El nº 42 (Año XI, 2011) de la revista Iberoamericana. América Latina- España- Portugal. Ensayos sobre letras, historia y sociedad, editada por los Institutos Iberoamericanos de Berlín y Hamburgo, ha publicado un artículo-recensión de Pedro Ribas, titulado "Filosofía, religión y política en la España contemporánea" (pp. 189-208). En él se reseñan, entre otros trabajos, el libro de nuestro compañero Francisco Vázquez, La Filosofía española. Herederos y Pretendientes. Una lectura sociológica (1963-1990), Madrid, Abada, 2009. Pedro Ribas (Universidad Autónoma de Madrid), es un reconocido estudioso de la obra de Kant (traductor de la edición de Alfaguara de la Crítica de la Razón Pura) y del pensamiento español contemporáneo (Unamuno, recepción del marxismo en España). Debajo reproducimos la parte de su artículo referida a Herederos y Pretendientes:
"Otra consideración de la filosofía
española, esta vez en la transición, es La
filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica
(1963-1990).
Aquí tenemos un repaso bastante documentado de la “filosofía española”, según
el título, aunque propiamente de lo que trata el libro es de la filosofía en
España, ya que apenas atiende a los numerosos y destacados filósofos españoles
en el exilio. En términos generales, el asunto que se estudia aquí es bastante
conocido: tras la victoria de los militares en la guerra civil, la dictadura
impuso como filosofía oficial la escolástica y en los años 60 se hizo palpable
el desmoronamiento de esa filosofía para dar paso a distintas corrientes que
van logrando abrirse camino en foros no oficiales hasta lograr romper el
monopolio ejercido por la rancia escolástica. Este proceso es analizado en el libro
en términos que muestran, por un lado, que no todos los representantes de la
filosofía oficial fueron fieles a la línea nacionalcatólica a la sombra de la
cual y para favorecer la cual obtuvieron su cátedra. Algunos pronto
redefinieron su orientación y se
volvieron críticos con la filosofía oficial. Esto permitió que a su alrededor
surgieran jóvenes cuya discrepancia con tal filosofía tuviera cierto apoyo
personal, ya que no institucional, y que aparecieran posibilidades crecientes
de expresar esa discrepancia
De esta forma, no sólo se produjo en
los años sesenta y siguientes una crítica cada vez más frontal al canon escolástico,
sino que los temas de debate en revistas, congresos, seminarios y conferencias
eran extraños a ese canon. Uno de los agentes que contribuyó a este proceso es
justamente la Iglesia, uno de los puntales básicos del régimen dictatorial,
junto a los militares. En el contexto del Concilio Vaticano II la Iglesia
experimentó un “aggiornamento” que es muy perceptible en toda su estructura,
tanto en las revistas de las poderosas e influyente órdenes religiosas, sobre
todo jesuitas y dominicos, como en la propia jerarquía episcopal, dentro de la
cual surgieron críticas al apoyo incondicional que la Iglesia prestaba a la
dictadura, pero sobre todo aparecieron movimientos católicos de base que
rechazaban frontalmente tal apoyo.
Vázquez García analiza el proceso de
transición desde la red oficial de los filósofos, en la cual hay disidencias y
evolución, pero especialmente desde la red alternativa (los pretendientes).
Para ello distingue en la red oficial diferentes focos, como los orteguianos,
los “falangistas convertidos al liberalismo” (Aranguren) o al marxismo
(Sacristán).
Para efectuar este análisis, Vázquez
García propone las herramientas teóricas que va a emplear:”habitus”, “campo”,
“redes”, “nódulo”, “capital” (el “capital” es aquí reconocimiento, poder
institucional, mediático, etc.). Con tales herramientas el autor emprende una
pesquisa que comienza por “el campo filosófico y el espacio real”, capítulo en
el que examina el desarrollo de la enseñanza en el periodo estudiado y el
entorno social del que proceden los filósofos, entorno que muestra muy claramente
la incidencia de lo religioso en su formación: “El ‘pedigree’ religioso de los
filósofos españoles que conocieron su ‘acmé’ en la década de los setenta y de
los ochenta, parece fuera de duda (…). En casi un tercio de la muestra se
advierte el paso por el seminario, es decir, la presencia de una vocación
religiosa reconvertida con posterioridad o en coexistencia simultánea con la adopción
de una carrera filosófica.” (pp. 51-52) Esta circunstancia es de gran relieve, pues
el tipo de educación de los seminarios eclesiásticos permitía sin grandes
dificultades insertarse en la formación y titulación que ofrecían las
universidades estatales. En este sentido ha sido frecuente el estigmatizar a
algún filósofo por su filiación clerical o el referirse a las secciones de
Filosofía sacando a relucir el “tufillo a casa de Ejercicios Espirituales para
Adultos que despedían un día aquellos centros” (Muguerza, cita de p. 55). El
autor ilustra con biografías concretas esta incidencia de lo religioso, aspecto
que tiene que ver, naturalmente, con las transformaciones que experimentó el
catolicismo español en los años 60, con protestas de curas vascos y catalanes
denunciando tortura y opresión y que en los ambientes intelectuales se
expresaba con obras como las que publicaba Aranguren ya en los años 50 y con
movimientos católicos que apoyaban las huelgas obreras y reclamaban justicia
social. Por otro lado, es el momento de la aparición con fuerza del Opus Dei, nuevo catolicismo que defiende
el desarrollo económico y que pronto desbanca a los jesuitas como educadores de
la burguesía española y se hace con las riendas de los organismos rectores de
la industria, de los estudios económicos, así como de importantes puestos en la
universidad y el CSIC. Lo cierto es que, como indica el autor en una nota de la
página 49, “de las 14 colecciones de filosofía mencionadas en un divulgado
panorama de la filosofía española, editado en fecha tan avanzada como 1970, 8
eran publicadas por editoriales vinculadas a la Iglesia católica”. Ésta
controlaba, durante los años del nacionalcatolicismo, la educación en todos sus
niveles, pero sobre todo en el bachillerato, así como también las sociedades
científicas, editoriales y publicaciones periódicas. Por ello es tan relevante
en España que una Iglesia con tanta presencia y tantos resortes experimentara
la transformación que vivió en el entorno del Concilio Vaticano II.
Fue en el contexto de ese Concilio
donde se produjo la renovación del campo filosófico español. Dos redes
dominaban ese campo en los años 50: falangistas católicos y orteguianos, por un
lado, y jesuitas y acenepistas (de Acción Católica), por otro. Se cursaba la
especialidad de Filosofía en las universidades estatales de Madrid y Barcelona
y existía el Instituto Luis Vives de Filosofía, insertado en el CSIC, que
poseía su órgano oficial, Revista de
Filosofía (1942-1969). La Iglesia tenía estudios de filosofía en la
Universidad Pontificia de Comillas y en la Universidad Pontificia de Salamanca.
Tanto en la universidad estatal como en las pontificias, la filosofía oficial
era la escolástica, predominantemente tomista. En ambas redes se producen
novedades en los años 60. Con la entrada de nuevos profesores de la red de Falange
(París Amador, Sánchez Mazas, Cruz Hernández), se acentúa el aprecio y
valoración de Ortega, Unamuno y, en general, de contenidos alejados de la
escolástica. De ahí que lo más innovador en filosofía se produzca fuera de las
Facultades de Filosofía.
En la filosofía oficial surge el
nódulo del ya mencionado Opus con
polémicas como la de Calvo Serer, “integrista”, con Laín Entralgo,
“comprensivo”, así como la controversia sobre Ortega (analizada por Martín
Puerta), en la que convergen opusdeístas de la revista Arbor con jesuitas de la revista Razón y Fe. Tras una exposición de la metodología usada y de los
conceptos básicos con que opera el libro, Vázquez García ofrece, en primer
lugar, un panorama de los estudios de filosofía en el bachillerato y en la
universidad, mostrando el aumento espectacular de alumnado, tanto en uno como
en otro nivel. Después de todo, el filósofo suele dedicarse profesionalmente a
la enseñanza en uno de estos dos niveles o en ambos, existiendo, por tanto, una
proporción directa entre número de alumnos y demanda de profesores de
filosofía. Otra cosa es el papel mismo de la filosofía enfocado según la
perspectiva sociológica desde la que este libro aborda el tema, que,
cronológicamente, es la transición de la dictadura a la democracia.
La obra está escrita usando una
amplia base documental, de forma que el lector puede descubrir algunas claves
que son, efectivamente, más perspectiva sociológica que filosófica. Y esto es
coherente con el planeamiento del autor, que sitúa su investigación en la
estela de Bourdieu y de otros sociólogos que abordan la filosofía, no con el
objetivo de disolverla o convertirla en sociología, sino “como ejercicio de
objetivación sociológica y de reflexividad filosófica” (p. 12), lo que puede
ayudar a descubrir condiciones que sesgan el discurso filosófico. Como
símil de este análisis sociológico acude
Vázquez García al análisis del lenguaje inaugurado por Austin y al practicado por Espinosa en su Tratado teológico-político. Desde tal
perspectiva pretende este libro analizar las redes filosóficas y su
transformación en los años de la transición.
De entrada, Vázquez García se
desmarca tanto de quienes atribuyen esta transformación a la “reconstrucción de
la razón” (Muguerza) como de quienes sostienen que la filosofía oficial del
franquismo no supuso un freno a la creatividad filosófica (Bueno). En todo
caso, en los años sesenta puede hablarse, según el autor, de un nódulo de
Sergio Rábade, catedrático de metafísica, discípulo de González Álvarez, ambos
escolásticos rigurosos, representantes de la filosofía oficial. El sucesor de
Rábade en la Universidad Complutense, Navarro Cordón, sigue la misma línea
rígida, que tacha de “superficialidad preciosista” (p. 97) la línea abierta
seguida por otros filósofos. En Valencia, esta línea oficial estaría representada
por Montero Moliner, hombre mucho más abierto a la filosofía moderna. Aquí
apunta Vázquez García que la rigidez y preferencia del tratado sistemático,
frente al ensayismo, tiene relación con el “origen predominantemente rural de
los miembros de este grupo. Como es sabido, el ensayismo se conecta con
disposiciones proclives al cosmopolitismo y a un ethos urbano” (p. 98). El grupo rabadiano se distingue por una
defensa especial de la filosofía de Heidegger. Cuando Farías publicó, en 1988,
su libro sobre aquél, denunciando su compromiso con el nazismo, los
representantes de este grupo, muy centrado en la hermenéutica (Navarro Cordón,
Duque Pajuelo), alegaron, a favor del filósofo de la Selva Negra, que había que
separar la política de la exégesis de los textos heideggerianos, una separación
que suele caracterizar a los filósofos de este grupo, muy orientado al análisis
interno de los textos y a la confección de manuales académicos.
En los últimos años sesenta surgen
nuevos grupos, como el de Oviedo, en torno a Bueno, o el de Valencia, en torno
a Garrido. Este último se disolvió pronto con la marcha de Garrido a Madrid. En
cambio, el grupo de Oviedo, procedente de la red de la filosofía oficial,
comparte con el de Rábade su defensa de la condición académica de la filosofía
como disciplina sustantiva, frente a
su carácter adjetivo (sostenido por
Sacristán), y la necesidad de que sea enseñada por profesionales expertos en
ella, para lo cual suministra textos escolares destinados a la enseñanza de la
materia, sobre todo en el bachillerato, pero también en la licenciatura. El
grupo de Oviedo se ha mostrado sumamente activo: en 1976 fundó la Sociedad
Asturiana de Filosofía; en 1978 creó la revista El Basilisco y, posteriormente, la digital El Catoblepas, aunando a toda esta actividad publicística una gran
presencia mediática.
Vázquez García habla, además de un
polo religioso-escatológico, el del “nódulo Aranguren”, efecto de una escisión
en la filosofía oficial en los años 60. Aquí estarían los teólogos y filósofos
jesuitas del tipo Álvarez Bolado y Gómez Caffarena, que crean en 1967 el
Instituto Fe y Secularidad, dependiente de los jesuitas, con vistas a fomentar
el diálogo entre religión y corrientes intelectuales modernas. El instituto desarrolló
una importante función en este sentido, sirviendo de foro a diversos grupos que
encontraban allí un espacio de reunión y debate. Complementando esta actividad,
hay que mencionar el cambio de orientación, del integrismo al “aggiornamento”,
en la revista jesuita Pensamiento
desde 1962 y la creación por Ruiz Jiménez de la revista Cuadernos Para El Diálogo en 1963, de gran difusión entre
intelectuales y jóvenes universitarios.
Hay más enclaves que forman parte de
este polo, como el de Pedro Cerezo en la Universidad de Granada, el de Xavier
Zubiri, discípulo de Ortega. Vázquez García sitúa este enclave en el polo
religioso, más que por la propia filosofía de Zubiri, por el hecho de
vincularse a él autores como el jesuita teólogo de la liberación Ellacuría, Pintor
Ramos, Conill. El libro sitúa también en este polo religioso al grupo
consagrado al hispanismo filosófico, aunque diferenciando en él distintas sensibilidades:
no sería la misma la orientación de Abellán y Heredia (Complutense y Salamanca,
respectivamente) que la de Núñez, Ribas, Mora (Autónoma de Madrid). Otros
autores pertenecientes a polos distintos del religioso, como el artístico, recibieron
de él apoyo para su promoción, lo que confiere a este polo religioso una
dimensión muy considerable. Vázquez García destaca muchísimo esta dimensión,
seguramente obligado por los hechos que examina en el panorama filosófico de la
transición. El “nódulo Aranguren” no pretende, según Vázquez García, centrar en
Aranguren la orientación de este complejo entramado, sino más bien simbolizar
en él el punto de referencia que une a tantos y tan diferentes discípulos
suyos, sobre todo a Muguerza.
El nódulo Aranguren se ramifica en
otro polo, distinto del religioso, el “polo científico”. Aquí sitúa el autor la
recepción de la filosofía analítica, promovida por Muguerza y un grupo de profesores
que, tras iniciar su andadura en la Facultad de Ciencias Económicas de la
Universidad Complutense, constituyeron el núcleo del departamento de filosofía
de la Universidad Autónoma de Madrid, una de las nuevas universidades que, con
la Autónoma de Barcelona y la Universidad del País Vasco, surgieron en 1968. El
cultivo de la filosofía analítica iba unido al de la lógica simbólica y la
filosofía de la ciencia, terreno en el que son muchos los nombres que habría
que mencionar, Sacristán, Muguerza, Mosterín, Hierro, Garrido, Deaño, etc. El
nacimiento de la revista Teorema
(Valencia, 1971) seguiría una orientación filosófica que venía enterrar la
vetusta escolástica. Las nuevas universidades autónomas, la de Valencia, la del
País Vasco (aquí se refundó en 1985 la revista Theoria gracias a la vuelta del exilio de Sánchez Mazas) y,
posteriormente, la de Salamanca con Quintanilla, Broncano, Ezquerro y otros
consagrarían la orientación “científica”. Vázquez García subraya oportunamente
que los autores del polo científico rehúyen tanto el tratado sistemático como
el comentario exegético típico de la escolástica o de la hermenéutica y
prefieren el paper o la note for discussion, procedimiento muy
visible en Muguerza, quien es sin duda el modelo de este género tan anglosajón,
ironía incluida. De Muguerza ofrece el autor una biografía muy útil en las
páginas 238-260.
Vázquez García se refiere a un tercer
polo dentro del nódulo Aranguren, el polo artístico. Aquí figuran Trías, Fernández
Savater, Rubert de Ventós, García Calvo, Morey, Argullol y otros que aparecen
en escena en los 70 como neonietzscheanos. De ellos dice el autor que, a
diferencia del polo religioso, son urbanos y “suelen caracterizarse asimismo
por su condición cosmopolita y viajera” (p. 265). Este polo artístico introduce
no sólo un estilo ensayístico y vanguardista en términos estéticos, sino que,
frente a la reivindicación social de los marxistas, valora lo marginal y
pasajero sin considerarlo banalidad capitalista. Frente a la revolución social,
los “artistas” defendían la revolución en la cultura. En este sentido es
significativa la crítica de Trías a Sacristán y la respuesta de “Luis”
(¿Alfonso Sastre?) a esta crítica, como también la de Bozal y Paramio, que se
situaban en la estela de Sacristán. La estética colorista de Savater o García
Calvo contrasta fuertemente con la figura adusta y magra de Sacristán.
El polo artístico ha sido
especialmente significativo en Barcelona, Madrid y San Sebastián. En 1983 se
creaba en la Universidad un área diferenciada de la filosofía: “Estética y
Teoría de las Artes”, lo que dio cauce institucional a una vertiente filosófica
que sirvió de encuentro entre el mundo de los profesores universitarios y el de
los artistas en general. José Jiménez fundó en Madrid, en 1988, el Instituto de
Estética y Teoría de las Artes, el cual tuvo gran acogida, creó su propia
revista y enlazó a los grupos (no sólo de filósofos, sino de diseñadores, literatos,
galeristas, etc.) madrileños con los de Barcelona.
Vázquez García se refiere,
finalmente, al nódulo de Sacristán. Este autor, nacido en 1925, formado
políticamente en la Falange, donde encontró tribunas para expresar sus
inquietudes juveniles, se apartó del falangismo rápidamente. Con su magnífico
expediente académico obtuvo una beca para estudiar en Alemania, pero no fue a
estudiar teología o metafísica, como era típico de los filósofos, sino lógica.
De hecho, se convirtió, a su vuelta de Münster, en el primer especialista
español en lógica moderna. Aunque realizó la tesis doctoral sobre Heidegger, su
relación con este filósofo no es en absoluto de asentimiento a su obra, sino
una crítica de la misma por irracional. Sacristán ingresó en el comunista
Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC) en 1956. En la clandestinidad
desempeñó un importante papel en la formación de cuadros del partido, en la
educación marxista de universitarios y colaboración en revistas del PCE (Nuestra Bandera, Nous Horitzons). Como profesor, ganó pronto gran reputación. Su militancia
comunista le impidió acceder a la cátedra de lógica de Valencia en 1962. En
1968 publicó uno de los textos más conocidos en el ámbito filosófico español: “Sobre
el lugar de la filosofía en los estudios superiores”. En él negaba que la
filosofía fuera un saber sustantivo.
Es, según él, un saber adjetivo. Es
decir, la filosofía no tiene objeto propio, ya que los objetos son estudiados
por las ciencias. La filosofía es reflexión sobre distintos objetos y sobre la articulación
de los distintos saberes. Sacristán proponía la supresión de la licenciatura en
filosofía y la supresión de la asignatura de filosofía en el bachillerato. Hubo
un importante debate sobre la cuestión, en el que intervinieron Bueno, Trías,
Savater y otros, debate que se producía en un momento en el que confluían el
rechazo de la filosofía escolástica y el nacimiento de nuevas secciones de
filosofía en Madrid (UAM), Barcelona (UAB), Valencia. Por otra parte, el
marxismo de Sacristán, hombre de gran cultura y fina sensibilidad estética, no
comulgaba ni con el marxismo dogmático ni con su versión cientificista, ni,
menos todavía, con la lectura moralizante que en los años setenta y ochenta
propagaban autores como el jesuita francés Calvez. Al mismo tiempo, admitía el
dialogo marxismo-cristianismo. Pero el hecho de que exista un nódulo Sacristán
en la filosofía española se debe, sobre todo, a su papel de aglutinador de un
grupo de filósofos que se consideran discípulos suyos (Muñoz, Doménech, Cruz, Vilar,
Fernández Buey, Argullol, Ovejero, Riechmann, Sempere) y por la labor editorial
en la publicación de colecciones de libros, de revistas, además de su propia
producción intelectual. A Sacristán dedica Vázquez García interesantes páginas
en el capítulo VI, “Los pretendientes y el triunfo de la red alternativa”,
aparte de útil información sobre los miembros principales del nódulo.
En definitiva el estudio de Vázquez
García es un sugerente análisis de la transición filosófica en España. Se echa
de menos el significado del exilio republicano en esta transición. No es
posible entender si hubo “corte” o “mutación” en la transición sin hacer
referencia al trauma del exilio originado por la guerra civil, un exilio que
fue tan importante entre los filósofos. Pero parece indudable que tampoco la
transición puede calificarse sin más de “ruptura”, ya que hubo filósofos, como
Aranguren, que, desde las propias bases de la dictadura, se convirtieron en críticos
que iniciaron y estimularon las vías de apertura al pluralismo filosófico, al
tiempo que permitían y apoyaban la recuperación de la tradición republicana:
krausismo, marxismo, Unamuno, Ortega, filosofía moderna y contemporánea"