiciones y hábitos que incrementan la sensibilidad hacia el bien. La apelación a las condiciones sociales que promueven la virtud se traduce en una llamada de atención sobre la necesidad de modificar las políticas e instituciones públicas para contribuir a la educación moral de la ciudadanía. El test de una democracia se mide por la manera en que las instituciones contribuyen al desarrollo de las virtudes cívicas. Y es que, como ya señalara Dewey, “la democracia tiene muchos significados, pero si tiene un significado moral se encuentra en resolver que el supremo test de todas las instituciones políticas y los compromisos industriales será la contribución que hagan al pleno desarrollo de cada miembro de la sociedad”. (Dewey, MW 12:186)
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