En las revistas de Historia de la Ciencia, Dynamis 201; 32 (2012), 1, pp. 245-247 y Asclepio, LXIV (2012), 2, pp. 610-613, se han publicado sendas recensiones de Francisco Vázquez sobre dos recientes trabajos de la profesora argentina Marisa Miranda y del investigador del CSIC, Rafael Huertas. Se trata respectivamente de Controlar lo incontrolable. Una historia de la sexualidad en
Madrid, Los Libros de la Catarata, 2012. Debajo reproducimos ambas reseñas:
Marisa Miranda. Controlar lo
incontrolable. Una historia de la sexualidad en la Argentina , Buenos Aires, Editorial Biblos, 2011, 243 p. ISBN
978-950-786-876-4, 10’36 euros
Este libro excelente
ofrece un diagnóstico acerca de la actualidad de la regulación de la sexualidad
en Argentina, apoyándose en el análisis histórico. Como bien se deja claro
desde el comienzo, no se trata de una historia de los comportamientos sexuales
ni de las mentalidades acerca de la sexualidad. Se está más bien ante lo que
podría llamarse, en clave foucaultiana, una historia de las
“problematizaciones”. Esta consiste en un examen crítico de las propuestas
tendentes al gobierno de la conducta sexual como parte del gobierno
“biopolítico” de la población argentina. Lo estudiado consiste en programas de
intervención, el modo de gestionarlos, su eventual conformación como propuestas
legislativas y los efectos de su aplicación.
Estas problematizaciones
o tipos de racionalidad sirvieron a una modalidad de biopolítica y a una serie
de tecnologías igualmente específicas. Se trata de la biopolítica, entre
“interventora” y “autoritaria” –por emplear conceptos que hemos articulado en
otro lugar- desplegada en un periodo particularmente accidentado de la historia
argentina, caracterizado por la alternancia entre ciclos democráticos y fases
de golpismo militar. Las tecnologías en cuestión tienen que ver con la
eugenesia. Aquí la autora perfila un concepto especialmente fecundo; el de
“eugenesia latina”, una trama de procedimientos y de discursos marcada por la
hibridación de perspectivas ambientalistas y hereditaristas; la relativa
armonización con los planteamientos de la Iglesia Católica en materia de
moral sexual y familiar y la filiación con la biotipología italiana formulada
por Nicola Pende, antes que con la eugenesia ortodoxamente galtoniana. La
importancia de esta variante eugenésica en la biopolítica argentina del periodo
considerado, es espectacular. El libro lo muestra poniendo de relieve la
existencia de poderosas asociaciones (como el Museo Social Argentino, la Sociedad Eugénica
Argentina y la Liga Argentina
de profilaxis Social) e influyentes personajes (como Arturo Rossi, Carlos
Bernaldo de Quirós o Aráoz Alfaro) que irrigaron con sus planteamientos
eugenésicos la administración de la población argentina –desde las políticas
sociales del justicialismo hasta el genocidio emprendido por la última
dictadura militar- y todo ello hasta fechas increíblemente recientes.
En esta preferencia por
la indagación de las estrategias eugenésicas, la autora se ocupa de todo lo
relacionado con lo que Foucault denominó el “cuarto eje” del dispositivo de la
sexualidad: la socialización de las conductas procreadoras, esto es, la
gestión, subordinada al interés público, de las conductas sexuales en tanto
involucradas en los procesos reproductivos. La autora pasa revista a este
asunto en el curso de los seis capítulos que se ocupan respectivamente de “la
construcción científica de la otredad” (esto es, el aval científico de la
estigmatización de los “diferentes” en materia sexual); el noviazgo (consulta
prenupcial, certificado prenupcial, etc..); el matrimonio y el divorcio
(profilaxis antivenérea y políticas de la prostitución incluidas); las uniones
ilegítimas y la acción contra la soltería; la maternidad y la lactancia
mercenaria y, finalmente, la hegemonía heterosexual (en la medida en que el
homosexual ostentaba un placer inútil, sin rendimiento procreativo).
En cada uno de estos
apartados se explora con solvencia el papel desempeñado por los distintos
expertos, asociaciones y organismos implicados en los diversos dispositivos de
intervención. Se ponen de relieve las alianzas, pero también las fricciones y
tensiones entre las diferentes lógicas y agentes (Iglesia, ejército,
judicatura, corporaciones médicas y asistenciales, partidos políticos,
Parlamento, etc.) implicados. Tiene mucho interés la continua alusión –mediante
análisis comparados y de recepción- a los modelos de intervención eugenésica
articulados en la Italia
fascista (con la alusión eminente a la obra de Pende y a las medidas
biopolíticas mussolinianas) y en la
España franquista (con la remisión primordial a la obra de
Vallejo Nájera). Para el historiador de la sexualidad en España, el libro
ofrece interesantísimas pistas acerca de la recepción de la obra de Marañón en
Argentina, de las implicaciones del caso Hildegart en el país andino o del
peculiar periplo intercontinental del cantante Miguel de Molina.
Aunque la referencia al
enfoque genealógico de Foucault y a su noción de biopolítica son de obligado
cumplimiento en un libro como este, su autora propone también –sabiendo
disimular con maestría lo teórico bajo el trabajo empírico- otros ejes de
lectura que rectifican y enriquecen el clásico relato foucaultiano. La
preocupación constante por captar el sesgo excluyente , es decir heterófobo, de
las estrategias eugenésicas desplegadas, vincula a este libro con el análisis
de la lógica inmunitaria presentado por Roberto Esposito en sus trabajos sobre
biopolítica. Esta orientación le permite al mismo tiempo calibrar la virtual
supervivencia de restos excluyentes (por ejemplo en las políticas arbitradas en
la prevención del VIH) en la actual biopolítica argentina, más allá de la
actitud favorable ante unas propuestas (como la reciente ley de matrimonio igualitario)
que apuntan a la inclusión ciudadana.
Por último, la autora
incorpora en su investigación el enfoque en términos de género. La trama
biopolítica que subtiende a la regulación de la sexualidad en Argentina tiene
como blanco la población y su optimización, pero se dirige también a conformar
un tipo de familia caracterizado por el afianzamiento de la división dicotómica
entre los géneros. Pues bien, también en este caso se detecta la tendencia
actual –aquí es crucial la referencia al movimiento de las “madres” y “abuelas”
de Mayo- a un cierto aunque limitado debilitamiento de esa estructura
dicotómica.
En su trabajo, la autora
mantiene relaciones muy fructíferas con el grupo de investigación radicado en
el Instituto de Historia de la
Ciencia del CSIC (Raquel Álvarez, Rafael Huertas, Ricardo
Campos, Andrés Galera, Álvaro Girón, etc..), que tanta importancia ha tenido
para el desarrollo de la historia de la eugenesia y de la sexualidad en el
mundo español e hispánico, en general. Al mismo tiempo, su obra pone al
descubierto el excelente y creciente plantel de estudiosos argentinos que se
ocupan de estas materias. Esperemos que esta valiosa contribución sirva para
tender puentes entre los investigadores de ambos lados del Atlántico, haciendo
posible algo que ya es hora de reclamar: una historia comparada de la eugenesia
y de la sexualidad en el mundo latino.
Francisco
Vázquez García, Universidad de Cádiz
Rafael Huertas. Historia cultural de la psiquiatría. (Re) pensar la locura
Madrid, Los Libros de la Catarata, 2012,
221 págs. [ISBN 978-84-8319-695-3]
El extraordinario e
innovador impulso recibido por la historia de la psiquiatría en los últimos
cincuenta años –cuyo inicio estuvo marcado por la publicación en 1961 de la Historia de la locura de Michel
Foucault- requería sin duda una puesta al día que ordenara sintéticamente las
distintas opciones teóricas y metodológicas involucradas, cartografiando el
perfil de los debates más importantes y de las pistas con más porvenir dentro
de la disciplina. La flamante monografía de Rafael Huertas, cuya prolongada trayectoria
dentro del puntero grupo de investigadores del Departamento de Historia de la
Ciencia (CSIC) es bien conocida, cumple sin duda estos requisitos, dando forma
a un completísimo estado de la cuestión, pero su alcance va mucho más allá.
En su trabajo se lleva a
cabo una acabada reconstrucción del campo internacional de la historiografía
psiquiátrica en su conjunto, pero al mismo tiempo se elabora una propuesta
propia y original. Esta se define a partir de un diálogo con las principales
alternativas que jalonan ese campo. Haciendo gala de ese sano “eclecticismo”
que Jean-Claude Passeron supo ponderar en las disciplinas de corte
multiparadigmático,[1] Rafael Huertas no se
limita a postular la complementariedad de los distintos enfoques convocados,
desde la narrativa del “control social” (Foucault, Castel) hasta la “historia
conceptual” (Berrios), pasando por el modelo dialógico (Swain, Gauchet), el
“nominalismo dinámico” (Hacking), “la historia desde abajo” (Porter) o el
análisis de las retóricas de legitimación profesional (Goldstein). Más allá de
la tendencia a considerar estas álgebras de descripción histórica como
mutuamente excluyentes, se insiste en la complementariedad de las distintas
inteligibilidades que proporcionan. Se hace valer así un pluralismo
metodológico efectivo, integrando dialécticamente las diversas perspectivas
concernidas e ilustrándolo mediante la exhibición de casos históricos
concretos.
En esa propuesta se
rechaza el positivismo de una psiquiatría plenamente naturalizada, que habría
encontrado al fin un paradigma estable y unificado en el lenguaje de las
neurociencias y donde el síntoma quedaría identificado con una carencia o
disfunción, explicable exclusivamente a partir de patrones neurobiológicos que
permitirían obviar toda referencia al contexto.[2] En
cambio, la exigencia de emplazar al síntoma en la trayectoria vital del
paciente y en la trama histórica y política de las instituciones y de los
sistemas socioculturales, aproxima este trabajo, por un lado, a las tradiciones
del psicoanálisis y de la fenomenología, y por otro, a los enfoques del
constructivismo social y de la genealogía foucaultiana.
Sin embargo esta vecindad
de la propuesta de Huertas con tendencias de signo antropológico o
crítico-emancipatorio no lo llevan en ningún momento a recusar, como sucede en
el “foucaultismo vulgar”, en diversas advocaciones del “control social” o en
ciertas versiones postmodernas del constructivismo, la intención científica y
terapéutica del saber psiquiátrico. Este encuentra su lenguaje propio en una
semiología de proyección clínica, una tradición casi bicentenaria que tiene la
peculiaridad de formularse como praxeología, como “teoría para la práctica”,
donde la demanda de remedio por parte del enfermo prima sobre el
intelectualismo dogmático de las doctrinas.
Rafael Huertas levanta
acta de la debilidad teórica de la psiquiatría en el tiempo presente, del
desafío que para su especificidad como conocimiento representa hoy la expansión
imperial de las neurociencias y, por último, de la necesidad de recurrir a la
historia para sortear estos peligros. La historia de la psiquiatría le permite
al pensamiento psicopatológico una ganancia de reflexividad, ayudando a
contextualizar sus objetos en el curso de la experiencia individual y
colectiva. Al mismo tiempo, las reconstrucciones históricas se revelan
necesarias para reactualizar ese legado bicentenario que representa el lenguaje
clínico de los síntomas. La historia aparece entonces como el laboratorio de la
epistemología, definida por Huertas en términos casi literalmente bourdieusianos,
como conciencia crítica de lo que se hace;[3] en
este caso de lo que hacen los psiquiatras cuando actúan de un modo y no de
otro.
La propuesta se articula
a través de un diálogo jalonado en siete estaciones. En cada una de ellas se
confronta críticamente una determinada perspectiva y las controversias a ella
vinculadas.
El planteamiento
contrastado en el primer capítulo es la hipótesis del “control social” y los
interlocutores privilegiados son Michel Foucault y su discípulo Robert Castel.
Se reconstruye la historia del concepto de “control social” desde su contexto
funcionalista inicial hasta sus implicaciones en una ciencia social crítica que
arranca con la Escuela de Frankfurt y llega hasta la antipsiquiatría, pasando
por los trabajos de Goffman y de los representantes de la label theory. Esta tradición tiene el mérito de haber inaugurado
una historiografía crítica que da cuenta de los nexos que unen al saber
psiquiátrico con el ejercicio del poder en nuestras sociedades. Al mismo tiempo
se señalan las debilidades de estas narrativas: la falacia del manicomio como
laboratorio de normalización social, el mito de la sociedad plenamente
“disciplinada”, la visión monolítica y homogénea del poder de los expertos, la
pasividad de los gobernados y el énfasis en un engañoso “orden psiquiátrico”.
En el segundo capítulo se
pasa revista a aquellos trabajos que subrayan la condición liberadora,
democratizadora, dialogante y terapéutica del saber psiquiátrico. Aquí los
interlocutores de referencia son Gladys Swain y en menor medida Marcel Gauchet.
Las investigaciones de estos estudiosos, que insisten en los atributos de la
psiquiatría que acaban de mencionarse, suelen aparecer contrapuestos a la línea
abierta por Foucault y Castel. El capítulo tiene el mérito de demostrar la
complementariedad de ambas perspectivas; cada una de ellas ilumina un aspecto
del alienismo, variable según se opte por la vía amable del tratamiento moral
que ofrece Pinel, o por la variante sombría expuesta por Leuret.
En el tercer capítulo el
problema no es ya si la práctica psiquiátrica es un instrumento de control
social o un diálogo con el “insensato”, integrador de su subjetividad. Aquí el
concepto guía es el de “profesión”: ¿en qué medida constituye la psiquiatría un
campo profesional autónomo?; ¿qué funciones legitimadoras desempeña este ámbito
corporativo? La interpelación procede principalmente de los trabajos de Jan
Goldstein. En Console and Classify y en
The Postrevolutionary Self, esta
historiadora, sustentada en un saludable eclecticismo sociológico, ha sabido
deslindar las “políticas de patronazgo” que subtienden a las redes
profesionales de la psiquiatría, localizando las dinámicas de monopolio que
acompañan a la formación y difusión de ciertos conceptos (“monomanía”,
“histeria”) condicionados a su vez por los espacios de observación
privilegiados en las trayectorias respectivas de los especialistas. La obra de
Goldstein consigue así aglutinar la historia intelectual de las evoluciones
conceptuales, la historia social de las estrategias profesionales y los grupos
de intereses, y la historia política de las técnicas para la gestión de
poblaciones.
El capítulo cuarto pone
sobre el tapete el debate acerca del construccionismo. En este caso, la brújula
de la discusión la suministran principalmente los trabajos de Ian Hacking
acerca de “enfermedades transitorias” -históricamente mudables y relativamente efímeras-
como la personalidad múltiple o el automatismo ambulatorio. Aunque Hacking se
muestra muy crítico con un construccionismo irrestricto que no respeta la
distinción entre clases conceptuales (indiferentes, interactivas, híbridas),
sus estudios, bien delimitados empíricamente pero de intención más epistémica
que histórica, muestran el carácter pasajero e históricamente construido de
ciertas enfermedades mentales. Se constata la fecundidad del modelo vectorial
de análisis (el “nicho ecológico” de las enfermedades) propuesto por el
canadiense, así como su exploración del efecto “bucle” en los procesos de
invención de tipos de persona. Al mismo tiempo se señalan sus limitaciones: lo
que a menudo parece la descomposición histórica absoluta de un síndrome o de un
trastorno, puede ocultar un fenómeno de evolución conceptual, cuando, como
estudió Canguilhem, una continuidad conceptual se disimula bajo un
desplazamiento terminológico. Algo así sucedió en los casos de la monomanía y
la histeria.
Si la fortaleza principal
del esquema constructivista de Hacking consiste en mostrar el condicionamiento
cultural de las enfermedades, el mérito más destacado de Germán Berrios y del
grupo que lidera en Cambridge –cuyas contribuciones se evalúan en el quinto
capítulo- consiste en intentar reactualizar el lenguaje semiológico de la
psicopatología clásica. Esto les ha conducido a elaborar una historia
conceptual de la psiquiatría cuya intención es mejorar el basamento teórico de
esta disciplina. Frente a la acefalia crónica de manuales de diagnóstico como
el DSM, alérgico a toda elaboración teórica y obsesionado con la fiabilidad
estadística de las definiciones propuestas, Berrios y su equipo hacen
prevalecer la validez de las explicaciones proporcionadas por un discurso semiológico
fundado en la experiencia clínica.
Las principales
debilidades de esta historia conceptual de los síntomas, tienen que ver con su
aferramiento a un modelo exclusivamente biomédico. En sus críticas a la
historia externalista de la psiquiatría, Berrios y sus discípulos corren el
riesgo de dejar a un lado los elementos contextuales, reduciendo el síntoma a
la expresión de meras señales neurobiológicas. Al mismo tiempo, su
reactualización de las descripciones psicopatológicas del pasado puede derivar
en un presentismo que olvida la dimensión histórica y mudable de las
enfermedades mentales.
En este punto y
recuperando las aportaciones de la psicopatología fenomenológica y de los
enfoques psicodinámicos –poco estimados por Berrios y su grupo, Huertas propone
un modelo integrador que supere la dicotomía entre internalismo y externalismo
y atienda a la dimensión de la subjetividad en la práctica clínica.
Precisamente el capitulo
sexto se refiere a este asunto. ¿Cómo afrontar una historiografía psiquiátrica
que, sin renunciar a sus funciones epistemológicas, acoja la experiencia del
paciente y dé cuenta de la condición praxeológica (teoría de una práctica) de
la psicopatología? En este caso, el interlocutor de turno es Roy Porter, autor
de un programa pionero para escribir la historia de la psiquiatría “desde
abajo”. Esto implica dar un lugar preferente a la documentación de los archivos
clínicos, hasta ahora no suficientemente atendida. En estas fuentes (los
historiales clínicos) se advierte por un lado la diferencia entre las
formulaciones abstractas que aparecen en los tratados médicos y las
peculiaridades contingentes de la práctica clínica cotidiana. Por otro lado, en
estos depósitos se encuentra también buena parte del corpus (cartas, diarios, peticiones, etc.) que permite escuchar la
voz de los pacientes y el recuento de su experiencia en primera persona. Esta
es una de las vías más prometedoras para la futura historiografía psiquiátrica
y responde a la vocación del psiquiatra en pro del diálogo con el enfermo y d
ela apertura a su individualidad concreta.
El libro concluye con un
capítulo dedicado a justificar, en la línea de lo indicado al comienzo de este
comentario, el valor de la historiografía psiquiátrica como herramienta de reflexión
epistemológica y como ayuda para el mejoramiento teórico de la propia
psiquiatría. Siguiendo aquí una estela abierta por Lanteri-Laura, discípulo de
Canguilhem, se pondera la necesaria cooperación (“interacción dinámica”) entre
psiquiatras e historiadores, evitando al mismo tiempo los peligros del
anacronismo y la falacia de una “historia anticuaria” que pretende desvincular
la actualidad psiquiátrica respecto a la herencia histórica que la conforma. En
esta epistemología histórica que pretende vertebrar las diferentes dimensiones
(experiencia histórica y política, experiencia del sujeto enfermo, experiencia
clínica recogida en el lenguaje de los síntomas) de la práctica psiquiátrica,
Huertas encuentra el mejor antídoto contra las nuevas formas de reduccionismo
que asedian hoy al pensamiento psicopatológico. No habla de oídas; el engarce
entre las diversas tradiciones invocadas no consiste en un comentario o
amalgama de textos escritos por otros. En la mayoría de los casos y como
historiador practicante de largo aliento y experiencia, Rafael Huertas ha
puesto a prueba los distintos enfoques mencionados en su libro. Por su eso su
lección vale por dos.
[1] Passeron, J.C. (2006), Le raissonnement
sociologique. Un espace
non poppérien de l’argumentation, Paris, Albin Michel, p. 552
[2] Sobre la imposibilidad del “cierre semántico”
en ciencias sociales, eludiendo el contexto gracias al lenguaje formalizado de
las variables o, en este caso, al lenguaje transhistórico de la neurobiología,
véase Passeron (2006), p. 621
[3] Sobre la epistemología
como reflexión que apunta a poner al día los esquemas de la práctica
científica, tanto en sus errores como en sus éxitos, véase Bourdieu, P. y Wacquant, L., Réponses.
Pour une anthropologie réflexive, Paris, Ed. Du Seuil, p. 196
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