El día 7 de marzo Juan Carlos Rodríguez presentará en Sevilla (Casa de la provincia, 18,30 horas) su última obra De qué hablamos cuando hablamos de marxismo (Madrid, Akal, 2013). Esta presentación se enmarca dentro de un trabajo de colaboración (que comenzó el curso pasado) entre el grupo Compolíticas de la Universidad de Sevilla y el de Sociología de la filosofía de la Universidad de Cádiz.
La obra de Juan Carlos Rodríguez
interesa, y mucho, a la sociología del conocimiento en general y a la
sociología de la filosofía en particular. En su último libro se propone un
balance de la tradición marxista así como un esfuerzo por vivificarla; nos quedaremos,
con la primera parte y con todo lo que ésta aporta para una sociología del
pensamiento marxista. Porque sin encomendarse a la sociología (al menos en su
versión más académica), el autor intenta desbrozar cuanto alía al marxismo con
dos tendencias inscritas en el pensamiento tradicional --y ese proceso interesa
a una perspectiva como la nuestra. En primer lugar, la creencia en la autonomía
esencial del pensamiento y, en segundo lugar, ligado con lo primero, la
imposibilidad de proponer análisis históricos creíbles.
Para comprender lo primero deben hacerse
dos operaciones. Una consiste en situar a la filosofía dentro del conjunto de
los discursos porque, evidentemente, el marxismo propone una teoría de la
lectura de la religión, el arte, incluso de la ciencia, que vincula a estos con
su exterior, con otro tipo de prácticas ¿por qué no tiende a realizarlo con la
filosofía? Juan Carlos Rodríguez durante todo su trabajo ha intentado, con un
éxito importante, construir una genealogía del sujeto moderno (con indicaciones
también importantes acerca de los discursos en el esclavismo o el feudalismo) apoyándose
en el estudio de la literatura. ¿Por qué considerar que el sujeto moderno se
comprende mejor en Hume o Kant que en Garcilaso o Góngora? Porque la filosofía
universitaria, incluida en ella buena parte del marxismo, otorga a la filosofía
un papel preponderante respecto del conjunto de prácticas ideológicas. La
filosofía sintetiza el resto de las prácticas y, de ese manera, interviene en
las prácticas sociales (por ejemplo, en la política). La filosofía, entonces,
mantiene un lugar privilegiado que permite, pese a la profesiones de fe
críticas, su cultivo autónomo, desgajado de las coordenadas sociales en las que
nació. En ella, más que en la literatura o más que en el pensamiento político,
se vislumbran las tendencias intelectuales de cada tiempo.
Vayamos ahora con la segunda operación. La
filosofía marxista, insiste Rodríguez, precisamente por ese privilegio, no
puede pensar la relación del pensamiento con su espalda. ¿Por qué? Porque
inviste a la filosofía, incluidos los autores del canon marxista, de un valor
ritual: celebración de los fundadores, de los nombres fetiche, etc. Rodríguez
recuerda una imagen que Althusser recogía de François Mauriac: las personas
ilustres no deben tener culo y cuanto queda a su espalda debe obviarse. Del
mismo modo, los autores marxistas carecen de trasero (en suma, cuando filosofan
se convierten en seres sin más interés que la verdad) o, de lo contrario, no
podríamos leerlos sin reconstruir las coordenadas en las que pensaron. Así, el
filósofo marxista y su lector, se ejercita en lo que Chaplin y Brecht
ejemplificaron como el cierre de la maleta. Se intenta meter la práctica en el
canon filosófico y lo que no entra o chirría corre la misma suerte que la ropa
que sobresale de la maleta: se recorta con unas tijeras y se le olvida. Claro,
cuando uno intenta vestir la realidad con la ropa recortada, el efecto es
ridículo. Obviamente, Rodríguez trata aquí la compleja relación entre el objeto
que se piensa y el objeto real y el primero nunca puede reproducir el segundo.
El problema con la filosofía es olvidar la alquimia (diría Ortega) con la que
cada pensador convierte su mundo en conceptos. Y sin comprender el mundo y cómo
lo transforman los conceptos no se comprende lo primero.
Entremos ahora en el segundo problema:
debido a este filosofismo, la teoría marxista no puede comprender bien su
propio pasado. Al idolatrar a los fundadores, al olvidar que todo autor se
encuentra atravesado de múltiples tensiones, se olvidan los conflictos e
incoherencias: aplanadas en un
pensamiento filosófico, dotado de la coherencia discursiva que presupone la
filosofía de manual, las contradicciones se malmeten en la maleta o se las
desliza por debajo de la alfombra.
Juan Carlos Rodríguez lo muestra
analizando a Marx y a Engels y al filósofo que más influyó en su propia
evolución intelectual (Louis Althusser). Los primeros alternan entre un núcleo
original y creador –un pensamiento radicalmente histórico basado en la perspectiva
de los explotados- y una visión tecnicista del desarrollo histórico: las
fuerzas productivas crecerían tanto que el traje de las relaciones sociales se
les quedaría pequeñas y por eso estallan. Ese tecnicismo se encontraba en los
fundadores y posteriormente se exacerbó y simplificó, con consecuencias dramáticas en
el socialismo soviético. Juan Carlos Rodríguez coincide aquí en puntos
centrales de la crítica de Castoriadis al marxismo –del que lo separa la
apuesta por permanecer dentro de la propia tradición. Juan Carlos Rodríguez
propone así una interesante teoría del pensamiento estalinista y de su
correspondencia con la realidad histórica del movimiento comunista. Para lo
cual, y pensando con él, cabe preguntarse sobre cómo su teoría de la
escolástica feudal podría aplicarse a cualquier lectura de la realidad apoyada
en un libro sagrado, en su eterno comentario y en su consideración de que todo
cuanto se aparta de lo allí consignado, se encuentra trastornado por el Maligno
–o la ideología burguesa.
Althusser, por su parte, también adolece
de una tendencia ahistórica, allí donde más lo rehabilita una parte del
pensamiento contemporáneo –así, en su teoría de las ideologías. El individuo no
se subjetiva del mismo modo entre los griegos que la época que llamamos
barroca. Los ejemplos de Althusser, muestra Rodríguez, parecen partir de la
imagen de un sujeto común desde el Moisés bíblico hasta hoy y la manera de
pensarse como un yo no es la misma en Atenas, en la Florencia de las ciudades o
en el capitalismo manchesteriano.
Termino. Al comienzo de la era moderna,
cuando se intentaba reivindicar la capacidad del alma para leer el mundo sin
atenerse a los libros sagrados, la Inquisición, nos recuerda Juan Carlos
Rodríguez, juzgó al catedrático de Lenguas Clásicas Sánchez de las Brozas.
Démosle la palabra: “al preguntársele al Brocense si pensaba que para llegar a
Dios era necesario pasar por Santo Tomás, nuestro parvo profesor se limitó a
contestar: “mierda para santo Tomás””. No quisiera excederme de escatológico (ya
he hablado del culo, y ahora de su producto…) en esta entrada de blog pero
quizá podíamos sustituir hoy al Aquinate por la tradición marxista en la
sentencia del Brocense y lanzárselo provocativamente a los cultivadores de la
tradición. No por desdén contra el marxismo. Juan Carlos Rodríguez tiene muy
buenas y convincentes razones para seguir siendo marxista. Tampoco, dicho sea
de paso, ningún desprecio contra Santo Tomás. Juan Carlos Rodríguez, y
cualquiera que no sea un idiota, lo respeta muchísimo: en Tras la muerte del aura cita sus palabras contra la usura para
recordar que no siempre se ha adorado al Lobo
de Wall Street. Pero las gafas de la escolástica marxista nos impiden cultivar
aquello genuinamente rompedor del marxismo: pensar el mundo desde los de abajo
y transformarlo y para eso la lectura ahistórica de los clásicos, su cultivo
como pensadores de manual, es un enorme obstáculo. Porque respecto de esto, de
la lucha contra el capitalismo, la obra de Juan Carlos Rodríguez ofrece también
ideas fundamentales y siempre polémicas a las que haré referencia en un artículo
y sobre las que hablaré el día 7 de marzo; aunque, fundamentalmente, y eso es
lo más interesante, de ello hablará el autor.