MORENO
PESTAÑA, José Luis. La norma de la filosofía. La configuración del patrón
filosófico español tras la Guerra Civil, Madrid, Biblioteca Nueva,
2013, 223 pp.
Este libro ofrece al lector una reflexión
olímpica acerca del presente de la filosofía española. Pero para entenderlo en
sus justos términos, ese presente es afrontado en toda su densidad temporal,
como si se tratara del precipitado de una herencia anterior, con sus fracturas,
desplazamientos y continuidades. La herencia en cuestión la constituye el
orteguismo. Este no se identifica con la escuela de Madrid, cuyos brillos se
apagaron tras la Guerra Civil, ni siquiera con las ideas de su jefe de filas.
El orteguismo no es una doctrina sino un modo de ser filósofo y de practicar la
filosofía. Esta se identifica con un quehacer abierto e híbrido, una reflexión
de segundo orden a partir de las prácticas cotidianas y de los discursos
científicos en el interior de una determinada circunstancia histórica. En este
maridaje con los saberes, el orteguismo destaca la colaboración con las
Humanidades. Las disciplinas humanísticas revelan el condicionamiento social e
histórico de las construcciones filosóficas, mientras la filosofía pone al
descubierto, mediante conceptos, los supuestos impensados desde los que operan
las Humanidades.
Pues bien, el libro narra, en cierto modo, el
destino histórico de este patrón orteguiano en la filosofía española posterior,
desde la Guerra Civil hasta el final de la Transición. Para ello selecciona,
analiza y contextualiza en profundidad una serie de debates teóricos que han
jalonado las distintas etapas de este proceso. El debate, la controversia, se
transforman así en observatorio privilegiado a la hora de sondear distintos
estados del campo filosófico español en diferentes momentos críticos.
El instrumento utilizado para moldear esta
reconstrucción histórica lo constituye la sociología de la filosofía. Aunque
formalmente esta disciplina es de factura reciente y se vertebra a partir de
metodologías diversas (sociología de las redes intelectuales de Randall
Collins, sociología de los campos de producción intelectual promovida por
Bourdieu y sus discípulos, sociología de las estrategias argumentativas
practicada por Martin Kustch), Moreno Pestaña encuentra su inspiración en el
programa orteguiano. Este implicaba rechazar una concepción cerrada de la
actividad filosófica, entendido como construcción de sistemas conceptuales a
partir de la exégesis de los textos que componen la tradición. Semejante
planteamiento presupone que la filosofía está constituida por un corpus textual
autosuficiente, cuya validez es independiente del contexto histórico en el que
se formula. Tal actitud, que implica el desgajamiento del sistema filosófico
fuera de su peculiar circunstancia histórica, es lo que Ortega identifica y
rechaza como “escolástica”. El contenido del sistema en cuestión es
irrelevante, puede tratarse de Durando de San Porciano o de Antonin Artaud.
Con estos mimbres el autor traza, en la
Introducción, un programa completo de los problemas y dificultades que debe
afrontar la sociología de la filosofía entendida como prolongación del
ejercicio de reflexividad que define a la actividad filosófica. Diseña así un
mapa muy afinado para sortear ese campo de minas que implica la lectura de textos
filosóficos, una guía para esquivar los precipicios paralelos del reduccionismo
filosófico y del sociologismo. Este apartado introductorio está plagado de
sugerencias, ofreciendo una amplia panoplia de herramientas para el
historiador: significatividad de las luchas fronterizas (para fijar qué es y
qué no es filosófico), importancia de los fracasos y de los filósofos menores,
formulación de la teoría de los tres polos de excelencia (institucional,
intelectual, creativa), utilidad del concepto de “espacio de atributos”,
relevancia otorgada a la construcción de esquemas idealtípicos.
En su argumentación, Moreno Pestaña atiende a
las aportaciones de sus antecesores (Collins, Bourdieu & cia, Kustch), pero
lo hace siempre criticándolas, evitando precisamente la actitud del escoliasta.
Se llega así a una original combinación de estas contribuciones con el legado
conceptual de Ortega y con la epistemología weberiana de Jean-Claude Passeron.
Otra novedad la constituye la selección de fuentes. En coherencia con el
enfoque propuesto, atento a situar el filosofar en la vocación vital o
trayectoria de los pensadores considerados, en su contexto práctico y en el
menú de posibilidades que en cada caso conformaba el espacio filosófico, las
fuentes consideradas no se limitan a la “obras” de los autores concernidos. El
análisis de ese material se confronta con un corpus diferente, anómalo
para el historiador académico de la filosofía: procesos de depuración en tiempo
de guerra, expedientes administrativos, informes y ejercicios en tribunales de
oposiciones, correspondencia privada, entrevistas orales con los protagonistas.
Con estos materiales y estas herramientas se
aborda, en el primer capítulo, una de la primeras pruebas de fuego afrontadas
por la herencia orteguiana: la Guerra Civil. En los relatos consagrados, este
episodio habría partido en dos la historia de la filosofía española
contemporánea. Exiliados en el exterior o en el interior, los representantes
del orteguismo habrían sido borrados de la escena y reemplazados por
partidarios del nuevo régimen, que habrían ocupado los puestos de sus mayores
administrando un nuevo establishment, el de la filosofía bajo palio,
dominado por el nacionalcatolicismo y la tradición tomista. El vergel se habría
transmutado en erial.
Frente a esta vulgata resuelta con un par de
brochazos, se presenta un relato mucho más matizado. Se calibra la importancia
de graduar la incidencia de la Guerra Civil según las trayectorias individuales
y las fases más afectadas de las mismas. Esto permite por una parte trazar una
tipología de las carreras a partir del impacto que tuvo sobre ellas el fatal acontecimiento: unas se
vieron aceleradas (de modo variable según los casos), otras ralentizadas,
frustradas o interrumpidas, otras se mantuvieron en sus expectativas
anteriores. También varió la pauta de reclutamiento. Todo un espectro de
filósofos de origen humilde (en contraste con la procedencia de clase media
alta de los orteguianos) encontraron en la tutela eclesiástica y en el silencio
de los seminarios el modo de superar sus obstáculos de clase aupándose a la
consagración institucional o intelectual. La estrella sociocéntrica del nuevo
amanecer era el Padre Santiago Ramírez.
Por otra parte, la herencia orteguiana no
desapareció como por ensalmo. Muchos de los intelectuales fascistas se habían
socializado filosóficamente en ella, de modo que seguía investida de prestigio.
La movilización político-militar hizo más dependiente la lógica del campo
filosófico respecto a la del campo político, pero no evaporó totalmente su
autonomía. El cambio afectó sobre todo a la institución filosófica, con el
barrido del orteguismo en las Facultades de Filosofía y en el Instituto Luis
Vives del CSIC. Pero la incidencia de esta tradición prosiguió a través de
Ortega y sobre todo de la creciente influencia de Zubiri fuera de la Facultad
de Filosofía (Laín, Conde, Gómez Arboleya). El análisis pormenorizado y
riguroso de las trayectorias le permite además al autor descartar otro tópico
de la historiografía intelectual de este periodo: la supuesta contraposición
entre falangismo “liberal” y tradicionalismo escolástico.
El segundo capítulo está dedicado a examinar
el debate entre Laín y Marías, en la década de los cuarenta, a propósito del
concepto de “generación”. Este estudio de caso permite poner en entredicho, de
un modo aún más concreto, el falso tópico del erial filosófico español durante
el mencionado decenio. Como enseñó Braudel, la materia histórica está
articulada en un tiempo múltiple, multidimensional, donde los campos no se
transforman de manera sincronizada. Simétricamente, no es posible afrontar la
experiencia vital de un filósofo como si existieran compartimentos estancos
entre sus distintas facetas (práxica, emocional, cognitiva, etc).
Mediada la década de los cuarenta, el
trastocamiento del campo político producido por la Guerra Civil había afectado
sin duda a las modalidades de reclutamiento profesional y de carrera académica
de los filósofos, pero no todavía a su consagración intelectual. Moreno Pestaña
traza la persistencia del orteguismo como en esta época, analizando el modo en
que la filosofía híbrida defendida por Ortega recibía nuevas modulaciones en su
discípulo Zubiri, encontrándose cuestionada por la referencia a Heidegger. Se
sigue la estela de este problema en el debate Marías/ Laín, en un entorno donde
los tomistas controlaban la institución filosófica pero no los valores que
cotizaban en el mercado intelectual.
En
el tercer capítulo se dilucida un importante cambio de panorama. En las redes
tomistas, hegemónicas en la filosofía universitaria desde la Guerra Civil, se
trata ahora, ya entrada la década de los cincuenta, de desprestigiar el
orteguismo, esto es, de derribar su preeminencia intelectual. El éxito de la
campaña antiorteguiana, que es la controversia analizada en este capítulo,
propició no sólo la expulsión de las ideas de Ortega, sino la consolidación de
un nuevo habitus filosófico que habría de pervivir más allá del
franquismo. En las tentativas de sistematización y en las diatribas de los
Ramírez, Iriarte, Marrero y compañía, contra Ortega, lo que se hace valer es un
nuevo prototipo de filósofo: recio y ascético, retirado de las veleidades
mundanas y dedicado a la construcción de vastas arquitecturas teóricas
obtenidas a partir del culto y la exégesis de los grandes textos de la
tradición. En estos pensadores de los cincuenta el corpus de referencia
lo constituyó el legado tomista, pero la nueva generación de los sesenta no
cambiará el patrón (“la norma de la filosofía”), sino sólo los contenidos.
Según los casos se tratará del marxismo, de la filosofía analítica o del
postestructuralismo, esto es, de las corrientes europeas importadas con avidez
en los años de contestación política antifranquista. Pero filosofar continuará
consistiendo en derivar un sistema a partir del
desciframiento de un canon textual, sea este el de Hegel o el de
Foucault.
El capítulo cuarto nos relaja abriendo una
espita para el optimismo. Aunque eclipsada y dominada, la filosofía híbrida,
entrelazada con las ciencias históricas, defendida por Ortega, no quedó
totalmente arrumbada en el panorama filosófico español de los años sesenta y
setenta. En algunas instancias de la filosofía española de esa época existen
rescoldos que nos permiten reavivar hoy el necesario fuego del orteguismo.
Estos elementos se encuentran en el conocido debate que enfrentó a finales de
los sesenta, a Manuel Sacristán y a Gustavo Bueno, a propósito de la titulación
de filosofía.
Más allá de las estridencias de ambos
contendientes, Moreno Pestaña revela una concepción compartida del filosofar
como reflexión de segundo orden sobre las ciencias y sobre las prácticas
mundanas. Ambos rechazan la “filosofía de lector” convertida en canon español
desde la década de los cincuenta. La raíz de esta visión del quehacer
filosófico se encontraría en Ortega, modelo permanente de Sacristán y objeto de
una consideración más ambivalente por parte de Bueno. El autor dedica muchas
páginas a reconstruir, en la larga duración, la perspectiva de Ortega acerca
del nexo entre la filosofía y las ciencias históricas, poniendo de relieve el
tronco neokantiano de las posiciones orteguianas y su vecindad con las
ramificaciones del problema en la fenomenología y en el positivismo lógico. En
este proceso Heidegger representa un cierto bluff, tanto por su recelo
respecto a las ciencias como por su reducción de la historia a una combinación
de etimología y comentario de textos filosóficos.
Pese a su proximidad, Sacristán y Bueno
discrepan. El detallado seguimiento de sus trayectorias permite detectar la
génesis de esta divergencia. El primero considera que la filosofía académica no
aporta nada a la hora de componer una ciencia autocrítica y reflexiva. Por eso
era partidario de eliminar la titulación específica de filosofía. Bueno sin
embargo valora la contribución de esa filosofía universitaria, y la ejemplifica
con los casos de Husserl, Heidegger y Bergson. La distancia entre ambos no está
en su noción del filosofar, sino en su relación con la institución -integrada
en Bueno, marginal en Sacristán, y en la amplitud de su público en esa época
-de amplias miras culturales y políticas en Sacristán y más especializado en
Bueno.
El Epílogo que cierra el libro amplía la
hipótesis acerca de la persistencia de la “norma de la filosofía” instaurada
durante los años cincuenta, aplicándola al universo de la filosofía española
entre los años sesenta y noventa. Para ello se apoya en un generoso comentario
de mi trabajo de 2009, La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una
lectura sociológica (1963-1990). Los cambios fundamentales que delimitan el
proceso de transición filosófica descrito en esta obra no contradicen el
continuado predominio de un quehacer filosófico confinado en la exégesis de
textos e identificado con la tarea escolástica (en el sentido de Ortega)
consistente en aplicar un sistema de referencia (en un repertorio ahora
ensanchado, incluyendo a todas las corrientes de la modernidad) desgajado de su
contexto para la comprensión de cualquier tipo de realidad.
Escrita a la vez con amenidad y elegancia, la
monografía de Moreno Pestaña no sólo ayuda a desembarazarse de una interminable
lista de tópicos historiográficos sobre la filosofía española del siglo XX.
Constituye al mismo tiempo uno de los mejores ejemplos de ejercicio filosófico
original que podemos encontrar hoy en nuestro país; invita a retomar nuestra
perdida tradición orteguiana para aprender a pensar de nuevo.
Francisco Vázquez García
Universidad
de Cádiz
No comments:
Post a Comment